¿Existe en la tierra una voz más grave que la de los bajos, más profunda que los abismos, más solemne que los réquiems cantados por la Santa Iglesia? Sí, es una voz que resuena desde los días de la creación, cuyo lenguaje no sufrió nada por la confusión de lenguas en el episodio de la torre de Babel. Permanece inalterable a pesar de los cambios de idiomas y de los más variados dialectos, a lo largo de los siglos. Es la voz de Dios en la naturaleza en guerra: ¡el trueno!
Frente a una inminente tormenta, el hombre enseguida piensa en su seguridad e incluso en sus cómodos intereses: «¿Se cortará la electricidad? ¿Comprometerá mi trabajo? ¿Habrá fuertes riadas o inundaciones? ¿Cómo afectará esto a mi casa, mi calle, mi comunidad?». Se inquieta, toma unas cuantas providencias. Pero ¿qué puede hacer un simple mortal ante la fuerza de la naturaleza? Los cielos se cargan y sueltan el violento temporal…
Son momentos de extrema gravedad, una auténtica fantasmagoría, un glorioso ceremonial. Los vientos sacuden los árboles, arrastran consigo objetos, dañan construcciones. Los relámpagos iluminan los cielos y, como flechas certeras, los rayos salen disparados por todas partes. El suelo tiembla y gime ante el estruendo de los truenos.
¿Qué grandeza es ésa ante la cual el hombre se siente tan insignificante e impotente?
¿No es cierto que evoca la arquetípica escena de la expulsión de los vendedores del Templo por parte del Señor? Cuántas veces el látigo divino, tejido por el Salvador, no rasgó el aire para descargarse sobre las mercancías de los cambistas, provocando duros estampidos mientras resonaba una fuerte voz: «No convirtáis en un mercado la casa de mi Padre» (Jn 2, 16). ¿Y qué sucedió después? La conversión de muchos ante el clamor de Dios, eficaz limpieza del santuario.
Hay una famosa canción italiana que dice: «Che bella cosa, una giornata al sole, l’aria è serena dopo la tempesta». De hecho, ¡cuán más puro queda el aire después de la tormenta! La naturaleza se renueva, germinan las plantas, cantan los pájaros y… el hombre reflexiona. En su subconsciente ronda una pregunta latente: «¿No será esto una advertencia para mí?». El recuerdo de los novísimos le viene a la mente, estremece un poco, se vuelve inseguro, teme el castigo divino, pero… no se atreve a cambiar de vida. Dominado por una mentalidad escéptica y optimista, desdeña la advertencia, relaja los nervios, toma un trago y suspira: «¡Para qué molestarse con esto!».
Hace falta estar sordo para no oír una voz tan clara y elocuente. El trueno no es sólo un amenazador estruendo del cielo, sino sobre todo una amorosa amonestación del Señor que nos recuerda las verdades eternas. El Creador se muestra extremadamente fiel para con nosotros, repitiendo con categórica insistencia en la «voz» del trueno: «¡Prestad atención! ¡Yo existo!».
No imitemos la actitud errada de los israelitas que, al escuchar los «truenos divinos» al pie del monte Sinaí, retrocedieron y dijeron: «Que no nos hable Dios, no sea que muramos» (Éx 20, 19). ¡Oh! No pidamos semejante estupidez, porque no es una opción posible; más bien, oremos para que no seamos sordos y para que esa voz produzca en nuestras almas el fruto que Él quiso cuando la creó.
Y reflexionemos mientras aún estemos a tiempo… ◊