Tan antigua como la Iglesia es la devoción al Sagrado Corazón de Jesús. En la Última Cena, momento en que se instituía la Eucaristía como memorial de la Pasión, fue cuando el Discípulo Amado auscultó los insondables latidos del divino Corazón… Y en lo alto del Calvario, cuando Cristo estaba consumando su holocausto redentor, fue donde el soldado «con la lanza, le traspasó el costado, y al punto salió sangre y agua» (Jn 19, 34). Del Corazón perforado de Cristo nació la Iglesia y de él fluyeron a raudales abundantes gracias sobre la cristiandad y los hombres de todas las épocas.
Sin embargo, esta devoción aún no ha llegado a su apogeo, pese a las reiteradas peticiones del Salvador a lo largo de los últimos tiempos, de modo particular a partir del siglo xvii. Para atraer a la humanidad hacia su Corazón «con vínculos de amor» (Os 11, 4), se dignó hacer algunas promesas a quienes se ejercitaran en la práctica de tal devoción.
Promesa y reparación
Actualmente, la palabra promesa se ha vuelto trivial. Muchos son los que las hacen, pocos los que las cumplen fidedignamente, de donde le atribuimos al acto de prometer cierto vacío, seguido de descrédito. Al tratarse de una promesa hecha por Dios, eso no se puede aplicar porque, «para Él, prometer es ya dar, pero es en primer lugar dar la fe capaz de esperar que venga el don; y es hacer, mediante esta gracia, al que recibe capaz de la acción de gracias (cf. Rom 2, 20) y de reconocer en el don el corazón del dador».1 En efecto, «no es Dios un hombre, para mentir, ni hijo de hombre, para volverse atrás. ¿Puede Él decir y no hacer, hablar y no mantenerlo?» (Núm 23, 19).
Como vimos en el artículo anterior, fueron doce las promesas hechas por el Sagrado Corazón de Jesús a Santa Margarita María Alacoque, desde 1673 hasta 1675. En la bula de su canonización, Benedicto XV afirma que son fieles las palabras registradas por la religiosa, revelaciones de que el Buen Jesús se dignó hacerle a esa sierva suya. Selladas tantas veces por la voz de la Iglesia, han de ser creídas por nosotros.
La duodécima de ellas, más comúnmente conocida como la gran promesa, se refiere a la comunión reparadora de los primeros viernes de mes, la cual nos garantiza aquello que para un hombre es lo más deseable e incierto sobre la faz de la tierra: la entrada al Cielo.
La gran promesa hecha por el Sagrado Corazón nos garantiza lo que más deseable e incierto existe para el hombre: la entrada al Cielo
He aquí las palabras del Redentor: «Yo te prometo, en la excesiva misericordia de mi Corazón, que su amor todopoderoso concederá a todos los que comulguen nueve primeros viernes de mes seguidos la gracia de la penitencia final; que no morirán en su desgracia, ni sin recibir los sacramentos; siendo [mi divino Corazón] su refugio seguro en este último momento».2
Nada más justo de nuestra parte que reparar a un Dios ofendido; no hay nada más misericordioso por parte de Jesús que otorgarles un premio a quienes así proceden, y que no hacen sino su obligación.
El P. Croiset3 nos enseña que el objetivo de practicar esa devoción es, ante todo, reconocer y honrar tanto como esté a nuestro alcance los sentimientos de amor y ternura que Jesucristo tiene actualmente por nosotros en la adorable Eucaristía. En segundo lugar, reparar de todas las formas posibles las indignidades y ultrajes a los cuales el amor lo expone todos los días en el Santísimo Sacramento.
Reparar, en términos ordinarios, es devolver la integridad a algo que ha sido corrompido, arreglar lo que ha sido dañado, lo cual presupone la existencia de un estado anterior preservado y mejorado. En términos espirituales, reparar «se trata menos de mirar al pasado, que hemos abandonado a la misericordia divina, que de considerar el futuro, que debe ser abrasado en una caridad más ardiente y más pura».4 Aplicando este principio al desagravio que le debemos hacer al Sagrado Corazón, reparar es responder con amor ardiente a lo que Él hizo por nosotros, es restituir la gloria que injustamente le fue quitada.
Una reparación a Jesús resucitado en la Eucaristía
El Señor sabía a qué extremos de maldad caería la humanidad si no prestara oído a los llamamientos de la gracia. Y aquí llegamos al actual mundo convulsionado por crisis, guerras y revoluciones, inmersos en el ateísmo más atroz; difícil es encontrar un rincón donde Dios no sea gravemente ofendido. Como humo espeso y repugnante, suben los pecados al trono de la Majestad divina y claman venganza a los Cielos. Pese a la triste perspectiva de decadencia, el Sagrado Corazón de Jesús nos pide el desagravio contra las ofensas cometidas contra él en la Eucaristía.5 ¿Por qué motivo?
Cuando decimos «Corazón Eucarístico de Jesús» no nos referimos únicamente a una jaculatoria evocadora de la Persona de Nuestro Señor Jesucristo. La Eucaristía no es un recuerdo, como cuando a un padre de familia o a un hombre famoso, antes de dejar a los suyos, se le representa mediante una estatua, una pintura, un retrato o un monumento. Cristo llevó su amor a extremos insólitos, quiso encerrarse bajo el velo de las especies eucarísticas, a fin de cumplir su promesa: «Sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos» (Mt 28, 20).
Nada más justo que reparar a un Dios ofendido respondiendo con amor ardiente a lo que Él hizo por nosotros al encerrarse en la Eucaristía
Ahora bien, si Cristo ha resucitado —y ésa es nuestra fe (cf. Rom 4, 24)— y está en la Eucaristía, entonces el mismo Corazón divino traspasado por la lanza de Longino late resucitado, real y verdaderamente en el sacramento del altar, en el que Jesús se encuentra tal y como es ahora: glorificado a la derecha del Padre y en posesión, en toda su plenitud, de la gloria de la Resurrección.
Por lo tanto, los ultrajes cometidos contra Jesús eucarístico pueden compararse al de los verdugos que mataron el cuerpo del Salvador; 6 la frialdad y la indiferencia, el olvido y la falta de amor por parte de tantos que se dicen cristianos son equiparables a la culposa tibieza de Pilato, que hizo padecer a Jesús la Pasión.
Es, pues, desde esa perspectiva de gravedad que el Sagrado Corazón nos pide que llevemos a cabo las comuniones reparadoras de los primeros viernes. Consideremos sus palabras.
Una razón sublime detrás de una petición
«Te prometo, en la excesiva misericordia de mi Corazón, que su amor todopoderoso concederá a todos los que comulguen…»
En esta frase se vislumbra una verdadera táctica divina, un gesto infinitamente cariñoso, gracioso, casi diríamos maternal del Señor, al hacernos una promesa, que es más bien un recordatorio, como si nos dijera: «He muerto por ti, ¿no puedes venir tu a mí por lo menos una vez al mes? Ven hijo mío, ¿qué te mantiene alejado? ¿Acaso la Iglesia no repite desde hace dos mil años, en mi nombre, la promesa que les hice a los Apóstoles: “El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna” (Jn 6, 54)? Te muestro aquí el medio esencial para llegar al Cielo: vivir mi vida comunicada por la Eucaristía».
«…nueve primeros viernes de mes seguidos…»
Narra el Génesis (cf. Gén 1, 26-31) que, al llegar el sexto día de la creación, Dios creó al hombre y a la mujer a su imagen y semejanza. Entonces «vio Dios todo lo que había hecho, y era muy bueno» (Gén 1, 31).
El día de la semana correspondiente, el viernes, el Verbo Encarnado consumó la Redención, desfigurándose para restaurar la belleza del primer hombre. Con divina delicadeza, Jesús nos pide este pequeño acto de reconocimiento: que lo honremos en el día en que nos creó y nos rescató, abriéndonos las puertas del Cielo.
Conviene resaltar aquí que el Señor no quiso decir que sólo los primeros viernes le honremos, sino que al menos en ese día le hagamos compañía. Quien ama de verdad no se limita a fechas ni fija horarios para prácticas devocionales, sino que hace de su vida un acto continuo de reparación.
¡Estarás conmigo en el Paraíso!
«…[concederá] la gracia de la penitencia final; no morirán en su desgracia, ni sin recibir los sacramentos…»
Nos quedamos asombrados ante el inaudito prodigio de amor obrado cuando el divino Redentor, colgado de la cruz, perdonó al ladrón pronunciando la primera y más solemne canonización de la historia: «Hoy estarás conmigo en el Paraíso» (Lc 23, 43). ¿Qué hizo aquel delincuente para merecer semejante recompensa, él, que se había pasado la vida robando? Únicamente se reconoció culpable y se volvió hacia el Señor arrepentido.
Qué alivio cuando, en la hora de la agonía mortal, podamos contemplar al Sagrado Corazón a nuestro lado, sosteniéndonos en la postrera lucha
En otras palabras, esa misma promesa nos la hace el Sagrado Corazón, pues, ¿en qué consiste el arrepentimiento final sino en el elemento esencial para alcanzar el perdón y conquistar la gracia de Dios? ¿Y qué significa morir en gracia de Dios, sino tener garantizado el «pasaporte» para la entrada en la bienaventuranza eterna?
En cuanto a las palabras «ni sin recibir los sacramentos», entendamos no la recepción de los sacramentos absolutamente, sino si fueran necesarios para nuestra salvación, a fin de que no muramos en el desagrado de Dios.7
Para conseguir esa gracia de la perseverancia final, se nos exigen tres condiciones:
- La comunión deberá ser hecha el primer viernes de cada mes.
- Durante nueve meses seguidos. Si hubiera una interrupción, se ha de recomenzar la novena.
- Debe ser hecha, no sólo en estado de gracia, sino con la especial intención de honrar y reparar el Sagrado Corazón.
Tales condiciones, aparentemente fáciles, conllevan actualmente más dificultades que las que han tenido los católicos de todos los tiempos y sólo los auténticos devotos del Señor son capaces de someterse a ellas.
La voz elocuente del Corazón de Jesús
«…siendo [mi divino Corazón] su refugio seguro en este último momento».
¡Qué alivio cuando, en la hora de la agonía mortal, podamos contemplar al Sagrado Corazón a nuestro lado, sosteniéndonos en la postrera lucha en este valle de lágrimas! Qué alegría indescriptible cuando, habiendo ya cruzado el umbral de la eternidad, recibamos la sentencia del divino Juez: «Venid vosotros, benditos de mi Padre; heredad el Reino preparado para vosotros desde la creación del mundo» (Mt 25, 34).
Sin embargo, en nuestros días la humanidad también se encuentra en la hora extrema de la agonía, y a ella el Señor parece dirigirle como nunca los últimos llamamientos de su adorable Corazón. Él «la caña cascada no la quebrará, la mecha vacilante no la apagará» (Is 42, 3). ¿Quién puede alcanzar los insondables arcanos del Corazón de Jesús para la Santa Iglesia en la actual crisis contemporánea?
A los últimos tiempos se le ha reservado la gracia de oír la voz elocuente del Corazón de Jesús, que hará que el mundo se inflame del amor divino
En el siglo xiii, San Juan Evangelista presagiaba algo de ese futuro de gloria en una comunicación mística a Santa Gertrudis: «Mi ministerio, en aquellos primeros tiempos de la Iglesia, debía ceñirse a decir del Verbo divino, Hijo eterno del Padre, algunas palabras fecundas que la inteligencia de los hombres pudiera siempre meditar, sin agotar jamás sus riquezas; pero a los últimos tiempos se le ha reservado la gracia de oír la voz elocuente del Corazón de Jesús. A esta voz, el mundo envejecido rejuvenecerá; saldrá de su letargo y el calor del amor divino lo inflamará aún más».8
Por consiguiente, no dejemos que se pierda esta llave preciosa del Cielo, porque «se acerca la hora, ya está aquí, en que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y verdad, porque el Padre desea que lo adoren así» (Jn 4, 23). Unámonos a la Santísima Virgen, que durante nueve meses llevó al divino Redentor en su claustro, y pidámosle que presente nuestro acto de desagravio no sólo mediante las comuniones de los nueve primeros viernes, sino quizá con una vida entera seriamente transcurrida en santidad.
Necesitamos, pues, dirigirnos al Corazón de Jesús «como fuente de gracias calculadas para la época de Revolución, calculadas para las épocas difíciles que vendrán, y pedir que el Corazón de Jesús, regenerador por la sangre y por el agua que de Él salieron, nos lave. Ésa es propiamente la oración magnífica que los viernes y, sobre todo, el primer viernes de mes y el Viernes Santo se ha de considerar».9 ◊
Notas
1 RAMLOT, OP, Marie-Léon; GUILLET, SJ, Jacques. «Promesas». In: LÉON-DUFOUR, SJ, Xavier (Org.). Vocabulario de teología bíblica. 17.ª ed. Barcelona: Herder, 1996, p. 731.
2 Las palabras textuales de la revelación del Sagrado Corazón de Jesús han sido tomadas de la obra: SAENZ DE TEJADA, SJ, José María. Vida y obras principales de Santa Margarita María de Alacoque. Madrid: Cor Jesu, 1977, p. 57.
3 Cf. CROISET, SJ, Jean. La dévotion au Sacré-Cœur de Notre Seigneur Jésus-Christ. 2.ª ed. Paris: Quillau, 1741, p. 11.
4 LADAME, Jean. Doutrina e espiritualidade de Santa Margarida Maria. São Paulo: Loyola, 1985, p. 81.
5 Así consta en la queja que el Señor le expresó a Santa Margarita, en junio de 1675: «No recibo de la mayor parte [de los hombres] sino ingratitud, ya por sus irreverencias y sus sacrilegios, ya por la frialdad y desprecio con que me tratan en este sacramento de amor. Pero lo que me es aún mucho más sensible, es que son corazones que me están consagrados, los que así me tratan. Por esto te pido que sea dedicado el primer viernes, después de la octava del Santísimo Sacramento, a una fiesta particular para honrar mi Corazón, comulgando ese día y reparando su honor por medio de un respetuoso ofrecimiento, a fin de expiar las injurias que ha recibido durante el tiempo que ha estado expuesto en los altares» (SANTA MARGARITA MARÍA ALACOQUE. Autobiografía. Bilbao: El Mensajero, 1890, pp. 187-188).
6 Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica. III, q. 80, a. 5, ad 1.
7 SALVADOR DO CORAÇÃO DE JESUS, OFM Cap. A grande promessa do Sacratíssimo Coração de Jesus. 95.ª ed. São Paulo: Loyola, 2014, p. 9.
8 PRÉVOT, SCJ, André. Amor, paz e alegria. Mês do Sagrado Coração de Jesus segundo Santa Gertrudes. Taubaté: Publicações S.C.J., 1937, p. 20.
9 CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. Conferencia. São Paulo, 4/3/1965.