Presencia regia y victoriosa del divino Infante

¡Cuán semejante es el mundo actual a aquel de la primera Navidad! Todo parecía desmoronarse; no obstante, almas repartidas por la tierra esperaban una restauración. ¿No vendrá, también a nosotros, un acontecimiento que nos libere del horror en el que nos encontramos?

¡Un Niño está a punto de nacer en Belén! ¿Qué decir de este acontecimiento? Cuando el Verbo se encarnó y habitó entre nosotros, ¿cuál era la situación de la humanidad? Ciertamente, bastante parecida a la de nuestros días.

En un mundo pagano, algunas almas esperaban la restauración

A pesar del pecado de Adán y Eva, había una especie de inocencia patriarcal de las primeras eras de la humanidad, que fue dejando vestigios cada vez más raros a lo largo de la Historia. Y alguna que otra persona de aquí, allá o acullá, aún reflejaba esa rectitud primitiva. Se trataba de hombres aislados que no se conocían —porque no tenían contacto entre sí— y, en consecuencia, no formaban un todo, pero que eran nostálgicos de un pasado tan lejano que quizá ni siquiera tuvieran de él un conocimiento umbrático. Miraban el estado de la humanidad de su tiempo, que presentaba una decadencia terrible, confirmada por lo que había de poderoso y lleno de vitalidad: el Imperio romano.

Éste era el más quintaesenciado, el último y más alto producto del progreso. Sin embargo, no duraría mucho a causa de su libertinaje y le tocaría el final ignominioso de ser pisoteado por los bárbaros, a quienes los romanos despreciaban y consideraban hechos para ser esclavos suyos, pero que acabarían siendo sometidos por ellos.

Este poderoso Imperio había dominado a un mundo podrido. Y si fue tan fácil dominarlo, en gran parte se debió a que todavía había algo sano. Al devorar el mundo, el Imperio engulló la podredumbre; y al deglutir la conquista, ésta mató al conquistador. Todos los vicios de Oriente fluyeron en Roma como torrentes y la alcanzaron. Así pues, transformada en una cloaca, en una letrina, propagaba, a su vez —multiplicada y aumentada—, aquella corrupción.

No obstante, algunas almas oprimidas por esa situación sentían que algo estaba a punto de suceder y entendían que o bien el mundo se acabaría, o bien la Providencia de Dios intervendría. La desventura y la angustia de estas almas habían llegado a un punto crítico la víspera de Navidad. Vivían el final de una era en sus estertores, pero bajo las apariencias de paz, y nadie se hacía una idea de cuál podría ser la salida.

He aquí que, en aquella Nochebuena, tan terriblemente opresiva para todos, en una gruta en Belén había un matrimonio de castidad inmaculada; la virgen esposa, sin embargo, sería madre. En esa gruta, mientras se rezaba en profundo recogimiento, el Niño Jesús vino a la tierra.

Auténtica adoración

Los pastores, que recordaban la antigua rectitud, al ver aparecérseles los ángeles cantando y anunciándoles la primera noticia —«Gloria a Dios en el Cielo, y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad» (Lc 2, 14)— se quedaron encantados y se dirigieron al Pesebre, llevándole sus humildes regalos al Niño Jesús. Tenía lugar el magnífico acto de adoración inicial, el cual bien podríamos llamar el acto de adoración de la tradición.

Representaban la tradición de la rectitud pastoril. Al llevar una vida recatada, al margen de la podredumbre de aquella civilización, a los pastores les fue anunciado primeramente el gran acontecimiento: «Puer natus est nobis, et filius datus est nobis – Un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado» (Is 9, 5).

Tiempo después, en el otro extremo de la escala social, llegaba también una caravana; era otra maravilla. Una estrella peregrina en el horizonte y, del fondo de los misterios pútridos de Oriente, hombres sabios, magos, ceñidos de corona regia, se trasladaban desde sus respectivos reinos.

Imaginemos que, en un momento dado, estos grandes monarcas se encontraron y se veneraron recíprocamente. Sin duda, cada uno les contó a los demás de dónde venía, y los tres se alegraron al ver que los unía la misma convicción, la misma esperanza y la llamada para recorrer el mismo itinerario. Finalmente, llegaron juntos a la gruta, portando las tres culminaciones de sus correspondientes países: oro, incienso y mirra. Y volvieron a rendirle otra adoración al Niño Jesús. Ya no era la tradición de los más humildes, sino de los más elevados.

Esto es lo interesante de la tradición: de tal modo está hecha para todos que posee una manera propia de residir en todos los estratos sociales. En la burguesía se manifiesta sencillamente en la estabilidad; en la nobleza, por la continuidad en la gloria; en el pueblo llano, por la continuidad en la inocencia. Ahora bien, estos reyes, ápices de la nobleza de sus respectivos países, llevaban junto a la dignidad real otra elevada honra: la de ser magos. Eran hombres sabios, habían estudiado con espíritu de sabiduría y, en el instante en que recibieron la orden: «Id a Belén, y allí tendréis realizadas vuestras esperanzas», sus espíritus se encontraban preparados por todo lo que conocían acerca del pasado.

Enseguida irrumpe la persecución

«La matanza de los Santos Inocentes», de Giotto di Bondone – Capilla de los Scrovegni, Padua (Italia)

De inmediato, se desató la persecución. En mi opinión, no sería razonable, en estas circunstancias, meditar sobre la Navidad sin tener en cuenta la matanza de los inocentes, tragedia que acompaña tan de cerca la celestial paz, la serenidad magnífica y toda ella impregnada de sobrenatural del Stille Nacht, Heilige Nacht. Aquella cruel matanza tiñó de sangre la tierra, que más tarde se volvería sagrada, porque aquel Niño había derramado allí su sangre sacrosanta. Tan pronto como Él se manifestó, la espada asesina de los poderosos se movió contra Él; cuando tales maravillas se afirmaron, el odio de los malos se levantó contra ellas como una chusma.

A menudo, la matanza de los inocentes es considerada de un modo humanitario. No hay duda de que esta ponderación tiene cabida. Eran inocentes y fueron asesinados, se trata de niños cobardemente aniquilados. Sin embargo, esta apreciación justa y llena de compasión empaña, en el espíritu moderno y naturalista, la consideración más importante: aquella masacre era el prenuncio del deicidio, porque, habiendo recibido la información de que nacería el Mesías, el rey de los judíos tuvo la intención de matarlo y, por eso, ordenó el asesinato de todos los niños.

Aunque no tuvieran plena conciencia de que Él era el Hombre Dios, de una forma u otra su intención era llegar, si no a Dios, al menos a su enviado.

Ayer y hoy el mundo agoniza

¡Cuán parecida es nuestra vida con la de los hombres que vivieron la víspera del «Puer natus est nobis, et filius datus est nobis»! El mundo de hoy agoniza como agonizaba el de la víspera del nacimiento del Señor. Todo es desconcertante, locura y delirio. Todos buscan aquello que cada vez más se les escapa, como el bienestar, la vidita acomodada, el goce infame, las treinta monedas con las cuales cada uno vende al divino Maestro, que implora la defensa y el entusiasmo de quienes ha redimido.

Es muy probable que en estas condiciones haya, en la inmensidad de la tierra, algún hombre gimiendo al presenciar cómo se deshace el mundo; es la debacle de la cristiandad o, por desgracia, más bien, una terrible crisis en la Santa Iglesia inmortal, fundada y asistida por Nuestro Señor Jesucristo, que de tal manera está en declive que si supiéramos que es mortal, seríamos llevamos a decir que está muerta.

Yo me pregunto: ¿no vendrá a nosotros un acontecimiento enorme, quizá de los más grandes de la Historia —aunque infinitamente pequeño comparado con la Santa Navidad—, que nos libere también de todo el horror en el que nos encontramos?

¿Qué darle y qué pedirle al Niño Jesús?

«Anunciación a los pastores», de Maître de Jacques de Besançon – Biblioteca Nacional de España, Madrid

A los pies del Pesebre, si Dios quiere, celebraremos la Santa Navidad, y debemos llevarle nuestros regalos al Niño Jesús, como hicieron los Reyes Magos y los pastores. Pero ¿qué le damos? El mejor regalo que Él quiere de nosotros es ¡nuestra propia alma, nuestro corazón! El divino Infante no desea otro regalo de nuestra parte sino ése.

Alguien dirá: «¡Qué irrisorio regalo, darme yo mismo a Él!». ¡No es verdad! Si Jesús nos toma en sus manos divinas, nos convertirá en vino como hizo con el agua en las bodas de Caná, y seremos otros. Digámosle: «Señor, ¡transfórmame! “Asperges me hyssopo et mundabor: lavabis me, et super nivem dealbabor – Rocíame con el hisopo y quedaré limpio; lávame y quedaré más blanco que la nieve” (Sal 50, 9). Tu regalo, Señor, es la criatura que te pide: ¡aspérgeme, purifícame!».

Ahora bien, este regalo debemos ofrecerlo por intercesión de la Santísima Virgen, porque ¿cómo ofrecer algo como nosotros mismos si no es por medio de Ella? Y si todo lo hacemos por su intermedio, ¿por qué no pedirle un regalo al Señor también a través de su Madre? Sin duda, el don fundamental que debemos implorar es el siguiente: «Señor, ¡cambia el mundo! O, si no hay otra salida, ¡acorta los días cumpliendo las promesas y las amenazas de Fátima! Pero, para que perseveren al menos los que aún perseveran, Señor, ten pena de ellos, acorta los días de aflicción y haz que venga cuanto antes el Reino de tu Madre».

Mientras cantamos el Stille Nacht, Heilige Nacht y las demás canciones sagradas de la Navidad, debemos tener en cuenta lo siguiente. Es muy hermoso y muy bueno recordar el acontecimiento que tuvo lugar hace dos mil años, sobre todo porque tenemos la convicción de que el Señor continúa presente en su Santa Iglesia y en la Sagrada Eucaristía, y que su Madre nos auxilia desde el Cielo. En la tierra, no obstante, es necesario que pidamos una presencia regia y victoriosa del divino Infante.

Incluso podemos darle a esta súplica otra formulación: «Ut inimicos Sanctæ Matris Ecclesiæ humiliare digneris, te rogamus audi nos! Señor recién nacido, que descansas en los brazos de tu Madre como en el más esplendoroso trono que jamás hubo ni habrá para un rey en la tierra, te suplicamos: dígnate humillar, rebajar y castigar a los enemigos de la Santa Iglesia Católica Apostólica Romana, empezando por los más terribles; y éstos no son externos, ¡sino internos! Quítales la influencia, el prestigio, la cantidad y la capacidad de hacer el mal».

En suma, pidamos la forma más refinada de la victoria del Señor: ¡el aplastamiento de sus adversarios y la victoria de su Madre Santísima! 

Extraído, con adaptaciones, de:
Dr. Plinio.
São Paulo. Año XXIV.
N.º 285 (dic, 2021); pp. 8-10.

 

Oración ante el Pesebre

Oh divino Infante, he aquí arrodillado ante ti a un hijo más de la Iglesia militante traído por la gracia obtenida por tu divina y celestial Madre. Aquí está este luchador, ante todo, para agradecer.

El Dr. Plinio en diciembre de 1989

Te agradezco la vida que le has dado a mi cuerpo, el momento en que insuflaste mi alma y tu plan eterno respecto de mí, según el cual yo debería ocupar, por designio divino, un sitio determinado, por menor que fuera, en el conjunto de los hombres, para componer el enorme mosaico de criaturas humanas destinadas a ir al Cielo.

Te agradezco el haberme puesto el combate en mi camino, para que yo pudiera ser héroe, y la fuerza que me diste para rezar, resistir e hinchar a golpes al demonio.

Te agradezco todos los años de mi existencia vividos en tu gracia, así como los que he pasado fuera de ella, pero que fueron terminados por ti en el momento en que abandoné el camino del pecado y regresé a tu amistad.

Te agradezco, oh Niño Jesús, todas las cosas difíciles que con tu ayuda hice para combatir mis defectos, y que no te hayas impacientado conmigo, conservándome vivo para que aún tuviera tiempo de corregirme antes de morir.

Y si alguna petición quiero hacerte en esta Navidad, hela aquí, adaptándola del versículo del salmo: «No me arrebates en la mitad de mis días» (Sal 101, 25). No me arrebates los días en la mitad de mi obra, y concédeme que mis ojos no se cierren por la muerte, mis músculos no pierdan su vigor, mi alma no pierda su fuerza y agilidad, antes de que, por tu gracia, haya vencido todos mis defectos, alcanzado todas las alturas interiores que me destinaste a escalar y, en tu campo de batalla, te haya rendido, por heroicas hazañas, toda la gloria que esperabas de mí cuando me creaste. Así sea. 

Oración compuesta por el Dr. Plinio
el 23 de diciembre de 1988, con pequeñas
adaptaciones para el lenguaje escrito

6 COMENTARIOS

  1. Salve Maria gracias por el contenido no lo pude leer todo. Pero lo que lei me parece que el Espiritu Santo estaba y esta presente en todos los acontecimientos. A los ojos de los hombres algo incomprensible y duro. Pero Dios siempre puede hacer surgir agua de una roca y por Medio de su Esposa la Santisima Virgen Maria!!!

  2. Hermoso todo bella reflexión ayuda mi familia mi niñito JESÚS en especial a la conversión de mi marido Marcelo y para corregir también todos mis defectos ayúdame a conservar mi familia aleja nuestros enemigos MADRE SANTISIMA cubrenos con tu Santo Manto a mis hijos que siempre conserven la FE q le transmito y por todas las familias del mundo entero !!! AMÉN Gracias mi Señor por todo gracias gracias mi niñito Divino JESUCITO mío

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