Pedro regresó a casa con sus dos hijos. Sin embargo, aún les angustiaba una enorme tristeza debido al destino que Leopoldo había elegido para sí. Todo lo ocurrido fue por envidia…

 

En torno al año 1790, en un bonito castillo construido, sobre la montaña, vivía una familia de noble linaje, compuesta por el padre, viudo, y sus tres hijos.

Luis, el mayor de ellos, se parecía bastante a su fallecida madre; aunque era muy orgulloso y se sentía con derecho a adoptar actitudes opuestas a la de su padre en tal o cual cuestión. En Leopoldo, el segundo de los hijos, su progenitor confiaba mucho: era el más decidido, prudente y calculador, pero no le gustaba que le llevaran la contraria. Gabriel era el más joven y, por tanto, el más mimado; poseía un alma extremadamente admirativa, motivo por el que los otros dos lo consideraran erróneamente como un poquito bobo.

A pesar de las diferentes características entre los hermanos el ambiente del hogar exhalaba respeto y disciplina y, al mismo tiempo, afecto e intimidad. Allí todos eran educados en la escuela del amor, cuyo maestro era su propio padre, que se llamaba Pedro.

No obstante, a medida que pasaba el tiempo, Leopoldo se estaba volviendo diferente y su padre notaba el cambio. En realidad, andaba con pésimas amistades, se peleaba por cualquier cosita y casi siempre salía de casa sin decir sin decir ni adónde iba ni cuándo volvería. Preocupado, el propio Pedro lo seguía o bien le mandaba a Luis que lo hiciera.

Cierta vez, cuando este cometido estaba a cargo del cabeza de familia, encontró a Leopoldo en el bosque cercano al castillo. Cuál no fue su sorpresa cuando lo vio hablando con tres muchachos jacobinos, ¡planeando matar a su hermano más joven! Pasmado ante la trágica escena, regresó apresuradamente para su casa, le contó a Luis lo que había escuchado y juntos pensaron en cómo salvar la vida de Gabriel y el alma de Leopoldo.

Al amanecer del día siguiente, el criminal encontró debajo de su almohada una nota: «“Incluso mi amigo, de quien yo me fiaba, que compartía mi pan, es el primero en traicionarme” (Sal 40, 10). Que el Sagrado Corazón de Jesús no permita que esta frase se aplique a nosotros, sino que Él le conceda la gracia de dejarse amar por mí y de que nunca dude del amor que le tengo». Al terminar de leerla, Leopoldo arrugó el papel y lo tiró por la ventana. Los días transcurrían, mientras el corazón de Pedro sufría cada vez más al ver a su hijo embrutecerse en el mal.

Llegado el día de la ejecución del plan, todos despertaron aprensivos, con excepción de la víctima, que no sabía nada. A las tres de la tarde, Leopoldo invitó a Gabriel a dar un paseo en barco, que feliz y prontamente aceptó.

A medida que pasaba el tiempo, Leopoldo se iba volviendo diferente…

Nada más salieron de casa, el padre y el primogénito marcharon hacia el mismo lugar, pero por otro camino. Después de algunos minutos, Leopoldo le preguntó al pequeño si no le gustaría jugar al escondite. Tras su respuesta afirmativa, arrimó la barca a la orilla del río y «fue a esconderse» mientras Gabriel contaba: «Uno, dos, tres, cuatro…». ¡Qué ajeno estaba el niño a la emboscada que su propio hermano había tramado contra él!

«…cincuenta! ¡Ya! Ahora voy a buscarte, Leopoldo». Lo anduvo procurando un poco y avistó a alguien a corta distancia: «¡Leopoldo, quieto! ¡Te he encontrado!». Pero el bulto no se movía y por eso Gabriel repitió sus palabras, pensando que no le había escuchado. Y, para su asombro, la persona que se dio la vuelta ¡no era su hermano!, sino un jacobino que le estaba apuntando con un arma. El niño gritó y se escondió entre los arbustos. Lloraba copiosamente y temblaba.

Muerto de miedo pensaba consigo mismo: «¿Dónde estará papá? Siempre me había dicho que nunca me abandonaría y que en todo momento estaría a mi lado. ¿Se habrá olvidado de su promesa?». Le rezaba sin parar al Sagrado Corazón de Jesús, hasta que percibió que se acercaba alguien. No osó ni levantar la cabeza; sólo trató de agacharse y ocultarse más aún.

Cuando parecía que estaba presto a ser descubierto, oyó un disparo que procedía del jacobino. Se siguieron unos instantes de silencio. De repente, percibió que aquella persona se estaba acercando… Pero, curiosamente, Gabriel ya no sentía pavor, se levantó y ¡se encontró con su padre! Dándole un fuerte abrazo le preguntó:

—¿Cómo sabías que estaba aquí?

Hijo mío querido, ¿no te acuerdas de mi promesa de no abandonarte nunca? Mi corazón me reveló donde estarías.

¿Qué había pasado realmente?

Tras salir rápidamente del castillo, Pedro y Luis se dirigieron hacia el bosque. Allí divisaron a Gabriel contando y a Leopoldo haciendo señas al jacobino. Sin dudarlo, el hermano mayor fue al encuentro del enemigo, mientras el padre avanzaba para socorrer al niño.

Luis, de puntillas, se acercó al revolucionario y con un palo le hirió en la cabeza, lo que le hizo fallar la puntería y disparó al aire. Alarmados con la presencia de los demás miembros de la familia, Leopoldo y su cómplice huyeron a toda prisa.

Después de eso, Pedro volvió a casa con sus dos hijos. Sin embargo, aún les angustiaba una enorme tristeza debido al destino que Leopoldo había elegido para sí. Todo había ocurrido por envidia…

«Hijo mío, ¿no te acuerdas de mi promesa de no abandonarte nunca?»

Pasaron varios días. Arrepentido del crimen y de los celos que había alimentado contra Gabriel, el pecador regresó a la casa paterna y, entre lágrimas y sollozos, le dijo a su padre:

Padre, he pecado contra Dios, contra ti y contra mi hermano. Ya no merezco ser llamado «hijo», trátame como un empleado. Pero, por favor, acepta mi pedido de perdón.

Pedro le respondió:

—Hijo mío, nada me alegra más que verme nuevamente acogido en tu corazón. ¡No cambies el amor paterno por el mal! Todo lo que ha pasado ya está perdonado; tan sólo te pido que restituyas ese perdón dejándote amar.

—No te olvides tampoco de que siempre tendrás a tus hermanos. Te queremos mucho y estaremos siempre a tu lado para ayudarte en las dificultades y las luchas —concluyó Luis.

Tras la reconciliación, entraron en casa. De ahí en adelante la armonía volvió a reinar en el hogar. La bendición del Sagrado Corazón posaba sobre cada uno, tan pronto como se dejaron amar. 

 

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