En el mundo entero, la liturgia católica venera a la Santísima Virgen como Madre de la Iglesia. Entre los fundamentos de esta devoción tenemos en primer lugar el episodio en el cual el propio Jesús le declaró a San Juan desde lo alto de la cruz: «Ahí tienes a tu madre» (Jn 19, 27). Simbólicamente, el único de los apóstoles que estuvo presente en esa hora de dolor representaba él solo a la Iglesia naciente —constituida de hijos débiles, pero muy amados—, cuya salvación Cristo compraba con su Madre.
Aunque las palabras del Redentor hubieran consagrado ese título de la maternidad de María, no fue únicamente en el Calvario donde Ella lo conquistó. En efecto, es propio a la madre conferir a sus hijos la vida; así al dar a luz al fundador de la Iglesia, la Virgen Santísima también se convirtió en Madre de la obra que Él fundaría.
Más aún: mientras Jesús reposaba en el sepulcro, ¿dónde estaba la fe de la Iglesia? ¿Dónde se refugiaba su esperanza? ¿Dónde se encontraba su perseverancia y fidelidad? Solamente en el Corazón de María, ardiendo de celo como antorcha en medio de las tinieblas de la incredulidad, mientras los que habían acompañado al Señor yacían en la duda, en el desánimo o en la cobardía. Durante esos tres días, la Virgen conservó, protegió y alimentó a la Iglesia naciente…
Y Ella continúa con ese oficio hasta hoy, como medianera de la divina gracia, flujo vital de la Iglesia. Obteniéndonoslo todo de Dios, Ella es el canal de la vida que, de Cristo, brota para cada uno de los fieles.
Al ser Reina, María rige la Historia en su todo, gobernando el destino de las naciones, la aplicación de los premios y los castigos, el florecimiento de las civilizaciones; y rige a cada alma en particular, en todas sus minucias, en sus alegrías y dificultades, en sus triunfos y sus frustraciones. En cierto sentido, Ella «rige» al propio Dios, pues conquistó su Corazón y de éste también fue constituida Reina.
Ahora bien, la condición de reina tiene mucha afinidad con el papel de madre: si la madre es la reina del hogar, la reina es la madre del pueblo. Así pues, Nuestra Señora es Reina de la Iglesia, es decir, su Madre, y de ella cuida —sea de manera colectiva, como institución, sea individualmente, junto a cada uno de sus miembros— con todo el cariño de la mejor de las madres y la fuerza de la más poderosa de las reinas.
En las cumbres muy altas y excelentes, las virtudes se confunden. María ampara, protege, estimula, corrige, perdona, arregla, aconseja… Se muestra al mismo tiempo Señora, Maestra, Guía, Pilar y Estrella. Sin embargo, los títulos que más le convienen son el de Reina y el de Madre, porque la definen de modo más perfecto. De hecho, cuando la consideramos como Reina, veneramos el poder que la Santísima Trinidad le otorgó: ¡su don es el cetro omnipotente de Dios! Cuando la invocamos como Madre, celebramos la alegría de tenerla cerca de nosotros y nos llenamos de esperanza al constatar con cuanta bondad y amor utiliza todo su poder en nuestro favor.
¡Cuántos motivos tenemos para recurrir a Ella con confianza, seguros de ser atendidos! ◊
Bendiciones hermanos. Hermosa revista. He reflexionado apenas dos temas maravillosos. Espero ponerme al día con los demás. Excelentes Formaciones.
Mucha gracias. Dios les pague.
Estimada Cielo: ¡Salve María! Deseamos que la lectura de nuestra revista sea siempre motivo de gracias y bendiciones para usted.
Excelentes temas, Dios los bendiga. Hermosa revista, muy nutritiva, mucha enseñanza. Gracias.