Veintinueve de marzo de 1549. Casi cincuenta años después de su descubrimiento, alrededor de mil hombres de la flota lusitana arribaban a la Tierra de Santa Cruz para colonizarla. En medio de este ejército, seis discretas figuras vestidas de negro, armadas sólo con la virtud y el ingenio, desembarcan con un objetivo mucho más osado: conquistar aquellas vastas extensiones para Dios.
Después de desafiar los mares durante ocho semanas, esos inconfundibles hijos espirituales de San Ignacio de Loyola rebosaban entusiasmo al aplicarse a sí mismos las palabras del Evangelio: «Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (Mt 28, 19).
Por recomendación del propio rey de Portugal, Juan III, llegaba a Brasil la primera misión jesuita. La historia recuerda con orgullo los nombres de sus miembros: el P. Manuel da Nóbrega — el superior—, junto con los sacerdotes Antonio Pires, Leonardo Nunes y João Navarro, y los hermanos Diogo Jácome y Vicente Rodrigues.
A su llegada, un impacto
La meta de los misioneros estaba clara: convertir a los gentiles a la fe cristiana. Pero cuál no fue su sorpresa cuando desembarcaron y se encontraron con un escenario inesperado. Por las palabras de los propios misioneros podemos imaginar su conmoción.
El P. Nóbrega describe a un clero negligente, que tenía «más oficio de demonios que de clérigos»,1 enseñando públicamente una doctrina contraria a la de la Iglesia.
En cuanto a los nativos, así se expresó uno de los misioneros: «Cuando están así de borrachos se vuelven tan brutos y fieros que no perdonan a nadie, y cuando ya no pueden más, le prenden fuego a la casa donde están los extranjeros».2 Y el P. Nóbrega narra costumbres aún peores: «Cuando capturan a alguien […] lo ponen a engordar como a un cerdo, hasta que lo matan; para lo cual se juntan todos los de la aldea para ver el festín. […] Y, muerto, le cortan inmediatamente el pulgar, porque con él disparaba sus flechas, y el resto lo trocean, para comérselo asado o cocido».3
Sin embargo, los jesuitas no se echaron atrás. Haciendo honor a su título de compañía, se lanzaron al apostolado como un ejército en orden de batalla.
Las tácticas de la conquista
Como buen estratega que era, el líder del destacamento desarrolló pronto su táctica: organizando a los pocos operarios disponibles para la recogida de la gran cosecha, hizo que los seis se distribuyeran de norte a sur por todo el territorio de la corona portuguesa. Con sed de almas, se aventuraban selva adentro, por muy oscura que fuera, adoptando el siguiente procedimiento: cuando entraban en contacto con nuevas tribus, pasaban primero unos días entre ellas sin mencionar temas religiosos. Tras ganarse la confianza de los jefes, empezaban a predicar, habitualmente por la noche, cuando todos regresaban a la aldea.
Lo más sorprendente era que pronunciaban sus amonestaciones en la lengua local, el tupí, cuyo dominio rápidamente adquirieron los jesuitas. En pocos meses, el P. Navarro ya era capaz de oír confesiones sin intérprete, además de haber elaborado un primer borrador de gramática, que sería aprovechada por el P. Anchieta para crear la suya propia.

Otra técnica que enseguida aprendieron fue la de utilizar la música para la evangelización. En una carta de la época se cuenta que los nativos se maravillaban al escuchar el canto sacro,4 hecho que pronto motivó al P. Nóbrega a usarlo frecuentemente en procesiones y misas, aprovechando incluso melodías indígenas, para las cuales preparaba una letra con puntos de la doctrina católica. En las selvas brasileñas, las procesiones con la cruz al frente y un coro de niños cantando la nueva religión se convirtieron en una marca registrada.
Sin embargo, la mejor baza del apostolado consistía en convencer a los padres para que dejaran a sus hijos estudiar con los jesuitas. Las escuelas, construidas por los propios sacerdotes, no tardaron en multiplicarse por toda la colonia. Esperaban que, con la educación religiosa impartida, los niños les dieran buen ejemplo de cristianismo a sus mayores y, en poco tiempo, toda la tribu se convirtiera.
El plan fue realmente eficaz. Dondequiera que pasaban, los testimonios de vida y la predicación de los ignacianos —incluso la del P. Nóbrega, que era tartamudo— ¡se tornaban fuente de gracias arrebatadoras!
¿Opresores?
Pero la labor de los jesuitas no se limitaba a los cuidados espirituales. Desde su llegada a esas tierras, lucharon ferozmente contra la esclavitud indígena, que ya era frecuente entre los colonos. Aun granjeándose un odio generalizado contra ellos, representaron con firmeza la voz de la Iglesia a favor de la libertad humana; y el cautiverio de los autóctonos se fue, a duras penas, erradicando.
Además, con las epidemias que acabaron apareciendo durante la colonización —como la de 1562, que mató a más de 30.000 aborígenes— los propios sacerdotes se convirtieron en médicos. Con un profundo conocimiento del uso de las hierbas en la medicina, empezaron a curar no sólo las almas, sino también los cuerpos de los indios.
La presencia de los jesuitas entre los gentiles se asemejaba a la de los primeros apóstoles. Aunque no agradara a todos —recordemos la acerba persecución que Pombal infligiría en el siglo xviii—, como se trataba de un obra divina, nadie logró destruirla (cf. Hch 5, 38-39).
Por sus frutos, conoceréis el árbol
Con el paso de los años y a costa de muchos sacrificios, el número de misioneros no hacía más que crecer, tanto por el ingreso de nativos como por los que venían de Europa para tan noble misión. En 1553 llegaría a la Tierra de Santa Cruz el inolvidable San José de Anchieta.
La historia de Brasil fácilmente se confunde con la de la Compañía de Jesús, por sus notables logros en el campo social y religioso
La historia de Brasil comenzó a confundirse fácilmente con la de la Compañía. Y no era para menos; sus logros fueron notables. Sólo al inicio de tal empresa, construyeron escuelas en ocho ciudades. Las iglesias más antiguas los tienen como impulsores. Muchas de las actuales metrópolis brasileñas, como Río de Janeiro y Salvador, nunca habrían prosperado de no ser por la contribución de esos mismos héroes; São Paulo sólo se levantó gracias al sueño del P. Nóbrega de construir un puesto de avanzada para la educación de los nativos. Por último, parece indiscutible que Brasil no habría llegado a ser una potencia cristiana si no hubiera contado con la audacia de esos auténticos conquistadores de la fe.
No sin razón, asombra oír en ciertos ambientes acatólicos que los jesuitas de aquella época son tachados de «opresores», «aprovechados» o «imperialistas». Frente a las mentiras, ¿no habrá mejor respuesta que los propios hechos? La historia nos muestra cómo la actividad de las «sotanas negras», lejos de ser objeto de vergüenza, representa en realidad un haz de luz que ilumina el período de los descubrimientos, no sólo en Brasil, sino en todas las antiguas colonias del mundo.
Finalmente, pedir perdón por los crímenes de terceros no es nada nuevo entre nuestros contemporáneos; Jesucristo ya lo hizo hace mucho tiempo (cf. Lc 23, 34). Entonces, ¿por qué no formalizar aquí, en nombre de sus detractores, una petición de perdón a esos héroes que un día regaron nuestro suelo con su propia sangre? ◊
San José de Anchieta, apóstol de Brasil
Su persona se yergue en el prólogo de nuestra Historia, presidiendo la formación de la nacionalidad con su vigor de héroe y con su virtud de santo.
Las figuras congéneres, que vemos en la naciente de un gran número de naciones famosas, brillan, generalmente, con un ardor agresivo de héroes salvajes e implacables, conquistando la celebridad, ya en guerras justas, ya en incalificables rapiñas.
Su existencia es discutida y sus grandezas son fantasías tejidas por el orgullo nacionalista, que se disipan enteramente con el estudio imparcial de la historia. Y esto desde Rómulo hasta Guillermo Tell.
Anchieta, por el contrario, entró en la historia en un carro triunfal que no fue tirado por prisioneros y vencidos, ni el dolor figuró en su cortejo, ni los himnos de guerra celebraron su triunfo, ni las armaduras fueron su atuendo.
Le sirvió de vestido la túnica blanca de su inocencia inmaculada. Su pacífico cortejo estaba formado por una raza a la que había rescatado de la vida salvaje y defendido contra su cautiverio, y por una nación entera, que había ayudado a construir para mayor gloria de Dios, suavizando el rencor de los hombres y las fieras, en cumplimiento de la promesa evangélica: bienaventurados los mansos, que poseerán la tierra (cf. Mt 5, 5).

Pero dije mal […] cuando afirmé que el dolor no figuraba en su cortejo triunfal: era el nimbo que lo rodeaba. Era el dolor cristiano del pelícano, que llena de amargura al mártir y al santo, pero baña de suavidad a quienes se le acercan.
Había pasado su vida repartiendo rosas… y había guardado las espinas para sí, en las labores del apostolado.
En Anchieta, vas electionis,5 había brotado una flor de virtud, y esa flor la sembró por todo Brasil: es la mansedumbre suave unida a la energía serena pero inexorable, que es el eje de nuestra alma.
CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio.
«Discurso en la Asamblea Nacional Constituyente»,
19/3/1934. In: Opera Omnia. São Paulo:
Retornarei, 2008, t. ii, pp. 62-63.
Notas
1 Nóbrega, Manuel da. «Carta al P. Simão Rodrigues», 11/8/1551. In: Moura Hue, Sheila (Ed.). Primeiras cartas do Brasil. Rio de Janeiro: Jorge Zahar, 2006, p. 67. Digna de mención es la novedad que representó para la época el sistema de correspondencia jesuita. Los misioneros de los más diversos lugares del mundo debían escribir cartas de vez en cuando, y éstas se copiaban rápidamente para ser compartidas con los demás miembros de la Compañía en todos los confines del orbe, de modo que cada uno supiera de las actividades de los otros, incluso en regiones tan distantes como Brasil, India o Japón. El ingenioso método contribuyó enormemente a la cohesión de la orden y su unión con la cabeza, San Ignacio, que se encontraba en Roma.
2 Azpilcueta Navarro, João de. «Carta a los hermanos de la Compañía de Jesús de Coímbra, agosto de 1551». In: Moura Hue, op. cit., pp. 78-79.
3 Nóbrega, Manuel da. «Carta a los sacerdotes y hermanos de la Compañía de Jesús de Coímbra, agosto de 1549». In: Moura Hue, op. cit., p. 38.
4 Cf. Correia, Pero. «Carta a un sacerdote de Brasil, 1554». In: Moura Hue, op. cit., p. 104.
5 Del latín: vaso de elección (cf. Hch 9, 15).