Las reglas de la estética del universo

La belleza consiste en la unidad puesta en la variedad, principio que puede ayudarnos a comprender qué es la causa católica, considerada como un ideal que pretende hacer que la creación en su conjunto, y no sólo en algunos aspectos parciales, dé gloria a Dios.

Considerando la creación, podemos preguntarnos por qué Dios, siendo infinitamente perfecto y teniendo en sí toda la plenitud, deseó crear la inmensa cantidad de seres que componen el universo.

Si bien es cierto que no había ningún motivo que le impidiera dar existencia al cosmos, tampoco existía razón alguna que le obligara a hacerlo. En su bondad y sabiduría infinitas, Dios así lo quiso. Y entonces como, a borbotones, una cantidad incontable de seres fue producida por Él.

Espejo de las perfecciones divinas

Su propósito al crear un número tan grande de seres fue el de hacer que éstos no sólo reflejaran su perfección, sino que la reprodujeran en los más variados grados.

¿No podía Dios crear una única criatura que por sí misma reflejara todas sus perfecciones tan bien como el conjunto de los seres creados? No nos parece que esta cuestión pueda ser considerada objeto de una opinión unánime de los filósofos, pero somos muy propensos a pensar que esto sería metafísicamente imposible. Dios creó el universo compuesto de muchas criaturas para que ellas, por un lado, por su pluralidad, por otro, por su jerarquización, reflejaran de modo conveniente la perfección divina.

La razón de ser de la creación consiste, por tanto, en dar gloria a Dios, reflejando total y plenamente las perfecciones que en Él existen.

Estas consideraciones son importantes para la precisa comprensión de qué es la causa católica. Se podría conceptualizar como el ideal que pretende hacer que la creación —considerada en su todo, y no solamente en uno u otro de sus aspectos parciales— dé gloria a Dios. Que el conjunto de las familias, de las ciudades, de las naciones, de la humanidad y, en último análisis, del universo entero glorifique a Dios. De esto se trata.

El principio de unidad en la variedad y sus leyes

Según la escolástica, la belleza consiste en la unidad puesta en la variedad. Juzgamos que un objeto es bello cuando sus elementos variados forman un todo unificado. Los seres fragmentados, sin unidad, no tienen ni belleza ni atractivo. Por tanto, la unidad es la forma de la belleza; y la variedad es su materia, un elemento secundario, pero indispensable de la belleza.

En cierto modo, cada ser tiene en sí esa unidad y esa variedad. Examinemos, por ejemplo, el alma humana. Comprobamos que tiene inteligencia, voluntad y sensibilidad. He aquí la variedad en el alma humana. Pero esta variedad está puesta en la unidad de la persona humana.

El principio de la unidad en la variedad tiene sus leyes, que se consubstancian en lo que llamamos estética del universo. Analicemos, en primer lugar, las leyes de la variedad.

Leyes de la variedad: ley del carácter típico

Para que se entienda mejor esta ley, vamos a servirnos de un ejemplo. Tomemos un salón con varios objetos: sillones, cuadros, lámparas, alfombras, cortinas. Ahí está la variedad de elementos. Sin embargo, ¿en qué condiciones será auténtica esta variedad?

Sólo cuando cada uno de los objetos fuera típica y característicamente él mismo. Los sillones deben ser típicamente ellos mismos; los cuadros deben ser característicamente ellos mismos. Digamos que todos estos objetos estuvieran hechos de una única sustancia —de plástico, por ejemplo— y que sus formatos no difirieran entre sí, pareciéndose la lámpara al sillón y el sillón a la lámpara: no tendríamos variedad. Lo característico es, por tanto, un signo distintivo de la variedad auténtica, en él la verdadera variedad se realiza.

¿Por qué, por ejemplo, tenemos un movimiento de simpatía y admiración para con un andaluz típico? Porque en él están muy nítidas todas las notas que lo diferencian de un vizcaíno o de un navarro. Si no hubiera nada más que el hombre estándar moderno, no habría variedad. Nos parece muy apropiado que en la España antigua al soberano se le intitulara rey de todas las Españas. Sí, pues cada una de sus regiones era como una pequeña España, con su arquitectura, sus bailes, sus canciones, todo muy característico.

Lo mismo podemos admirar en el estilo gótico que, lleno de variedad, conserva una profunda unidad y, por ello, es equilibrado y armónico.

Ley del contraste: necesaria para que la belleza sea completa

La Iglesia Católica reúne instituciones que presentan aspectos antagónicos entre sí, en un armónico contraste que caracteriza una de sus bellezas
«San Benito y el obispo Donato», de Gherardo Starnina -Museo Nacional de Bellas Artes, Estocolmo

Los diferentes seres también deben manifestar cierto contraste, cierta oposición, para que su belleza sea completa.

La Iglesia Católica tiene, en sus instituciones, muchas variedades que llegan al contraste. Hay un magnífico contraste entre el Papa, que está en la cima del poder y ante el cual todos se arrodillan, y un humilde hermano laico, que protesta si alguien se arrodilla ante él. Esta oposición está llena de armonía. Precisamente en este contraste, en este extremo de aspectos antagónicos, es donde la variedad se reviste de toda su riqueza.

En este sentido, es doloroso ver cómo en el mundo moderno la belleza es mutilada por la uniformidad.

Ley de la gradación: jerarquía enteramente armónica

Quiso la Divina Providencia hacer todas las cosas jerarquizadas. Al crear minerales, vegetales, animales, hombres y ángeles, estableció dentro de cada una de estas categorías una inmensa gama de grados intermedios. Esta jerarquía, llena de diversidad, es al mismo tiempo enteramente armónica. Hay infinidad de matices entre los diferentes grados, sin saltos bruscos.

Por cierto, privado de estos grados intermedios, el universo sería agreste e inhóspito. Imaginemos que el hombre viviera en un mundo donde sólo hubiera minerales y que la Providencia le hiciera que sacara de ahí su sustento. Se sentiría mal, pues hay un abismo entre el hombre y los minerales. No obstante, cuando a su lado encuentra vegetales y animales, se establece una escala natural que le produce una sensación de bienestar.

La jerarquía orgánica y llena de gradaciones es agradable al espíritu católico, porque constituye una unidad llena de variedad. Esta ley de la gradación, trasladada al terreno sociopolítico, produce la sociedad medieval, en donde las clases sociales formaban una suave jerarquía, con una infinidad de estatus intermedios entre el plebeyo y el rey.

En cambio, la civilización moderna odia la variedad e idolatra una seudounidad. Detesta todo lo que es típico y, en general, ama lo que es promiscuo y confuso. Aboliendo la variedad y colocando en su lugar una uniformidad sin el mínimo sentido, la Revolución destruye la semejanza de la criatura con su Creador.

Ley del movimiento armónico: elemento de hermosura en la creación

Hay además otro tipo interesante de variedad: el de la transformación. Existe una transformación constante en el mundo, un movimiento continuo. Pero las variedades de movimiento puestas por Dios en el universo son graduales y armónicas, a ejemplo de las gradaciones de la jerarquía que analizamos en la ley anterior. Esta armonía de movimiento constituye un elemento de hermosura en la creación.

Para ejemplificar, consideremos el desarrollo de la vida humana en un varón justo. El hombre nace, florece con un movimiento rico en armonía en la adolescencia y madura noblemente; envejece en dignidad y, cuando su alma es llamada por Dios, se produce como que la cosecha de un fruto precioso, que va a ser llevado al Cielo. Es una trayectoria hermosa.

Sin embargo, ¿qué quiere el espíritu moderno? Pretende que el hombre sea un chiquillo hasta que caiga muerto. Arreglados o pintados, todos deben aparentar la misma joven edad.

No se tolera el plan divino, que estableció la desigualdad en las edades. No obstante, cuando se ve obligado a reconocer su existencia —que, por cierto, no puede ser objeto de contestación—, el espíritu moderno trata de hacerlo con brutalidad, desconsiderando las gradaciones entre las edades y despreciando la vejez, que no sirve para nada porque no produce nada…

Se puede concluir esto observando la vida de una familia antigua y la de una familia moderna. En la primera se reúnen en un mismo salón abuelos, padres, niños, parientes, amigos; las más variadas edades conviven juntas, conversando: variedad en la unidad. En la familia moderna, si los padres organizan una recepción, los hijos no deben asistir. Si éstos celebran una fiesta, los padres —sobre todo la madre— tienen que ausentarse… Los padres son llamados por sus hijos «los viejos», y no quieren tener más contacto con ellos.

La mentalidad revolucionaria rechaza este engranaje, esta articulación entre las edades, que es una marca de la perfección divina que Dios ha puesto en la creación.

Pasemos ahora al estudio de las leyes de la unidad.

Leyes de la unidad: ley de la continuidad y de la cohesión

La unidad supone la ausencia de interrupción, que se puede verificar de dos maneras: por la continuidad o por la cohesión. La continuidad es la simple ausencia de vacíos, para que, siendo uno, no haya hiatos. Mucho más profunda es la unidad que se verifica por la cohesión: en este caso existe una articulación interna entre los elementos, de modo que éstos están pegados unos a otros por vínculos íntimos y poderosos.

Entre las clases sociales, en una civilización cristiana, debe haber continuidad y cohesión. Aunque numerosas y profundamente diferentes entre sí, el todo que constituyen es continuo y cohesivo.

Es continuo porque unas se explican por las otras, se auxilian mutuamente y forman un conjunto sin los hiatos que caracterizan a la sociedad revolucionaria. Y es cohesivo porque las clases, aunque distintas, se estiman, se defienden unas a otras, no se consideran extrañas o enemigas entre sí, sino que se aman con el verdadero espíritu del Señor, que fue príncipe y, al mismo tiempo, artesano.

¡Cuán diferente es todo esto de la lucha de clases del mundo moderno!

Ley de la transición armónica

Al considerar las leyes de la variedad y examinar la ley de la gradación, hemos visto que debe haber jerarquía en la creación. Estudiando ahora las leyes de la unidad, veremos que esta jerarquía, para que sea auténtica, ha de estar compuesta de grados que se superpongan unos a otros armónicamente, y no de cualquier manera.

En la jerarquía, la variedad está asegurada por la multiplicidad de los grados intermedios, mientras que la unidad está asegurada por la suavidad de transición entre estos grados.

Es lo que sucede con el arcoíris: los colores que lo componen se ordenan en una transición suave. Vemos en ello la sabiduría de Dios, que creó el universo con una magnífica unidad, expresión de una gran fuerza, y al mismo tiempo con una magnífica variedad, expresión de un gran poder.

En el arcoíris, cuyos colores se ordenan en una transición suave, vemos un reflejo de la sabiduría de Dios, que creó el universo con una magnífica unidad
Parque Nacional de Sai Thong (Tailandia)

Son exactamente estos valores los que debemos amar desde lo hondo de nuestras almas, pues se relacionan con una perfección —la perfección jerárquica— donde la variedad y la unidad se encuentran en un grado excelente.

Leyes de la proporción y de la simetría: elementos dispares que coexisten

La Sagrada Escritura nos enseña que todas las cosas fueron creadas por Dios con número, peso y medida. Vemos, en efecto, que en todos los cuerpos la naturaleza, el movimiento y la masa son proporcionales.

Tenemos un expresivo ejemplo de esta proporción en la Iglesia Católica. Al ser una organización inmensa, riquísima y bellísima, se personifica por excelencia en la persona del Papa. Pero, al mismo tiempo, nos parece conmovedor que la Iglesia Católica también se personifique en un pequeño cura de aldea. Esta personificación es más proporcionada a los campesinos, está al nivel de sus almas, no los intimida ni constriñe. La representación del sacerdocio del Señor tiene, en estos curas de aldea, como una condición pequeña, proporcionada a esa gente también pequeña.

Incluso con respecto a las bebidas podemos contemplar la proporción. Junto a los vinos del más alto refinamiento, existen buenas bebidas populares, hechas exactamente para el pequeño pueblo.

Esta es la proporcionalidad de las cosas. En la casa del rey hay muebles dorados; en la del campesino los hay de roble labrado, como en algunas regiones de Europa. En la casa del rey hay oro y plata; en la del campesino, objetos toscos, pero que, por ser dignos y artísticos, a veces valen oro y plata.

Esta es la proporción bella, ligera, suave, razonable que debemos amar con todas nuestras fuerzas.

Imaginemos un edificio con una fachada tan extensa que corra el riesgo de perder la unidad. Si, no obstante, tiene en los extremos sendas torres iguales, su unidad estará, por simetría, reconstituida. En la cristiandad, la existencia de muchos reyes iguales en fuerza, gloria y poder era exactamente una expresión del principio de simetría.

Ley de la monarquía: ordenación en función de un elemento supremo

La quinta ley de la unidad es la de la monarquía. Es indispensable para la belleza de la vida humana. Todas las cosas, por estar reducidas a su unidad, deben tender a ordenarse en torno a un elemento supremo, que será un símbolo, una como personificación del conjunto. Y es esa personificación la que da perfección a la unidad.

La monarquía no es, como quizá pudiera parecer, lo opuesto de la jerarquía, sino, por el contrario, es su consumación. En ella la belleza de todas las diversas perspectivas como que se concentra.

Junto a la ley de la monarquía está la ley de la sociedad. Consiste en que las cosas, reunidas, se completan y se embellecen unas a otras.

Hemos analizado, aunque de forma muy sucinta, las leyes de la estética del universo. Trataremos un punto más, muy relacionado con este asunto.

Atracción por lo que mejor refleja la perfección de Dios

Tomemos las palabras decente, excelente, noble, majestuoso, sagrado. Constituyen una gradación ascendente.

De un determinado objeto podemos decir, en primer lugar, que es decente, en el sentido de que no tiene mancha de vergüenza. Además, podemos decir que es excelente, cualidad superior a decente. Podemos, prosiguiendo, yuxtaponer el adjetivo noble, que es más que excelente y decente. Más que noble, podemos decir que el objeto es majestuoso, término que no es, sin embargo, específicamente diferente de noble, pues de él difiere solamente en grado. Finalmente, podemos añadir que el objeto es sagrado, cuando contiene valores que superan la majestad humana.

En esta gradación de valores, un espíritu muy religioso se sentirá atraído por aquello que mejor refleja la perfección de Dios: lo majestuoso y lo sagrado. Buscará estos supremos valores en todo y tendrá sed de ellos.

Teniendo este espíritu, el hombre deseará una sociedad en la que, junto a muchas cosas decentes, haya varias excelentes, nobles, majestuosas y sagradas. Y entonces creará naturalmente una sociedad que realiza, en este orden de cosas casi fluido, una admirable variedad y una perfecta unidad.

Comprendemos, por tanto, que cuando una persona conoce y ama los principios de la variedad y de la unidad del universo, y cuando esa persona profesa la fe católica —pues sólo el católico tiene los presupuestos para entender por completo estos principios—, es de hecho una persona profundamente religiosa, en el sentido más verdadero de la palabra.

El cuadro que hemos descrito sobre la estética del universo con sus leyes, los reflejos divinos puestos por el Creador en todas las cosas, en último análisis, todo aquello que los católicos fervorosos aman, todo de lo que tienen sed, todo esto la Revolución quiere destruirlo, eliminarlo, borrarlo.

Como católicos debemos, pues, amar profundamente el rostro de Dios reflejado en el orden verdadero de las cosas. Pero para que nuestro amor llegue hasta donde debe llegar, aprendamos a aplicar esas leyes de la variedad y de la unidad.

Así, siempre que algo nos cause admiración y nos deleite, sepamos percibir cuál de las leyes de la estética del universo está aplicada ahí. Al actuar de este modo, haremos algo inmensamente agradable a la Santísima Virgen. 

Extraído de: Conferencia.
São Paulo, 1/2/1965.

 

1 COMENTARIO

  1. En esta conferencia, el Sr. Dr. Plínio, desbordante de lógica e ilación, hace un recorrido por las reglas de la estética del Universo, con sus leyes de variedad, unidad, proporción, simetría y monarquía. Lleno de riquísimos ejemplos, tan pedagógicos, que nos llevan a reflexionar, una vez más, en lo que la Revolución desea destruir, eliminar y borrar. Nos da a entender que no hay mejor modo de conocer la Belleza infinita de Dios que analizando la belleza finita y creada del Universo.

    ¡Cómo no quedar fascinados y entusiasmados por esta sabiduría del Sr. Dr. Plínio!

    Y este esquema que nos describe el Fundador de los Heraldos del Evangelio, es aplicado tanto a criaturas materiales, como a personas humanas, e incluso a la Santa Madre Iglesia.

    Como broche de oro podemos emplear estas reglas de la estética del Universo para considerar la verdadera belleza y santidad de la más alta de las criaturas: La Santísima Virgen. En Ella todas las formas de virtud y de belleza coexisten en total perfección y, como nos dice el Sr. Dr. Plínio: «Nuestra Señora es aquel mar, aquel cielo de virtudes frente al cual el hombre debe quedar sobrecogido y absorto, y que con todas sus fuerzas debe proponerse amar e imitar».

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