Las coronas más hermosas de la cristiandad – Más que joyas… ¡un eslabón con el Cielo!

Coronas y joyas han sido, a lo largo de los tiempos, un símbolo indiscutible de poder. El misterio que encierran, no obstante, se eleva mucho más allá de la riqueza y del arte de sus formas, para casi tocar en lo divino…

El fascinante papel de las coronas, cuya trayectoria atraviesa la Historia, se remonta a los albores de la civilización. Desde la Antigüedad los césares de Roma se ceñían de laureles, los bárbaros germanos de preciosos metales y refulgente pedrería; y superándolos a todos ellos en grandeza y gloria, el propio Hijo de Dios quiso ser coronado de espinas.

¿Qué representarán para Dios y para los hombres estas singulares joyas?

Coronados por el Altísimo

Entre los israelitas era habitual el uso de coronas florales, como símbolo de la alegría y adorno festivo en banquetes y solemnidades.1 Aunque también se distinguían como insignia de la realeza, otorgada directamente por Dios a sus dilectos: «He ceñido la corona a un héroe, he exaltado a un elegido de entre el pueblo» (cf. Sal 88, 20).

Ahora bien, mientras que en el pueblo judío los amados del Señor eran ensalzados por Él, en Roma sólo los valientes obtenían —de los hombres— tal galardón, representado por coronas de apariencia sencilla, pero que con el tiempo se transformarían en joyas esplendorosas.

El premio de los valientes

Ser héroe: he aquí la condición necesaria para ser coronado en el Imperio romano, no con el fatuo laurel de los césares, sino con la condecoración de los auténticos combatientes, de aquellos que escribieron la historia de la Ciudad Eterna a sangre y hierro, arriesgando sus vidas en el campo de batalla.

Para estos impetuosos militares fue cuando aparecieron las primeras coronas elaboradas. Aclamados por la multitud a su regreso de la guerra, los vencedores recibían la distinción que merecían sus hazañas: al primer soldado que escalara las murallas de una ciudad asediada se le concedía la corona muralis; al primero que invadiera el terreno enemigo, la corona vallaris; al que conseguía una victoria marítima, la corona navalis; al general que liberara a un batallón sitiado, la corona obsidionalis. Las categorías de las diademas destinadas a alabar las proezas de las legiones romanas se multiplicaban en cada combate e incluso estaban protegidas por la ley, que permitía a sus merecedores portarlas en su funeral o recibirlas después de su muerte.

Por lo tanto, las coronas eran bastante apreciadas por los romanos, que las consideraban una recompensa mucho más valiosa que cuantías de oro o de plata. Más tarde, esta tendencia acabó por influenciar a la cristiandad naciente.

La corona en la civilización cristiana

De manera que resulta natural que con la llegada del cristianismo algo de aquellas costumbres —purificadas y sublimadas por la sangre del Redentor— fueran adoptadas por los monarcas bautizados. Éstos terminaron por vincular bajo el simbolismo de la corona la gloria de los que combaten, la honra de los que gobiernan y el signo de la predilección divina.

«La coronación de Carlomagno», de Friedrich Kaulbach – Maximilianeum, Múnich (Alemania)

Para los primeros emperadores católicos de Occidente, la corona representaba la circunferencia de la Tierra y el poder universal concedido a los soberanos. Empezaron a ser coronados por el Papa, quien, a su vez, era el que ostentaba el poder supremo, temporal y espiritual, recibido con las llaves de San Pedro y reproducido en la tiara pontificia.

Desde entonces, la corona se convirtió en el ornato indiscutible de la verdadera realeza, y todas estarían rematadas por la santa cruz, símbolo de la salvación.

El peso de la carga, bajo el brillo del poder

A lo largo de los siglos, los cristianos han ido acondicionando las preciosas reliquias de la Pasión en verdaderas joyas, tesoros de un valor incalculable, gloria y memoria de la Redención para la Iglesia. Así, el hierro de uno de los clavos de la crucifixión del Señor se utilizó, según la tradición, para forjar una de las coronas más antiguas y famosas de la cristiandad: la Corona Férrea de Lombardía.

Cuentan que fue hecha en el siglo VI por la reina Teodolinda, como regalo para su marido, y pasó a ser la insignia oficial de los que ascendían al trono lombardo. Su base está formada por una lámina circular de hierro recubierta con placas de oro y piedras preciosas, que les recuerda a los que la llevan que contiene una carga cuyo peso está oculto bajo un brillo efímero y engañoso.

Se cree que la usó Carlomagno cuando fue coronado como rey de los lombardos en el 774.

Sacrificio y cruz en las coronas francesas

La corona de San Luis, con reliquias de la Pasión – Museo del Louvre, París

En tierras de la hija primogénita de la Iglesia, la joya que ciñó la frente de casi todos sus reyes, desde Felipe Augusto hasta Luis XVI, y que desgraciadamente acabó siendo destruida en los trágicos días de la Revolución francesa, fue llamada la Corona de Carlomagno.

Según la tradición, estaba compuesta por dos elementos: una diadema de oro con cuatro flores de lis y engastada de piedras, y teniendo en su interior una especie de mitra de terciopelo rojo con incrustaciones de perlas y rematada por un gran rubí. Éste era símbolo de la sangre y del sacrificio, ornatos necesarios para los que ostentan el poder; las perlas sobre el terciopelo representaban las estrellas del cielo, esperanza de salvación para todo cristiano.

Esta característica unión entre el poder y la cruz alcanzó su auge en los días del rey San Luis IX, el cual supo, más que cualquier otro, ser un monarca crucificado en beneficio de su pueblo. Para simbolizar este sublime ideal que vivía y defendía, hizo que confeccionaran otra corona de un valor incomparable. La Corona de San Luis o Santa Corona posee en su interior reliquias de la Pasión rodeadas por gemas preciosas, una auténtica obra de arte y de piedad medieval.

Símbolo de la Jerusalén celestial

Una de las coronas más bellas y famosas del mundo se encuentra hoy día en Viena: la del Sacro Imperio Romano Germánico.

Pese a que figura en varios retratos sobre la frente del emperador Carlomagno, históricamente fue fabricada después de su muerte, para la coronación de Otón I en el 962, fecha en la que comenzó la historia del Sacro Imperio. Permaneció como prerrogativa del monarca supremo durante ocho siglos, siendo utilizada por última vez en 1792, para la coronación de Francisco II.

Aunque dieciocho emperadores fueron coronados por los Papas, no es cierto que esa joya fuera transportada a Italia en cada ceremonia. Sin embargo, después del Renacimiento la toma de posesión se trasladó a Aquisgrán o Frankfurt, y la corona se usó con más frecuencia.

Confeccionada en formato octogonal y enriquecida a lo largo del tiempo, las doce piedras que adornan su parte frontal simbolizan los cimientos de la Jerusalén celestial (cf. Ap 21, 19-20), modelo perfectísimo de sociedad al que el Sacro Imperio debía asemejarse. Las figuras en esmalte que representan a Jesucristo, David, Salomón, Ezequías e Isaías, así como la naturaleza de las gemas que las rodean y evocan el pectoral del sumo sacerdote de la Antigua Ley, subrayan el valor moral y sagrado de esta corona.

Joya que «personifica» la realeza

Quizá ninguna otra joya tenga una historia tan curiosa como la Santa Corona húngara.

Las leyendas nacionales la vinculan a la memoria del terrible Atila, rey de los hunos,que era considerado por los húngaros, con cierta razón, como uno de sus antepasados. Se cuenta que, poco antes de devastar la ciudad de Roma, un ángel fue enviado para detenerlo, prometiendo a sus descendientes una corona de duración infinita, otorgada por el Sucesor de los Apóstoles. Verídica o no, esa predicción se hizo realidad a principios del siglo XI, cuando el duque San Esteban —hasta entonces apóstol armado de Hungría— recibió la famosa corona de manos del papa Silvestre II, junto con el título de rey.

Era una obra de rara perfección, hecha de oro fino en forma de semiesfera y con incrustaciones de gran cantidad de gemas y perlas. Rematada con una cruz latina, estaba decorada con esmaltes y figuras que representaban a Jesús, la Virgen, los Apóstoles, algunos mártires y ángeles.

En 1702 el emperador de Oriente, Miguel Ducas, le obsequió al rey húngaro Geza II otra corona, abierta y de estilo bizantino, también muy preciosa. Veinte años más tarde, las dos diademas se fundieron en una sola, formando una nueva corona, superior en riqueza.

Santa Corona de Hungría – Parlamento de Budapest

Para los húngaros, esta corona como que «personificaba» la realeza. Las joyas que la decoraban deberían ser, más que materiales, espirituales. El propio San Esteban hizo un elenco de diez florones-virtudes con los cuales se debía honrar la Santa Corona de Hungría. Entre ellos figuraban la fe, el amor a la Iglesia, la fidelidad, la valentía, la prontitud, la cortesía y confianza de los príncipes y demás nobles, la paciencia y la justicia, los buenos consejos, la oración e incluso la riqueza cultural llevada a la nación por los inmigrantes.2

La Santa Corona era tratada por el pueblo como una persona real, con jurisdicción, palacio, oficiales y guardias propios. Profanarla era, además de un crimen de lesa majestad, ¡un sacrilegio! Los reyes sólo eran considerados como tales después de su coronación, y únicamente a partir de entonces sus actos se hacían legítimos y definitivos.

No obstante, tal veneración no impidió que la Santa Corona enfrentara a lo largo de los siglos sorprendentes vicisitudes, en medio de guerras y convulsiones políticas y sociales. Fue arrancada de su santuario, entregada por traición, sacada fuera del país, vendida y comprada de nuevo, perdida y reconquistada, y hasta enterrada al pie de un árbol, circunstancia que hizo que se inclinara hacia el lado de la cruz que la remata.

Prueba de amor a la monarquía

Bellísimas ceremonias y venerables costumbres nacieron en torno a las coronas. Sin embargo, entre las monarquías que han sobrevivido al curso de la Historia, la inglesa es de las pocas que aún realiza solemnes coronaciones y quizá sea la única que conserva gran parte de los ritos antiguos. Esta tradición floreció con San Eduardo el Confesor, teniendo raíces católicas, por tanto, a pesar de ser actualmente la ocasión en que se inviste al jefe de la Iglesia cismática anglicana.

Desde el siglo XIII, la Corona de San Eduardo fue usada en diversas consagraciones. Infelizmente, su versión original, conservada como una santa reliquia en la abadía de Westminster, acabó siendo fundida por Oliver Cromwell en 1649, durante la temporaria instauración de la república en Inglaterra. En 1660, empero, la monarquía fue restaurada bajo Carlos II, quien decidió fabricar otra diadema regia basada en la anterior. Honraba así la memoria de San Eduardo y simbolizaba el vínculo de su corona con el pasado británico.

Muchas de las joyas reales vendidas durante la república fueron compradas por monárquicos y después restituidas a la nueva corona. Por eso, la Corona de San Eduardo que hoy conocemos, con sus más de cuatrocientas piedras preciosas y semipreciosas engastadas en oro macizo, constituye una pieza de valor incalculable, un eco de la Edad Media en pleno siglo XXI y una afirmación categórica del amor de los ingleses por la realeza.

Eslabón entre el Cielo y la tierra

Numerosas coronas más habrían de ser consideras también. Al no permitirlo los ajustados límites de estas líneas, invitamos al lector a dirigir, finalmente, su atención a la que tal vez sea la más bella de todas: la Corona Imperial de Austria. Confeccionada en 1602 por Rodolfo II como joya de uso personal, pasó al tesoro del Sacro Imperio Romano Germánico y, después del Congreso de Viena, al del Imperio austríaco.

Corona Imperial de Austria – Tesoro Imperial del Palacio Hofburg, Viena

Riquísima, pero de trazos suaves —casi se diría «paternales»—, su base está constituida por un anillo de oro con ocho florones, decorado con perlas y piedras preciosas. De su interior se eleva una mitra dividida en dos partes, compuesta de oro, perlas y bellos esmaltes, que expresa el carácter sagrado del Imperio austríaco, continuador del Sacro Imperio Romano Germánico. Dos diademas engastadas con ocho diamantes completan el conjunto.

Sin embargo, su adorno más hermoso es el zafiro que la remata, cuyo azul centelleante parece concentrar la inmensidad del firmamento y nos recuerda la morada celestial. A través de la corona, símbolo de la realeza, el Cielo se presenta unido a la tierra por la cruz, rememorando el origen divino del legítimo poder temporal.

Una corona imperecedera

El punto que quizá sintetice la belleza de todas las coronas consideradas en este artículo, más valioso que cualquiera de las joyas que las componen, es sin duda su simbolismo. «Admirable, legítimo y profundo poder de los símbolos», ponderaba sabiamente el Prof. Plinio Corrêa de Oliveira, «negado solamente por quien no tiene inteligencia para comprenderlo, o quien quiere destruir las altas realidades que estos símbolos expresan. Y ¡ay! del país en que —cualquiera que sea la forma de gobierno […]—, la opinión pública se deja engañar por demagogos vulgares, endiosando la trivialidad y simpatizando sólo con lo que es banal, inexpresivo, común».3

Y no podemos dejar de considerar el aspecto más elevado de ese simbolismo. Todos nosotros, los bautizados, somos príncipes herederos del más grandioso de los reinos: el de los Cielos, que Nuestro Señor Jesucristo vino a predicar a fin de elevar nuestras vistas hacia la eternidad. Sic transit gloria mundi… Pese a ser indiscutiblemente bellas y simbólicas, las coronas que aquí hemos mencionado fueron o serán olvidadas; marcaron los anales de la Historia, pero terminarán en el ocaso de los tiempos. A cada uno de los hombres, no obstante, le ha sido reservada «la corona inmarcesible de la gloria» (1 Pe 5, 4), que el supremo Pastor concederá a los que hayan sido fieles hasta la muerte.

Por consiguiente, a nosotros se dirige esta recomendación del Apocalipsis: «Mantén lo que tienes, para que nadie se lleve tu corona» (Ap 3, 11). 

 

Notas


1 Los datos históricos contenidos en este artículo están basados en la obra: CHAFFANJON, Arnaud. La merveilleuse histoire des couronnes du monde. Paris: Fernand Nathan, 1980.

2 Cf. ROHRBACHER, René François. Vidas dos Santos. São Paulo: Editora das Américas, 1959, t. XV, pp. 433-437.

3 CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. «Têm os símbolos, a pompa e a riqueza uma função na vida humana?». In: Catolicismo. Campos dos Goytacazes. Año VII. N.º 82 (oct, 1957); p. 5.

 

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