Evangelio del XIX Domingo del Tiempo Ordinario
En aquel tiempo, 41 los judíos murmuraban de Él porque había dicho: «Yo soy el pan bajado del Cielo», 42 y decían: «¿No es este Jesús, el hijo de José? ¿No conocemos a su padre y a su madre? ¿Cómo dice ahora que ha bajado del Cielo?». 43 Jesús tomó la palabra y les dijo: «No critiquéis. 44 Nadie puede venir a mí si no lo atrae el Padre que me ha enviado. Y yo lo resucitaré en el último día. 45 Está escrito en los profetas: “Serán todos discípulos de Dios”. Todo el que escucha al Padre y aprende, viene a mí. 46 No es que alguien haya visto al Padre, a no ser el que está junto a Dios: ese ha visto al Padre. 47 En verdad, en verdad os digo: el que cree tiene vida eterna. 48 Yo soy el pan de la vida. 49 Vuestros padres comieron en el desierto el maná y murieron; 50 éste es el pan que baja del Cielo, para que el hombre coma de él y no muera. 51 Yo soy el pan vivo que ha bajado del Cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne por la vida del mundo» (Jn 6, 41-51).
I – El espíritu y la carne son antagónicos
El Evangelio de este décimo noveno domingo del tiempo ordinario, tomado del capítulo sexto de San Juan, nos trae verdaderas maravillas acerca de la Eucaristía. La revelación contenida en él era, sin duda, ardua para los hombres de aquella época, sobre todo para los carnales. Gracias al florecimiento de la fe, en nuestros días suena como la más bella música para los oídos de los católicos que, a pesar de la crisis actual, creen con redoblada fidelidad en el dogma de la presencia real y sustancial de Jesús en la sagrada hostia.
Es interesante notar en este episodio el contraste entre la sublimidad de las enseñanzas del divino Maestro y la reacción pragmática de su auditorio. Se trata de la luz de la verdad que brilla en medio de las tinieblas de la mediocridad y no puede ser eclipsada por ella. Surgen, no obstante, dos cuestiones. La primera consiste en saber la razón por la que Jesús decidió anunciar la Eucaristía a pesar de la indisposición de sus oyentes; la segunda, por qué éstos no estaban nada preparados para escuchar tal revelación.
A medida que analicemos, paso a paso, el Evangelio de hoy, será posible completar las respuestas a estas preguntas.
El hombre espiritual y el hombre terreno
Como paso inicial, hay que tener muy clara la distinción entre los hombres espirituales y los carnales (cf. 1 Cor 15, 45-50).
Los espirituales viven de la fe y, dejándose guiar por el Espíritu Santo, son dóciles a las inspiraciones divinas, que acatan incluso sin entenderlo de inmediato; poseen sed de elevación y aman volar como las águilas. Los carnales tienen miras bajas, como las gallinas, y buscan la felicidad terrena con obstinado desenfreno; en consecuencia, son interesados y, cuando conservan alguna inclinación religiosa, la usan mal, pues manipulan lo sobrenatural para obtener una existencia placentera y segura, sin perspectivas de eternidad.
Hay un contraste entre la sublimidad de la enseñanza del divino Maestro, al revelar la sagrada Eucaristía, y la reacción pragmática de su auditorio
Al respecto, San Pablo nos enseña: «No os engañéis: de Dios nadie se burla. Lo que uno siembre, eso cosechará. El que siembra para la carne, de la carne cosechará corrupción; el que siembre para el espíritu, del Espíritu cosechará vida eterna» (Gál 6, 7-8). Esto significa que el fin eterno de estas dos categorías de almas es inmensamente distinto. La primera, vuelta hacia el Reino de los Cielos, está dispuesta a cualquier sacrificio para conquistar el premio divino. La segunda, encadenada a las pasiones de este mundo, corre tras disfrutes ilusorios, terminando sus tristes días amenazada por el espectro de la condena al infierno.
II – Una invitación a la verdadera vida
Antes de revelar el admirable misterio de la Eucaristía, el Redentor preparó a los discípulos y a la multitud que lo seguía a través de prodigios extraordinarios, que encerraban un mensaje pedagógico de suma sabiduría.
Habiendo cruzado el mar de Galilea, el Señor subió a la cima de un monte y allí multiplicó los panes a favor de los cinco mil hombres que lo acompañaban, sin contar mujeres y niños. Después de este impactante portento, «Jesús, sabiendo que iban a llevárselo para proclamarlo rey, se retiró otra vez a la montaña él solo» (Jn 6, 15), rechazando así la iniciativa de la turba.
Los discípulos, a su vez, partieron hacia la otra orilla del lago. Como se encontraban en dificultades por los vientos contrarios, el Señor apareció caminando sobre el agua y, por su poder, la barca en la que se encontraban llegó a la playa en un instante. Es fácil imaginar el estupor que se apoderó de los Apóstoles, aunque el evangelista no lo mencione explícitamente.
Al darse cuenta de que había ocurrido algo enigmático, ya que los discípulos se habían marchado sin el Maestro y no lo hallaban a éste por ninguna parte, la muchedumbre fue en su búsqueda. Cuando llegaron a Cafarnaúm y vieron a Jesús, se produjo un diálogo de vivo interés:
Los hombres carnales aman las realizaciones concretas que pueden servir a sus propios intereses, pero detestan el vuelo de la fe que los obliga a olvidarse de sí mismos y elevarse a la altura de Dios
«Al encontrarlo en la otra orilla del lago, le preguntaron: “Maestro, ¿cuándo has venido aquí?”. Jesús les contestó: “En verdad, en verdad os digo: me buscáis no porque habéis visto signos, sino porque comisteis pan hasta saciaros. Trabajad no por el alimento que perece, sino por el alimento que perdura para la vida eterna, el que os dará el Hijo del hombre; pues a este lo ha sellado el Padre, Dios”» (Jn 6, 25-27).
La solemne y franca reprensión del Señor revela su fino discernimiento respecto de estos seguidores, que lo buscaban porque se habían quedado satisfechos después de comer pan y no por la naturaleza sobrenatural del prodigio obrado. Así, se caracteriza la «carnalidad» de estos supuestos discípulos, muchos de los cuales abandonarían al Maestro tras la revelación de la sagrada Eucaristía.
En este contexto es donde se inserta el Evangelio de hoy.
Una antipatía instintiva y acérrima
En aquel tiempo, 41 los judíos murmuraban de Él porque había dicho: «Yo soy el pan bajado del Cielo».
El hecho de que los maestros se expresaran de una forma enigmática no era raro en aquellos tiempos, y bastaba que los discípulos indagaran sobre el significado de las palabras pronunciadas para obtener una explicación. Sin embargo, estos judíos sentían antipatía con las palabras del Señor a priori y murmuran contra ellas, sin pedirle ninguna aclaración.
Tal actitud se explica por la oposición acérrima del hombre carnal al espiritual, motivada por una mentalidad profundamente aversa a las cosas del Cielo. En efecto, los hombres carnales aman las realizaciones concretas que pueden servir a sus propios intereses, pero detestan el vuelo de la fe que los obliga a olvidarse de sí mismos y elevarse a la altura de Dios.
Adoradores de la banalidad
42 Y decían: «¿No es este Jesús, el hijo de José? ¿No conocemos a su padre y a su madre? ¿Cómo dice ahora que ha bajado del Cielo?».
Estamos ante adoradores de la banalidad, personas endurecidas en la falsa certeza de que lo extraordinario y lo excepcional nunca suceden. Acostumbrados a la rutina eterna e incesante de lo trivial, se habían vuelto incapaces de creer en grandes intervenciones sobrenaturales, lo que revela una trágica ofuscación de la virtud de la fe en sus almas.
De esta desviación procedían los argumentos sofistas y ridículos usados para desdeñar la divinidad del Señor, que, no obstante, ¡les entraba por los ojos! ¿Cómo ignorar sus impresionantes milagros, su sublime doctrina, su autoridad directa sobre enfermedades y demonios y, ante todo, la misteriosa pero perceptible traslucidez de la gloria del Verbo en la humanidad santísima de Jesús?
En el extremo opuesto de este estado de espíritu está el inmaculado y ardiente Corazón de María. El alma de la Virgen estaba completamente abierta a lo sobrenatural y esperaba con santo fervor la intervención divina en los acontecimientos, como de hecho ocurrió. ¡Procuremos imitarla! Más aún en estos tiempos en los que sólo un presagio del calibre de la Resurrección podrá erguir a la Iglesia, humillada por sus adversarios y denigrada por hijos traidores e inicuos, a alturas nunca imaginadas. Como hijos y esclavos de María, partícipes de su espíritu, mantengamos la cabeza en alto, seguros de una retumbante victoria del bien por vías inesperadas, ¡porque para Dios nada es imposible!
No hay nada más atrayente
43 Jesús tomó la palabra y les dijo: «No critiquéis. 44 Nadie puede venir a mí si no lo atrae el Padre que me ha enviado. Y yo lo resucitaré en el último día».
Con divina altanería, el Señor responde sucintamente: «No critiquéis». Y continúa diciéndoles con elevadas palabras una verdad muy dura, que podría expresarse coloquialmente en estos términos: «No lo comprendéis porque el Padre no os ha atraído hacia mí; por tanto, estáis fuera del número de los elegidos que resucitaré en el último día».
Pero ¿por qué el Padre no los atrajo? Así como un imán, por potente que sea, no puede atraer a la paja, así Dios no puede atraer a los hombres carnales despojados de la gracia. Por consiguiente, eran ellos los culpables del lamentable estado en que se encontraban. «Me sedujiste, Señor, y me dejé seducir; has sido más fuerte que yo y me has podido» (Jer 20, 7), afirmó el profeta Jeremías, dejando claro que es necesaria la cooperación de la voluntad humana secundando la fuerza de atracción divina.
Y a aquellos que se dejan atraer, ¿qué les está reservado? Una eminente doctora de la Iglesia, Santa Teresa del Niño Jesús, lo expresa en términos de un brillo y una osadía insuperables:
«A las almas sencillas no les hace falta utilizar medios complicados. Como soy una de ellas, una mañana, durante la acción de gracias, Jesús me dio un medio muy sencillo de cumplir mi misión. Me hizo comprender estas palabras del Cantar de los Cantares: “Atráeme, y correremos al olor de tus perfumes” (Cant 1, 4). Oh, Jesús, ni siquiera es necesario decir: “Atrayéndome, atrae a las almas que amo”. Esta simple palabra: “Atráeme”, basta.
Quienes se dejan atraer por el Señor tienen el corazón abrasado por el amor divino y, estando íntimamente unidos a Dios, atraen a su vez a otras almas
»Señor, lo entiendo. Cuando un alma se ha dejado cautivar por el embriagador olor de tus perfumes, ya no puede correr sola, todas las almas que ama son arrastradas tras ella. Y esto se hace sin coacción, sin esfuerzo, es una consecuencia natural de su atracción hacia ti».1
Y con un acento aún más lírico, la misma Santa Teresa añade:
«“Nadie, dijo Jesús, puede venir a mí si no lo atrae el Padre que me ha enviado”. A continuación, mediante parábolas sublimes y, muchas veces, sin ni siquiera servirse de este medio tan familiar para el pueblo, nos enseña que basta llamar para que nos abran, buscar para encontrar, y tender humildemente la mano para recibir lo que pedimos… También dijo que todo lo que pedimos al Padre en su nombre nos lo concede. Por eso, sin duda, el Espíritu Santo, antes del nacimiento de Jesús, dictó esta oración profética: “Atráeme, y correremos”.
»¿Qué quiere decir, entonces, pedir ser atraído, sino unirse de una manera íntima al objeto que cautiva el corazón? Si el fuego y el hierro tuvieran entendimiento y éste último le dijera al otro: “Atráeme”, ¿no demostraría que desea identificarse con el fuego de tal manera que éste lo penetre y lo empape con su ardiente sustancia hasta que pareciera una sola cosa con él? He aquí mi oración, querida madre. Le pido a Jesús que me atraiga a las llamas de su amor, que me una tan estrechamente a Él que sea Él quien viva y quien actúe en mí.
»Siento que cuanto más el fuego del amor abrase mi corazón, con mayor fuerza diré: “Atráeme”; y cuantas más almas se acerquen a mí (pobre pedacito de hierro, si me alejara de la hoguera divina), más ligeras correrán al olor de los perfumes de su Amado, pues un alma abrasada de amor no puede permanecer inactiva. Sin duda, como Santa María Magdalena, se halla a los pies de Jesús y escucha sus dulces e inflamadas palabras. Aunque parece que no da nada, da mucho más que Marta, que anda inquieta con muchas cosas y quisiera que su hermana la imitara».2
El premio de la fe
45 «Está escrito en los profetas: “Serán todos discípulos de Dios”. Todo el que escucha al Padre y aprende, viene a mí. 46 No es que alguien haya visto al Padre, a no ser el que está junto a Dios: ese ha visto al Padre».
El Señor hace una clara alusión al don de la fe, mediante el cual el Padre instruye lo más íntimo del corazón de quienes lo escuchan. Y esto sucede en esta vida, como queda patente. Sin embargo, los hombres carnales, fanáticos de la bagatela, dan la espalda a la fe y prefieren revolcarse en el fango blando pero letal de la frivolidad.
47 «En verdad, en verdad os digo: el que cree tiene vida eterna».
Con infinita bondad, Jesús hace brillar ante ellos el fulgor del premio venidero, invitándolos así a rechazar la perspectiva terrena para elevarse a las alturas de la gracia. La consecuencia de la fe es el Cielo; no obstante, para los mediocres esta verdad dogmática no es, en términos prácticos, más que una quimera. Por eso la amonestación del Salvador no dará resultado: ¡muchos de ellos lo abandonarán, por no dejarse atraer por el Padre!
Las palabras más dulces
48 «Yo soy el pan de la vida».
Al oír esta declaración de Jesús, viene a la mente la exclamación del salmista: «¡Qué dulce al paladar tu promesa: más que miel en la boca!» (Sal 118, 103). Aunque resulte difícil elegir cuál de las declaraciones del divino Maestro recogidas en los cuatro Evangelios es la más conmovedora y tierna, sin duda este versículo destaca entre todos con una luminosidad especialísima.
El hecho de que el Verbo de Dios se haya hecho hombre impacta la bondad que traduce. Pero que este Verbo hecho carne se vuelva también alimento… nos deja sin palabras. Se trata de un gesto de amistad tal, con consecuencias tan serias, que va más allá del límite de lo admirable.
¿Somos conscientes del don precioso e insuperable que significa la Eucaristía? ¿O acaso estamos contagiados por la tibieza de la cohorte de los mediocres? En efecto, esa frase del divino Maestro sería suficiente para arrancar lágrimas del corazón más duro. Pidámosle a la Santísima Virgen la gracia de amar cada vez más al sacramento del altar.
Fármaco de inmortalidad
49 «Vuestros padres comieron en el desierto el maná y murieron; 50 éste es el pan que baja del Cielo, para que el hombre coma de él y no muera. 51a Yo soy el pan vivo que ha bajado del Cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre».
Con una cadencia de belleza literaria impar, el Señor compara los efectos del maná con los de la Eucaristía. El primero saciaba los cuerpos imponiendo una templanza benéfica, para que el pueblo recordara que era propiedad del Señor, del cual Él cuidaba como un padre a su hijo. La Eucaristía, sin embargo, contiene al propio Verbo Encarnado, el pan bajado del Cielo para darse como alimento a los pobres pecadores, a fin de garantizarles la vida eterna que es Él mismo. He aquí el fármaco de inmortalidad del que nos hablan los Padres de la Iglesia.
¡Oh arcano insondable, oh bondad infinita, oh promesa infalible de eternidad! A medida que nos alimentamos de este pan, más nos volvemos partícipes de la naturaleza de Dios, llegando a ser de alguna manera otros Él mismo. A los amantes de la Eucaristía les está prometida la vida eterna, en una unión misteriosa, pero eficaz y felicísima, con la propia Trinidad.
«Christus passus»
51b «Y el pan que yo daré es mi carne por la vida del mundo».
En su infinita bondad, el Verbo de Dios encarnado quiso convertirse en nuestro alimento, en un gesto de amor y amistad que va más allá del límite de lo admirable
Si todos los deleites de este mundo no son más que una sombra fútil comparados con la felicidad de sabernos premiados con el don infinitamente valioso de la Eucaristía, también es un deber recordar cuánta sangre le costó al Señor concedernos esta dádiva de sí mismo, haciéndose presente en la sagrada hostia de manera real y sustancial.
En este sentido, cabe indagar el significado de la afirmación contenida en el versículo anterior. Afirma que el sacramento del amor debería estar en relación directa e inseparable con el holocausto de Jesús en la cruz, al cual estuvo asociada la Virgen en calidad de Corredentora.
Al tratar sobre la Eucaristía, Santo Tomás3 recuerda repetidamente que en este misterio está Christus passus, Cristo en su Pasión. Así, el sublime pan de los ángeles, que llena nuestros corazones de consuelo, es Jesús entregado por cada uno de nosotros, muerto por cada uno, resucitado por cada uno. Pidámosle a Nuestra Señora sensibilidad sobrenatural, espíritu de fe y llama de amor a fin de darle el debido valor a este don insuperable que consiste en compartir el cuerpo y la sangre del Señor.
III – ¡Vivamos de la Eucaristía!
Entre las maravillas de Dios, la sagrada Eucaristía ocupa una posición cumbre. Es el misterio de amor más sublime, que eleva el corazón del hombre a las alturas de la fe, abrasándolo en llamas de caridad. No obstante, para alzarse tan alto es necesario secundar la atracción del Padre, al mismo tiempo suave y potentísima, que se dirige a todos los hombres, aunque algunos logren rechazarla.
Los hombres carnales se vuelven insensibles e inamovibles en relación con la atracción de Dios porque están apegados a las cosas de la tierra. Sus espíritus son mediocres, viciados en la trivialidad de la rutina cotidiana, anclados en el pasajero disfrute de esta vida. En la mejor de las hipótesis, son falsos devotos, pues buscan el auxilio divino de forma espuria, con miras a realizar sus ambiciones o saciar sus instintos animalescos. Entre el número de ellos estaban los oyentes de Jesús en aquel sublime discurso a orillas del mar de Galilea y por eso rechazaron sus palabras.
Seamos hombres espirituales, dejándonos atraer por el Padre y viviendo de la Eucaristía; así, formaremos parte de la hilera de almas que reinarán con Cristo por siempre
Los hombres espirituales, a su vez, vuelan como las águilas, hacen del Cielo su meta, quieren sobre todas las cosas agradar a Dios, y sólo a Él. Por lo tanto, se dejan atraer por el Padre de las luces y se regocijan al ser bañados por su fulgor. Esta clase de almas adhiere fácilmente a las verdades de la fe, incluso a las más elevadas, amándolas con todo su ser.
Esta gloriosa cohorte de hijos de Dios vive de la Eucaristía y para ella, la adora frecuentemente, participa con asiduidad del santo sacrificio, acercándose a la comunión llenos de fervor. Son hombres y mujeres estuosos de fe, dispuestos a cualquier sacrificio para ver al Señor triunfando sobre sus enemigos. Y esa bendita hilera de personas era la que el divino Maestro tenía proféticamente en mente al revelar el misterio de su presencia real en las especies del pan y del vino.
Querido lector, únase a los buenos y será uno de ellos. Forme parte de la milicia de la Eucaristía, tenga corazón y alas de águila para volar hasta el pináculo del amor y de la fe, adquiera la fuerza del león para amarlo con todas sus fuerzas y defenderlo con audaz constancia. Entonces, será feliz en esta tierra en medio del combate y reinará con Jesucristo para siempre en el Paraíso celestial. ◊
Notas
1 SANTA TERESA DE LISIEUX. «Manuscrit C», 33v-34r. In: Œuvres Complètes. Cerf-Desclée de Brouwer, 2023, pp. 280-281.
2 Ídem, 35v-36r, pp. 283-284.
3 Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica. III, q. 66, a. 9, ad 5; q. 73, a. 3, ad 3; a. 5, ad 2; a. 6; q. 75, a. 1; Super Ioannem, c. VI, lect. 6, n.º 7; Super Sententiis. L IV, d. 8, q. 1, a. 2, s. 2, c.