Famoso es el hecho histórico ocurrido con el Gran Condé en la batalla contra el ejército español, en Rocroi, cuando tomó su bastón de mando y lo arrojó en medio de los enemigos para animar a los franceses a conquistarlo.
En este episodio, que tanto le gustaba al Dr. Plinio, trasluce un fenómeno psicológico por el cual los soldados, al mirar a Condé y percibir el soplo que lo animaba a realizar aquella jugada, se sintieron movidos por el ímpetu de que serían victoriosos. Si en sus almas no hubiera un «instinto de victoria», alimentado sobre todo por el panache, el élan y la distinción de su comandante, no se habrían lanzado contra las filas opuestas…
Ahora bien, ese efecto de orden puramente natural adquiere proporciones insospechadas cuando se traslada al ámbito sobrenatural. Hay ciertos hombres, asistidos por especiales carismas y dones de Dios, que despiertan en los demás una certeza de victoria mucho mayor que la de Condé en sus tropas. En esos momentos, con la sola mirada de un varón, todo el ser se ve invadido de forma sensible por una gracia de confianza, ¡y sigue adelante!

Luis II, duque de Borbón, príncipe de Condé – Palacio de Versalles (Francia)
La gran prueba de la fe…
Por otro lado, debemos considerar que, en general, a lo largo de la historia de la Iglesia, todos aquellos que tienen un llamamiento específico —ya sea como miembros de una orden religiosa, ya en alguna otra misión de discipulado— pasan por una prueba vocacional muy determinada según la virtud de la fe. Las vías del fundador siempre son recorridas por sus seguidores; y si aquel afrontó grandes perplejidades, pruebas axiológicas y aparentes desmentidos, éstos deberán andar por el mismo camino.
Tomemos el ejemplo supremo, del que derivan todos los demás: Nuestro Señor Jesucristo con sus Apóstoles. ¿Cuál fue la prueba concreta por la que pasaron?
Habían abandonado a sus familias, sus posesiones y sus oficios para seguir a un hombre lleno de vitalidad, fuerza y acción de presencia, que decía ser el Hijo de Dios. El Maestro se puso a recorrer Israel, invitando a quienes encontraba: «Venid en pos de mí» o «Sígueme» (Mt 4, 19; 9, 9). Y así, llamando a pescadores y publicanos, formó un grupo de doce Apóstoles.
Este nuevo profeta obró milagros espectaculares, curando a ciegos, leprosos y paralíticos, resucitando muertos y levantando multitudes tras de sí. Además, les dio a sus discípulos igual poder para curar y expulsar demonios, enseñándoles una doctrina inédita, gracias a la cual pasaron de ser pescadores de peces a pescadores de hombres. Se proyectaron ante sus propias familias y la sociedad judía, hasta el punto de que en el Evangelio consta que la madre de Santiago y Juan, pariente del Señor, le pidió que concediera los principales puestos a sus dos hijos cuando Él restableciera su reino (cf. Mt 20, 20-21), ya que todos suponían que era el Mesías y, por tanto, el rey de Israel.
Sin embargo, tal hipótesis suscitaba temor no sólo en sus conciudadanos —que no lo habían aceptado—, sino también en aquellos que detentaban el gobierno temporal, y por eso querían eliminarlo a toda costa.
Tres o cuatro veces intentaron arrestarlo o apedrearlo, pero escapó de sus manos. Hasta que en determinado momento fue detenido, juzgado sumariamente y entregado al poder civil, por quien fue azotado, condenado y clavado en una cruz, en lo alto de la cual murió…
Ante tales hechos, podríamos preguntarnos: «¿Valió la pena que ese hombre arriesgara su futuro en la plenitud de su madurez, perdiendo la vida a los 33 años?». ¡Parecía que todo había acabado! Sus Apóstoles huyeron… ¡Sólo uno permaneció al pie de la cruz, con su Madre y algunas mujeres!
Para las almas débiles de los discípulos, la crucifixión fue la gran prueba de fe, a la que no fueron del todo fieles. De hecho, habían sido llamados a creer en la divinidad del Señor, como Hijo de Dios vivo, y a entregarlo todo, con miras a establecer la Santa Iglesia Católica Apostólica Romana como sus ministros y máximas autoridades: «Vosotros, los que me habéis seguido, os sentaréis en doce tronos para juzgar a las doce tribus de Israel» (Mt 19, 28).
… que perdura incluso en la victoria
No obstante, el momento en que el Señor exclamó: «Todo está cumplido» y entregó su espíritu, fue cuando ¡todo comenzó! El Hombre-Dios marcó la historia, hasta el punto de dividirla en dos partes: antes y después de Cristo. Y la institución que fundó no sólo estaba destinada a la victoria, sino que se extendería por todo el mundo y, según su promesa, sería inmortal (cf. Mt 16, 18).
Al resucitar por su propio poder, Jesús obró un milagro mucho mayor que todos los realizados anteriormente y todos los que vendrían después. Un hombre que, tras ser asesinado de forma tan brutal e ignominiosa, vuelve a la vida da garantías de que su palabra es verdadera.
Pero, incluso en ese caso, el que no tiene fe es capaz de cuestionar semejante prenda de victoria: ¿qué riguroso testimonio presentaban los Apóstoles de que su Maestro había resucitado? ¿La piedra que cerraba el sepulcro tirada lejos, los centinelas que lo vigilaban caídos en el suelo? Éstos habían sido pagados para que difundieran el rumor de que los discípulos habían robado el cuerpo…
Lo mismo ocurre con relación a la Iglesia. El Señor dio gracias a sus seguidores para que creyeran que esta institución era infalible y alcanzaría la victoria total; pero no dejó ninguna prueba evidente. ¿Cómo demostrar la irreversibilidad de esta obra? ¿Quién podría probar que la Buena Noticia sería predicada hasta los confines de la tierra, a toda criatura? Basta recordar que el poder oficial entre el pueblo elegido estaba en manos de los escribas, fariseos y príncipes de los sacerdotes, que habían ordenado la muerte de Jesús, quienes creaban continuos problemas para la Iglesia naciente, que pronto degenerarían en persecuciones y martirios.
La Esposa de Cristo, en cambio, cruzaría dos mil años y llegaría hasta nosotros. Y aún seguirá atravesando los tiempos hasta el fin del mundo.

«La Resurrección», de Jacopo di Cione – Galería Nacional de Londres
¿Cómo afrontar la prueba axiológica?
Ahora bien, ésa es la vía que la Providencia suele exigir a aquellos hijos de los que se quiere servir para alguna gran misión: sólo revela indicios del éxito de la acción emprendida, sin dar pruebas categóricas e irrefutables, pues, de lo contrario, ¿qué mérito tendrían quienes abrazan la causa del bien?
Peores aún que los impedimentos externos son las pruebas interiores que surgen en ese camino, donde empiezan a aparecer de repente obstáculos que se oponen a la propia esperanza, puesta en el alma por la gracia, de que todo caminaría hacia la gloria. Otras veces, atrapada en la rutina, la persona tiene la impresión de que todas sus previsiones no se cumplirán o tal vez sí, pero no las verá.
En esos momentos, ¿qué hay que hacer? Pedir auxilio a la Santísima Virgen y afrontarlo. Los que recorren las vías proféticas y, en consecuencia, ven a menudo su axiología chocada, nunca deben permitir que esta antiaxiología haga tambalear su convicción.
Por lo tanto, pase lo que pase, en medio de la tribulación y las dificultades, tengamos la alegría que proviene de la convicción de que la causa de Dios vencerá.
Si una muralla se yergue ante nosotros, se abrirá de par en par como un magnífico portal, y seguiremos adelante; si una montaña se interpone en nuestro camino, será quitada. Si debemos cruzar un mar a pie enjuto —incluso sin tener, como San Pedro, la mirada de Nuestro Señor Jesucristo en quien fijarnos—, no prestemos atención a la masa movediza de líquido, pues una vez dado el primer paso, las aguas se secarán o se solidificarán bajo nuestros pies y llegaremos al fin del océano.
Tanto si estamos en la situación de Sansón, solo contra los filisteos, como en la de Gedeón, cuyo ejército fue siendo reducido hasta quedar solamente trescientos hombres, ¡no dudemos! Lo que importa sobre todo es la fe interior, que nace de la unión con Dios, por la cual creemos que nuestros pasos serán victoriosos.
Y si, por el contrario, uno de nosotros está destinado a dar su vida en la batalla, seguirá luchando del otro lado, es decir, en el campo sobrenatural. Conservando esta certeza, aunque muera mañana o esta noche, ya habrá participado en la victoria.
¿Cómo definir la certeza de la victoria?
A lo largo de la historia, siempre ha habido un motivo de esperanza para los buenos. En el Antiguo Testamento, existía la promesa de la venida del Mesías; en el Nuevo Testamento, está la expectativa de la realización de las consecuencias de ese advenimiento, según las palabras de San Pablo, desarrolladas más tarde por la teología: «La creación, expectante, está aguardando la manifestación de los hijos de Dios; en efecto, la creación fue sometida a la frustración, no por su voluntad, sino por aquel que la sometió, con la esperanza de que la creación misma sería liberada de la esclavitud de la corrupción, para entrar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios. Porque sabemos que hasta hoy toda la creación está gimiendo y sufre dolores de parto» (Rom 8, 9-22).
Si la Redención se llevó a cabo para salvar a hombres y ángeles, sus efectos repercutieron igualmente en todo el orden creado. Y llegará un momento en que los astros, las montañas, los lagos y las fuentes serán glorificados a consecuencia de los méritos de la pasión de Nuestro Señor Jesucristo.
Ahora bien, si subimos al mirador más alto del orbe y contemplamos el horizonte que por él se extiende, veremos, por un lado, el caos del mundo: la civilización ha llegado a su última etapa, en la que ya no hay equilibrio ni sentido común, ya no hay educación, ni cultura, ni buenas maneras… Poco queda para que la humanidad instaure el régimen del Infierno en la tierra.
Por otro lado, la inocencia que permanece en nuestras almas nos hace percibir que es imposible que la sociedad humana se mantenga establemente en un estado de rebelión contra el Creador, en el que la moral y las leyes de la naturaleza se violen como lo hacen hoy. Hay un cierto punto hasta el que la Providencia permite que llegue el desorden, pero una vez traspasado ese límite —del que estamos muy cerca— los ángeles, la Virgen y Dios mismo intervendrán, porque Satanás no puede establecer su trono sobre la faz de la tierra, y el orden del universo debe ser restaurado según los designios divinos.
¿Qué prueba hay de que esto sucederá? La prueba para los que tienen fe nos la da el Señor: «Tened valor: yo he vencido al mundo» (Jn 16, 33). Y esta palabra se ve reforzada por el murmullo interior de la voz de la gracia, que se va convirtiendo en una extraordinaria sinfonía en lo más hondo de nuestras almas, proclamando: la disciplina, el ceremonial, la sacralidad, la oración, la sabiduría, el sentido común y el pulchrum, ¡volverán!
Así como Dios restituyó una vez a Job, con creces, todo lo que había perdido (cf. Job 42, 10), tengamos la certeza de que a este Job —nuestra triste humanidad actual— le serán devueltas la virtud, la moral, la vida divina.
¿En qué consiste entonces la certeza de la victoria? En la confianza elevada al grado de convicción.
La confianza es la virtud de la esperanza fortalecida por la fe, de modo que entre esperanza, confianza y certeza de la victoria no hay diferencia de sustancia, sino sólo de grado. La esperanza, como todas las demás virtudes, debe ser practicada. Pero, por nuestros propios esfuerzos, nunca la llevaremos a su pleno extremo. Por eso es importante pedirle a la Santísima Virgen que nos conceda tan preciado privilegio en materia de confianza, infundiéndonos esta convicción.
En la medida en que guardemos en nuestras almas una convicción entusiasta y gozosa, avanzaremos en la práctica del primer mandamiento, pues sólo ama verdaderamente a Dios quien la posee. Ahora bien, si cumplimos el primero, practicaremos todos los demás, compraremos nuestra salvación y alcanzaremos la santidad.

Monseñor João en diciembre de 2004
La certeza del advenimiento del Reino de María
En mi caso, me veo obligado a reconocer que, por una dádiva de la Providencia y una iniciativa misericordiosa de la Virgen —que considero totalmente gratuitas y no conquistada por ninguna oración ni gran mérito personal—, he sido asistido por una gracia fortísima en el ámbito de la fe.
Desde el momento en que conocí al Dr. Plinio en la basílica de Nuestra Señora del Carmen, de São Paulo, el 7 de julio de 1956, se encendió en mi interior, como un relámpago muy claro, la llama de la certeza de la victoria y de que él era un hombre providencial, que pondría el mundo en orden, derrotaría el mal e implantaría sobre la faz de la tierra un régimen por el cual el bien sería colocado en su trono.
A medida que pasaba el tiempo y me beneficiaba del trato con él, esta gracia inicial se volvió más nítida y brillante, y la idea de que él era un gran vencedor de Dios ahondó aún mucho más en mi mente.
Esta certeza inquebrantable, que el Dr. Plinio tenía como participativa de la fortaleza que es Dios mismo, penetró en mí y me acompañó durante toda mi vida, sin abandonarme jamás. Puedo confesar que pasé por pruebas en lo que respecta al cumplimiento de mi misión personal, sobre todo durante los largos períodos en que me acometieron enfermedades mortales, de las que deduje lógicamente que fallecería. Pero no recuerdo haber dudado jamás de la victoria de la causa que él defendía.
Es necesario, por lo tanto, tener esa perspectiva arraigada y anclada en lo más profundo del alma, para que las llamas de nuestra confianza suban hasta las puertas de la Jerusalén celestial, repitiendo la petición del padrenuestro: «Venga a nosotros tu Reino; hágase tu voluntad en la tierra como en el Cielo».
Nuestro objetivo es ver nacer una era histórica mucho más santa y llena de vitalidad sobrenatural de lo que fue el pasado. Un reino erigido con tal belleza, fulgor y brillo que de él se pueda decir: «El Cielo ha sido trasladado a la tierra». Este será el triunfo supremo del Sapiencial e Inmaculado Corazón de María.
En ese sentido fueron las palabras que el Dr. Plinio pronunció al cierre de su última conferencia pública, el 19 de agosto de 1995: «De algo estoy seguro, y tengo la certeza de que todos ustedes lo están. Dentro de “x” años, ya sean cinco, cincuenta o cien, alguien dirá: “No sé qué ha pasado, pero sí sé una cosa: ¡Nuestra Señora ha vencido!».1 ◊
Fragmentos de exposiciones orales
pronunciadas entre 1996 y 2007.
Notas
1 Corrêa de Oliveira, Plinio. Conferencia. São Paulo, 19/8/1995.

