Evangelio del Domingo de Pascua de
la Resurrección del Señor
1 El primer día de la semana, María la Magdalena fue al sepulcro al amanecer, cuando aún estaba oscuro, y vio la losa quitada del sepulcro. 2 Echó a correr y fue donde estaban Simón Pedro y el otro discípulo, a quien Jesús amaba, y les dijo: «Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto». 3 Salieron Pedro y el otro discípulo camino del sepulcro. 4 Los dos corrían juntos, pero el otro discípulo corría más que Pedro; se adelantó y llegó primero al sepulcro; 5 e, inclinándose, vio los lienzos tendidos; pero no entró. 6 Llegó también Simón Pedro detrás de él y entró en el sepulcro: vio los lienzos tendidos 7 y el sudario con que le habían cubierto la cabeza, no con los lienzos, sino enrollado en un sitio aparte. 8 Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado primero al sepulcro; vio y creyó. 9 Pues hasta entonces no habían entendido la Escritura: que Él había de resucitar de entre los muertos (Jn 20, 1-9).
I – Escudriñando el Secreto de María
La alegría de la Resurrección del Señor es un misterio impenetrable para el común de los hombres. ¿Cómo medir la altura, la extensión y la profundidad del gozo casi infinito que inundó el Corazón de Jesús al recuperar su cuerpo y elevarlo al estado glorioso, triunfando de forma definitiva sobre el pecado y la muerte? Se trata de una realidad tan sublime que supera con creces nuestra pobre inteligencia. Pese a ser verdadero hombre, el Señor echa las raíces de su personalidad en la Persona del Verbo por la gracia de la unión hipostática. De esta manera, su identidad es plenamente divina y, por tanto, sus sentimientos y emociones llegan a tal auge de perfección que de algún modo se vuelven inalcanzables para nosotros.
Así pues, para que conozcamos lo más aproximadamente posible el júbilo experimentado por Jesús en la victoria de la Pascua, la divina Sabiduría nos ha dado a la Virgen María, Madre y Cooperadora del Redentor. Nuestra Señora fue una caja de resonancia fidelísima de la inefable complacencia de su Hijo, porque a Él estuvo estrechamente vinculada en toda la epopeya de la salvación.
Arquitectónica Corredención de María
La Santísima Virgen es, en el más alto sentido del término, la Corredentora de los pecadores. Aunque su cooperación en la Pasión de Cristo no fuera per se necesaria, lo fue por voluntad del Padre de las Luces, que en sus divinos arcanos determinó darle al Nuevo Adán una compañera fiel, en contraposición a la primera mujer prevaricadora que arrastró a Adán al abismo del pecado. Por esta razón, los más antiguos Padres de la Iglesia designan a María como la Nueva Eva, toda santa, inmaculada y obediente. Su cooperación reparó de la forma más bella la falta de la primitiva pareja, culpable de rebeldía y causante de las desgracias de la humanidad.
San Juan, en su Evangelio (cf. Jn 19, 25-27), insiste en subrayar el papel compasivo de la Virgen Madre a la sombra de la cruz. Permaneció en pie presenciando el sacrificio del Cordero de Dios y, con espíritu sacerdotal, lo ofreció al Padre celestial haciendo un acto de suprema sumisión. Los atroces dolores del Hijo fueron compartidos por la Madre, que junto a Él se inmolaba con ardiente deseo de arrancar de las inmundas garras de Satanás a las almas atadas por el pecado y esclavizadas por la muerte.
Unidos en el dolor, inseparables en la victoria
En consecuencia, los Corazones sufrientes de Jesús y de María, unidos y como unificados por los mismos padecimientos y por idéntica caridad, debían experimentar al unísono las consolaciones de la Resurrección. Por eso, numerosos santos afirman que la Virgen fue la primera en encontrarse con el Señor aquella madrugada cargada de bendiciones de la verdadera Pascua.
Sin embargo, nuestra piedad filial nos lleva más allá. Por el estrecho vínculo sobrenatural existente entre ambos y por el don de la permanencia de las especies eucarísticas, ciertamente María Santísima siguió paso a paso, en su interior, todos los episodios de la Pasión de su Hijo, así como la Resurrección. Después debió haber recibido la visita de Jesús pleno de vida y de regocijo, siendo entonces su espíritu maternal colmado de las más sublimes alegrías.
En esa contemplación del Corazón jubiloso de María, abrazado dulcemente por su Hijo triunfador, es donde podemos elevarnos a la altura del magno acontecimiento que hoy consideramos.
II – Los primeros signos de una victoria anunciada
El Evangelio de este Domingo de Pascua presenta de manera sucinta los primeros indicios de la Resurrección, percibidos con dificultad por los discípulos y las Santas Mujeres. En efecto, se trataba de corazones demasiado terrenales e imperfectos hasta ese momento, que no estaban aún preparados para abrirse al fulgor del evento más grandioso de la historia.
Esta dureza de espíritu se hace evidente en la narración del episodio de la Transfiguración que nos hace San Marcos (cf. Mc 9, 2-13). Después de su manifestación en lo alto del monte, Jesús les impuso a los tres testigos escogidos reservas sobre lo sucedido, hasta que Él resucitara de entre los muertos. Los apóstoles obedecieron al Maestro, sin comprender, no obstante, qué significaba esa referencia a la resurrección de entre los muertos. Más adelante, en el mismo Evangelio (cf. Mc 9, 31-32), el Señor les revela a todos los discípulos su futura muerte y resurrección. Tampoco entendieron lo que se les estaba anunciando y tenían miedo de preguntar.
Será, con toda seguridad, gracias a la convivencia con la Corredentora cuando San Pedro y San Juan, así como los demás discípulos, abrirán sus ojos nublados por la tristeza a la maravilla divina que acababa de ocurrir. Si bien que sus limitaciones nos servirán de peldaños para ascender hacia la perfección del gozo que conmovió, con ímpetu irresistible, lo más hondo del Inmaculado Corazón de María.
Un amor fogoso, pero imperfecto
1 El primer día de la semana, María la Magdalena fue al sepulcro al amanecer, cuando aún estaba oscuro, y vio la losa quitada del sepulcro.
Santa María Magdalena es un personaje de extraordinaria riqueza. Pecadora arrepentida después de tristes reincidencias (cf. Lc 8, 2), muestra una humildad y un amor ardientes al regar los pies de Jesús con lágrimas sinceras y delicado perfume (cf. Lc 7, 37-38). En Betania, protagoniza el episodio relatado por San Lucas, en el que el Señor reprende la inquietud de Marta, su hermana, atareada en servir a los huéspedes, y exalta a María por haber escogido la mejor parte (cf. Lc 10, 38-42). Y para culminar una convivencia asidua y maravillosa con el Redentor, presencia la resurrección de su hermano, Lázaro, que, muerto hacía cuatro días, sale de su tumba andando por sí mismo, ante numerosos testigos estupefactos con el poder del divino Taumaturgo.
Ella es quien, cubierta aún por el manto de la noche, se dirige con presteza al sepulcro, llevada por el fogoso y casto amor que le tributaba a Jesús. Y si es admirable esta actitud, por otra parte, nos asombra el hecho de que María Magdalena ni siquiera sospechara que el Maestro no podía yacer entre las garras de la muerte, habiéndola derrotado en numerosas ocasiones. La llama de la caridad ardía en su alma, pero de modo imperfecto, por tener una fe aún vacilante.
Tal virtud, por el contrario, brillaba con esplendor sereno y vigoroso en el Corazón Inmaculado de María. Como reza la liturgia, la Virgen permaneció fiel junto al «altar de la cruz»,1 sostenida por la esperanza de la Resurrección. Su fe en esta circunstancia, la más dramática que los siglos han conocido, es calificada de intrépida.2 Se trataba de una fe multiplicada por la fe, un auge de certeza del éxito en medio del valle profundo y oscuro del aparente fracaso. Bien se puede afirmar que las tinieblas del Viernes Santo fueron derrotadas por la luz marial que brillaba en su interior, confirmándola en la convicción absoluta de un triunfo próximo, retumbante y completo.
Esta fe audaz hizo de la Virgen la dama más valiente de la historia. Las mujeres providenciales del Antiguo Testamento —como Judit, Ester o Débora— y también las mártires más intrépidas que iluminaron el firmamento de la Iglesia con su valentía, deben su espléndido don de fortaleza a la intercesión de la Virgen de las vírgenes, que venció con Jesús al príncipe de este mundo y a sus secuaces. Incluso la osadía de Santa Juana de Arco, la virgen guerrera de Domrémy, envuelta en esplendores de color azul y plata, no es más que una participación de la valentía de aquella que es «bella como la luna, brillante como el sol, terrible y majestuosa como un ejército formado en batalla» (Cant 6, 10 Vulg.).
Así pues, la visión de la piedra quitada de la entrada del sepulcro, que tanto aturdió a María Magdalena, en modo alguno podría dejar chocado el espíritu cristalino y luminoso de Nuestra Señora. Confortada por la visita de Jesús, que la consoló mostrándose más fulgurante y filial que nunca, Ella exultaba en su alma con una alegría incomparablemente superior a los desgarradores dolores de la Pasión.
Sin la luz de la fe, todo son tinieblas
2 Echó a correr y fue donde estaban Simón Pedro y el otro discípulo, a quien Jesús amaba, y les dijo: «Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto».
Llama la atención que María Magdalena saliera en busca de San Pedro y de San Juan y no de la Virgen. Por algún motivo misterioso, Nuestra Señora vivía los acontecimientos vinculados a la Resurrección en un cierto aislamiento. Quizá la incredulidad de los discípulos les impidiera procurar su presencia y pedir su consejo.
La falta de fe de la Magdalena hacía que todo fuera tinieblas en su espíritu. El hecho de que el sepulcro estuviera abierto, en vez de constituir un signo de la victoria de Cristo, se le presentaba como el resultado de un robo sacrílego: habrían sustraído el cuerpo del Señor y dejado en un lugar desconocido. Consecuencia de este estado de alma fue la agitación febril con que corrió a fin de comunicarles a los apóstoles la noticia.
La Virgen permanecía en esos momentos en una paz inefable, iluminada por un gozo sacro y elevado. Tal vez fuera confiriendo en su corazón las profecías sobre la muerte y resurrección de su Hijo, las cuales se habían cumplido admirablemente y componían en su espíritu un maravilloso vitral atravesado por los rayos del auténtico Sol invicto.
Cuando el resplandor de la esperanza no ilumina las almas, todo se oscurece y no hay poder terrenal capaz de disipar las sombrías tristezas de los corazones. Sírvanos de lección para nosotros, inmersos en un mundo tomado por las efímeras comodidades y seguridades derivadas de toda clase de avances científicos y tecnológicos, que le dio la espalda a cualquier perspectiva de eternidad. Vivir sin fe equivale a reducir la humanidad a una nueva era de las cavernas, en donde sucedáneos de luz engañan a una multitud de individuos embaucados por el mito del progreso. No obstante, los crecientes niveles de trastornos psicológicos fruto de la ansiedad, depresión y delirio, muestran cómo la voluntad humana aspira a un amor infinito, que sólo Dios puede conceder.
Antes y después de María
3 Salieron Pedro y el otro discípulo camino del sepulcro. 4 Los dos corrían juntos, pero el otro discípulo corría más que Pedro; se adelantó y llegó primero al sepulcro; …
Los dos discípulos parten a toda prisa, sin la mínima reflexión, en dirección al santo sepulcro. En cierto modo, eran culpables de la ceguera de los demás, puesto que San Pedro había sido constituido como príncipe de los Apóstoles y San Juan había recibido como herencia la custodia de la Virgen. Ambos tan sólo veían la realidad concreta; la óptica de la fe no brillaba en sus corazones. Debían haber sido los abanderados de la esperanza, pero se dejaron contagiar por el nerviosismo de la informante y salieron, raudos, a ver con la vista de la carne lo que la mirada interior no podía contemplar.
En este punto, destaca el papel de Nuestra Señora como portadora de la antorcha de la certeza durante el momento terrible de la prueba. Cuando los pilares de la Iglesia eran sacudidos por el cruel desmentido de la cruz, una llama ardía con intensidad admirable: era la Santísima Virgen la que, con fidelidad adamantina, custodiaba intacto en su Doloroso e Inmaculado Corazón el admirable depósito de la fe. Ella fue el arca venerable que, en medio del diluvio de la Sangre del Calvario, albergó el fuego sagrado de la verdad, el cual en Pentecostés se transformaría en un incendio irresistible, extendiéndose por los cuatro rincones de la tierra.
Vemos, por tanto, cómo es posible considerar un antes y un después de María en la historia de la Iglesia. Sólo a través de Ella quiso su Hijo derramar sus mejores gracias sobre los Apóstoles y sobre la Iglesia.
Caridad jerárquica
5 e, inclinándose, vio los lienzos tendidos; pero no entró.
San Juan supo honrar la venerable edad de San Pedro, pero principalmente su condición de jefe de la Iglesia. El hecho de no querer entrar en el sepulcro antes que él indica una actitud respetuosa, que subraya el carácter jerárquico de la caridad cristiana, la cual, al contrario de la demagogia igualitaria, prima en la observancia del orden instituido por Dios en todas las realidades creadas y, de manera especial, en el Cuerpo Místico de Cristo.
Dicha actitud, sin duda, le obtuvo al Discípulo Amado gracias preliminares a la fe en la Resurrección. En ella se percibe la influencia de María Santísima, quien en su profunda humildad se complacía en honrar toda clase de superioridad, olvidándose de sí misma y de sus regias prerrogativas.
El primer indicio de la Resurrección
6 Llegó también Simón Pedro detrás de él y entró en el sepulcro: vio los lienzos tendidos 7 y el sudario con que le habían cubierto la cabeza, no con los lienzos, sino enrollado en un sitio aparte.
Finalmente San Pedro alcanza a San Juan y, sin titubear, entra en la tumba, acción prohibida a los judíos. Ve las vendas de lino que envolvieron el cuerpo —un «gran tejido», según traducciones más recientes de los originales griegos, lo que permite identificarlas con la Sábana Santa de Turín— y observa que el sudario que fue puesto en el rostro de Jesús estaba en un lugar aparte.
Ahora bien, si unos ladrones hubieran robado el cuerpo, no se habrían tomado el cuidado de quitar los lienzos ni de plegar el sudario mortuorio. ¿Qué significaba todo esto? Pedro consideró esos detalles, aunque no descubrió en ellos el primer indicio de la Resurrección. Si en aquel momento hubiera analizado los lienzos —la Sábana Santa—, al ver las marcas discretas pero inconfundibles del divino Maestro habría caído de rodillas y de sus labios brotado la más bella confesión de fe. Sin embargo, el miedo que la situación bochornosa le provocaba dejó paralizado su espíritu.
Absolutamente diferente habría sido la actitud de Nuestra Señora: propensa a adorar cualquier vestigio de su divino Hijo, habría venerado aquellas reliquias con torrentes de entusiasmo y, ante sus ojos, se revelaría el extraordinario secreto que la Sábana Santa contenía. ¡Solamente vuelan las inteligencias que se dejan llevar por las alas de la convicción de la victoria!
Se enciende la llama de la fe, por la influencia de María
8 Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado primero al sepulcro; vio y creyó. 9 Pues hasta entonces no habían entendido la Escritura: que Él había de resucitar de entre los muertos.
Los discípulos no lo comprendían porque les faltaba la principal herramienta para escudriñar la Sagrada Escritura: la virtud de la fe. Cuánta dureza de corazón nos indica tal carencia. Jesús había revelado con claridad cuál sería el final de su vida en esta tierra, subrayando que vencería para siempre al demonio y a la muerte. No obstante, el deseo de considerar al divino Maestro según las empañadas influencias de la opinión pública dominante los volvió sordos a las profecías del Hijo de Dios. La falta de fe engendra superficialidad de espíritu, vicio al que se le suma infaliblemente la pusilanimidad.
Juan, el apóstol mariano por excelencia, fue el primero en creer. Aquellos signos le sirvieron de chispa divina para reavivar la llama de la fe en su alma. Vio y creyó, sin duda por la benéfica influencia de la maternidad espiritual de la Santísima Virgen, que se ejercía de forma especial sobre el Discípulo Amado desde que éste la había recibido como herencia en el Calvario.
III – La Pascua a la luz de María
Nuestra Señora siempre fue un mar de recogimiento profundo, trasparente y virginal. Ella guardaba y confería en su corazón cada gesto y cada palabra de su divino Hijo, con una sed infinita de comprender y de amar el significado de los más variados matices que sobre Él iban siendo revelados. De este modo, su espíritu se volvió perseverante, fuerte, resistente. Ella permaneció de pie junto a la cruz, acompañada únicamente por las Santas Mujeres y San Juan, que por Ella nutría un filial cariño. Los demás discípulos se mantuvieron distantes y medrosos.
Sólo María pudo con toda propiedad sufrir con el Cordero Inmaculado y unirse a Él en el sacrificio que hacía de sí mismo. La Virgen fue, de alguna manera, víctima con la suprema Víctima y sacerdote con el divino Sacerdote. No es un sacerdocio sacramental, como el de los obispos y presbíteros, sino una participación directa en el propio sacerdocio de Jesús, sumo pontífice de la nueva y eterna alianza, quien, en este caso particularísimo, le daba la prerrogativa de, al consentir en cada paso de la Pasión de su Hijo, fuera Ella misma en cierto modo la que lo ofrecía al Padre. Nuestra Señora se convirtió, por tanto, en Corredentora con el Redentor, gloria quizá superada solamente por la maternidad divina.
Y si ardua fua la lucha, altísimo fue el premio e indecible la alegría. Contemplando este gozo mariano que se encendió en el preciso momento en el que el Señor de la gloria retomaba su cuerpo, podemos elevarnos a la felicidad sin límites que inundó para siempre el Corazón Sacratísimo de Jesús en el domingo más hermoso de la historia.
Una Iglesia marial
A la vista de este Evangelio y de la discreta referencia a la fe de la Santísima Virgen que se descubre en sus entrelíneas, surge una cuestión de capital importancia con respecto al futuro de la Iglesia.
Si el papel de María, Madre de Dios y nuestra, fue crucial con ocasión de la Pasión, Muerte y Resurrección del Señor, en el sentido de manifestar con un esplendor único la virtud de la esperanza, tan ofuscada en el espíritu de los discípulos, ¿cuál será su misión en la actual coyuntura, en que la verdad revelada es olvidada, ridiculizada e incluso pisoteada por lobos disfrazados de pastores?
Además, si Jesús quiso que el don precioso de la fe fuera conservado por su Madre cuando todos vacilaban, ¿no le habrá consagrado a Ella la tarea de velar con maternal solicitud por la integridad de la fe de los «Apóstoles de los últimos tiempos», anunciados por profetas de la talla de San Luis María Grignion de Montfort? ¿Y cómo será esta virtud en hombres y mujeres llamados a esperar contra toda esperanza? En vista de las consideraciones hechas anteriormente, se puede presagiar una fe toda marial y, por tanto, una fe audaz, invencible y gloriosa; una fe ardiente, que incendiará el mundo y renovará la faz de la tierra, inundándola de exultación.
De esta fe nacerá una Iglesia marial, capaz de atraer irresistiblemente a las almas que se conviertan ante las manifestaciones imponentes de la misericordia y de la justicia de Dios; una Iglesia que, como Nuestra Señora, será guerrera indomable y, con la fuerza que le vendrá del Espíritu Santo, expulsará hacia los antros infernales a Satanás y sus secuaces; una Iglesia radiante de santa alegría, animada de entusiasmo divino, que con la sonrisa de la Virgen Madre iluminará de forma irresistible el universo entero. ◊
Notas
1 LA VIRGEN MARÍA JUNTO A LA CRUZ DEL SEÑOR (I). Oración sobre las ofrendas. In: CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAÑOLA. Misas de la Virgen María. Misal. Madrid: Libros Litúrgicos, 2012, p. 73.
2 Cf. BENEDICTO XVI. Acto de veneración a la Virgen Inmaculada en la plaza de España, 8/12/2007.