Había un aspecto del alma de Dña. Lucilia que se expresaba de la siguiente manera. Como poseía un amor maternal propenso a abarcar un número indefinido de hijos, cuando aparecía alguien aun inclinado vagamente al bien y en la edad de ser hijo o nieto suyo, esta tendencia materna hacia la persona se manifestaba de inmediato.
Ese aspecto, que unas veces alcanzaba un círculo más pequeño, otras, uno más grande, era la extrema dadivosidad de una madre.
Alegría de dar
Uno tiene la impresión de que si ella hubiera poseído todos los bienes de un Rockefeller o de un zar de Rusia y le hubieran permitido usarlos, habría arruinado su fortuna por su propensión a dar, y no sólo a los necesitados. Porque no se trataba únicamente de encontrar a alguien con necesidades y socorrerlo. Eso ya lo hacía. Es otra cosa diferente: dar por la alegría de ver a esa persona recibir lo conveniente y, más aún, incluso lo superfluo, siempre que no fuera un superfluo estúpido y sin sentido.
Su gozo estaba en ver a su beneficiario alegrarse y en comprobar cómo ese beneficio era lo apropiado, lo adecuado, cómo quien lo recibía estaba bien atendido, aunque esa persona no tuviera ninguna relación con ella.
Si ella tuviera los bienes de un zar de Rusia y le dejaran usarlos, arruinaría su fortuna por su propensión a dar lo necesario e incluso lo superfluo
Por ejemplo, si Dña. Lucilia supiera que en Groenlandia había una mujer muy rica que se pondría muy contenta si pudiera enseñarles a sus amigas unas orquídeas de Brasil, y mi madre tuviera una forma de hacérselas llegar, sin ninguna retribución —comerciar era una posibilidad que no se le pasaba por la cabeza—, y esa señora le escribiera después una carta contándole lo mucho que se había alegrado, mi madre se quedaría contentísima, le mostraría la misiva a un grupo de personas y comentaría lo sucedido, simplemente porque aquella mujer se había alegrado con el regalo.
Por lo tanto, Dña. Lucilia también tenía la tendencia de dar lo que era suyo para beneficiar a una persona que tenía mucho más, sin pensar en lo siguiente: «Esto me lo guardo para mí, porque ella ya lo tiene». Esa idea ni siquiera se le pasaba por la cabeza. Al contrario: «Va a hacerla feliz, tenga».
Era una tendencia con tal apertura que su bondad relucía con una forma peculiar de alegría —ella no era una persona llamativa—, tan intensa y tan radiante que a mí me hacía bien —entiéndase, a cualquiera le haría bien mirar esa bondad—, porque esto me descansaba de lo que ya empapaba a mi generación, que es la alegría egoísta de recibir.
¿No poseía la alegría de recibir? Sí, pero mucho menos que el gozo de dar. Su alegría de recibir se hallaba más en la manifestación de afecto del que daba que en el regalo en sí. Lo cual tampoco es común hoy en día. Actualmente, quien recibe algo piensa: «Me diste esto, lo agarro; es algo de lo que ahora soy dueño».
Elogiaba a los hijos de otros parientes y no los suyos
Recuerdo, por ejemplo, cuando yo era pequeño —los niños reflexionan más sobre las cosas de lo que parece— y ella nos contaba historias a mi hermana, a mí y a mis primos.
Eran narraciones de cuentos de Alejandro Dumas, depurados naturalmente, y cosas de ese estilo. Un sobrino o una sobrina le hacía una pregunta. Si la indagación a sus ojos revelaba más inteligencia, un temperamento más interesante o, muy principalmente, buen espíritu, su alegría era tal que cabría preguntarse si sería mayor si fuera con su hijo. Su contento era tan grande que, después de contar la historia, iba al comedor —en aquellas casas antiguas, eran habitaciones enormes— y les decía a todos:
—¿Saben lo último? Fulana de tal ha dicho esto y aquello.
Todos se reían. Y era la hija de otro…
Una conjetura que ella no haría sería la siguiente: «Si tal mujer elogia a mis hijos, yo elogiaré a los suyos; si no los elogia, yo tampoco los elogiaré». Para estos cálculos mezquinos, existía en ella una incapacidad de hacerlos, no tendría ningún movimiento de alma en esa dirección, así como una buena mujer corriente —hoy no garantizo nada, pero una de hace veinte años— no cometería un infanticidio, es algo que no sucedería.
Así pues, noté que era más cauta al elogiar a sus hijos que a los de los demás. Y llevando la delicadeza de alma a este punto: «Si mis hijos tienen tales cualidades y lo digo, los otros pueden sentirse doblegados, con envidia. Un día estas cualidades aparecerán, no necesito estar hablando de ellas».
Estructura de cada biografía
¡Qué diferente era eso del mundo, ya en aquella época! Y lo que existe hoy en día es una especie de blasfemia continua contra este estado de espíritu. Para los chicos y chicas que se ven por las calles, ni se considera. Pero en mi juventud era quizá de un egoísmo más feroz. Las personas, que estaban mucho mejor constituidas, no digo moralmente, sino psíquicamente, sufrían menos y eran bastante más víctimas de la ilusión de que es posible construir una felicidad terrena agrupando cosas alrededor de uno mismo y gozar de ellas. Y todo el estilo de vida favorecía eso.
Porque, en tal atmósfera, la apertura de alma de Dña. Lucilia era ésa. Si ella llegaría a arruinar a un zar, háganse una idea de su acción ante Dios, si el Creador no fuera infinito para resistir a la corte más despilfarradora que jamás haya existido, que es la corte celestial, donde todos viven de dar y de dar a fondo perdido.
Doña Lucilia seguía la vida de las personas como si fueran cuentos, entendiendo en profundidad la estructura de cada biografía
A menudo al acto de caridad se le considera así: fulano de tal se encuentra con un mendigo en la calle, le da algo de dinero, el indigente se marcha y el acto de limosna cesa. Con ella no era así. Había una particularidad por la que Dña. Lucilia seguía la vida de las personas como si fueran cuentos, con la idea de la estructura de cada biografía y de un cierto sentido que de ahí se desprendía, no sólo los hechos —cuando éstos tenían un significado especial—, porque a veces eran hechos muy pequeños. Aquello para ella tenía un perfume propio.
Ella poseía mucho sentido de la vida. Si algo caminaba hacia una ascensión y, en cierto momento, pasaba por una prueba y subía, era muy feliz de poder contarlo. Sin embargo, si caía, le gustaba mucho llamar la atención sobre los motivos de la caída, no sólo para formar a las personas, sino contemplativamente para ver el orden de las cosas y cómo Dios deseaba ese orden.
Una esposa fiel que sufrió un gran infortunio
Doña Lucilia contaba el episodio de una mujer de buena familia y muy rica, cuyo marido se metió de repente con malas compañías. Empezó a gastar dinero a raudales; la gran fascinación de aquel tiempo era la ruleta. Además, cayó en el adulterio. La esposa veía esto y se sintió muy apenada, enojada, pero no le quedaba otra que aguantar, con la pasividad suave y sublime de las mujeres fieles de aquel tiempo.
En cierto momento, el hombre tuvo que vender la casa donde vivía para saldar sus deudas. Lo único que le quedaba era una hacienda que tenía en el interior. Así que se fue con su mujer y sus hijos al interior, con el fin de administrar la hacienda, poniéndola a rendir al máximo para pagar las deudas.
O la vida es una dedicación superior o no es nada. Éste era el rasgo distintivo de mi madre y el motivo por el que era poco comprendida
Al cabo de varios años, le dijo a su esposa:
—Ya hemos ahorrado todo lo necesario para ir a São Paulo a pagar las deudas. Con esto se plantea la posibilidad de, con más ahorros, comprar una casa en São Paulo e instalarnos allí nuevamente.
Ella, contenta con poder pagar las deudas, le hizo la maleta a su marido. Por la tarde marchó hacia la ciudad, donde cogería el tren para São Paulo al día siguiente.
Por la mañana, cuando él ya debería haber tomado el tren, para su sorpresa su marido aparece destrozado, abatido. Angustiada, le pregunta:
—¿Por qué no fuiste a São Paulo?
—Verás… Por la noche organizaron una partida, ¡y por la mañana ya no me quedaba nada!
Al lado de la casa donde se encontraban había un camino entre una hilera de árboles. Ella salió corriendo hacia allí hablando en voz alta… Se había vuelto loca. ¡No es para menos!
Él se llevó a su familia a São Paulo, donde consiguió un trabajillo y «vegetaba» con su esposa e hijos. Sin embargo, le apareció cáncer en la lengua, de la que le cortaron un trozo, pero con el tiempo la enfermedad atacó la laringe y murió.
Esta señora se quedó con sus hijos, pero de vez en cuando tenía que ir al hospicio, donde pasaba cierto tiempo. Luego los médicos le informaban que estaba mejor y mandaban que fueran a buscarla. Permanecía un tiempo en casa y cuando sentía que estaba empeorando, avisaba:
—Mirad, percibo que me vuelve la locura. Es mejor que me llevéis antes de que tengáis que hacerlo por la fuerza.
Era un drama.
Intercesora adecuada para construir la estructura de la vida
Doña Lucilia lo narraba participando del drama y viendo la estructura de los acontecimientos, el juego de la vida, la acción de la Providencia. Lo contaba tomándose muy en serio todo lo que había pasado, destacando cómo aquel hombre había sido malo.
Narro esto para recordar cómo mi madre tenía la idea de la estructura de las biografías. Ahora bien, quien de tal manera nota la estructura de la existencia de las personas es sensible a que alguien le pida que cuide la estructura de su propia vida. Es una acción en profundidad, destinada a ayudar al individuo a llevar el peso de su estructura.
Y con la siguiente noción: la vida o es una dedicación superior o no es nada. ¿Dedicarse a qué? He aquí el problema de la estructura. Pero la vida debe ser una dedicación superior. Éste era el rasgo distintivo de Dña. Lucilia y el motivo por el cual era poco comprendida.
A veces algunas personas me preguntan: «¿Qué tenía Dña. Lucilia de contrarrevolucionario?». Ante todo, el hecho de ser católica, pues lo era profundamente. Pero veo más Contra-Revolución en tener el alma así, que en una persona con ideas sociopolíticas muy acertadas, pero con reservas de egoísmo, a partir de las cuales nada de acertado se construye. Se entiende cómo ella es una intercesora idónea para construir la estructura de la vida. Porque formar esto ya es una estructura.
El Sagrado Corazón de Jesús era para ella, muy a justo título, el modelo perfecto de eso. Más que el modelo, era la fuente de la que manaba para los hombres la capacidad de ser así. Por lo tanto, ¿quieres ser así? Contempla al Sagrado Corazón de Jesús.
No obstante, lo repito, en ella siempre se sentía la alegría de dar, espontánea, abrumadora.
Un médico famoso tocado por la virtud de Dña. Lucilia
Cito un episodio más, ocurrido con el Dr. August Karl Bier.1 Era un médico de fama internacional y le envió, desde Alemania, una fotografía suya ya anciano, después de la Primera Guerra Mundial.
El Dr. Bier se dedicó mucho a Dña. Lucilia y parecía tenerle cierto cariño, aun siendo protestante. Parece que se dejó tocar por su virtud, pues tenían muy buenas relaciones.
Durante la guerra, las relaciones entre Alemania y Brasil se rompieron, y mi madre decía de vez en cuando:
—¡Y mi Dr. Bier! ¿Qué habrá sido de él?
Tan pronto como fue posible restablecer las relaciones, le escribió una carta al Dr. Bier, preguntándole cómo estaban la Sra. Bier y sus hijos, y si la necesitaban para algo.
El Dr. Bier le respondió diciendo que se había quedado completamente sordo porque una bomba había explotado cerca de él, perforándole ambos tímpanos. A pesar de esta limitación, su salud estaba íntegra. Y si quería ser amable con él, que le mandara un paquetito de café, porque no tenían ese producto allí.
Ella consiguió un saco entero de café —algo grande y caro, de transporte difícil— y encontró la manera de hacérselo llegar al Dr. Bier, junto con una carta lo más amable posible.
Entonces él le escribió una misiva agradeciéndoselo y luego cesó la correspondencia. De hecho, después de un tiempo se enteró de que el Dr. Bier había fallecido.
Una princesa rusa afligida le pide consejo
Otro ejemplo, el episodio que tuvo lugar en París con una princesa rusa, hospedada en el mismo hotel en el que estábamos nosotros, con ocasión del viaje de 1912.
Se encontraba en la misma planta que mi madre, se veían con frecuencia, pero no se saludaban. En cierto momento, la princesa le dijo a mi madre, hablando en francés:
El Sagrado Corazón de Jesús era para ella el modelo perfecto de ese estado de espíritu, y la fuente de donde manaba la capacidad de dedicarse a los demás
—Señora, discúlpeme, pero veo que usted es una persona tan buena, tan compasiva, querría que usted me ayudara.
Lo decía llorando. Ya pueden imaginar enseguida la compasión de mi madre, que le preguntó:
—Pero ¿qué le pasa?
La princesa afirmaba que un médico le había diagnosticado cáncer y estaba desesperada. Entonces mi madre le dijo:
—No perdamos la cabeza por eso. Los médicos a veces hacen diagnósticos erróneos. Debería acudir usted a tal médico que tiene una reputación extraordinaria en el diagnóstico. ¡Consulte a este médico!
La princesa lloraba mucho y mi madre la tranquilizaba, dándole consejos, animándola a que rezara. Quedó agradecidísima. Poco después, cuando llegó el momento de que Dña. Lucilia regresara a Brasil, ambas se despidieron, y mi madre le dejó su dirección. Transcurrido cierto tiempo, llegó una carta de la princesa a mi madre, en la que la noble rusa decía:
«Quería agradecérselo enormemente. No se imagina usted cómo la solución para mí fue ese tal médico, el cual me hizo varias pruebas, pidió una radiografía y ésta desmintió por completo el diagnóstico del médico parisino. Puedo dar el caso por resuelto, gracias a su excelente intervención…».
Sin duda, la comunicación de bondad de Dña. Lucilia le produjo cierto efecto de calma, y trajo consigo como una promesa de curación hecha por la Providencia.
Sin embargo, éste era un episodio que no contaba delante de nadie. Mi madre no me pidió reserva, pero me lo dijo en un momento en que estábamos conversando a solas, y no solía repetirlo. ◊
Extraído, con adaptaciones, de:
Dr. Plinio. São Paulo. Año XXIII.
N.º 267 (jun, 2020); pp. 6-11.
Notas
1 Médico que operó a Dña. Lucilia en 1912, en Alemania, en una cirugía de extracción de vesícula, muy delicada en aquella época.