He aquí que María deja ya la tierra; y acordándose de tantas gracias como allí recibió de su Señor, la mira con afecto y compasión a la vez, por dejar en ella tantos pobres hijos expuestos a tantas miserias y peligros. He aquí cómo Jesús le tiende la mano, y la bienaventurada Madre ya se levanta en el aire, y atraviesa las nubes y las esferas. He aquí que llega ya a las puertas del Cielo. Cuando los monarcas hacen su entrada para tomar posesión del reino, no pasan por las puertas de la ciudad, sino que o se quitan éstas, o pasan por encima de ellas. Por esto los ángeles cuando Jesucristo entró en el Cielo decían: «Levantad, oh príncipes, vuestras puertas, y elevaos, oh puertas de la eternidad, y entrará el Rey de la gloria» (Sal 23, 7). Del mismo modo ahora que María va a tomar posesión del Reino de los Cielos, los ángeles que la acompañan gritan a los de dentro: Presto, oh príncipes del Cielo, levantad, quitad las puertas, porque ha de entrar la Reina de la gloria.
Pero he aquí que entra ya María en la patria bienaventurada; y al entrar y al verla tan hermosa y rodeada de gloria aquellos espíritus celestiales, preguntan a los ángeles que vienen de fuera, como contempla Orígenes: ¿Quién es esta criatura tan bella que viene del desierto de la tierra, lugar lleno de espinas y abrojos, pero que viene tan pura, tan rica de virtudes, reclinada sobre su querido Señor que se digna con tanto honor acompañarla? ¿Quién es? —contestan los ángeles que la acompañan. Ésta es la Madre de nuestro Rey, es nuestra Reina, es la bendita entre las mujeres; la llena de gracia, la santa de las santas, la amada de Dios, la Inmaculada, la paloma, la más hermosa de todas las criaturas. Y entonces todos aquellos bienaventurados espíritus empiezan a bendecirla y alabarla cantando con más motivo que los hebreos a Judith: «Tú eres la gloria de Jerusalén, tú eres el orgullo de Israel, tú eres el honor de nuestro pueblo» (Jdt 15, 10). ¡Ah, Señora y Reina nuestra! Vos sois la gloria del Paraíso, la alegría de nuestra patria, el honor de todos nosotros: seáis, pues, siempre bien venida, seáis siempre bendita, he aquí vuestro Reino; todos nosotros somos vuestros vasallos dispuestos a obedeceros.
SAN ALFONSO MARÍA DE LIGORIO.
«Las Glorias de María».
4.ª ed. Barcelona: Librería Religiosa,
1865, pp. 321-322.