Les corresponde a los pastores explicarles a los fieles, de modo atento y preciso, la importancia, majestad, grandeza, finalidad y los frutos del Santo Sacrificio; y así estimularlos a participar en él tan a menudo como sea posible.
Han sido tan grandes la bondad y la benevolencia de nuestro amadísimo Redentor Jesucristo, Hijo unigénito de Dios, para con los hombres que, como bien sabéis, Venerables Hermanos, asumida la naturaleza humana, no sólo aceptó padecer los tormentos más amargos y sufrir la más cruel de las muertes en la cruz por nuestra salvación, sino que quiso mantener eterna su presencia entre nosotros en el Santísimo Sacramento de su Cuerpo y Sangre para permanecer allí, con infinito amor, como guía y alimento y para garantizarnos, a su regreso al Cielo a la derecha de Dios Padre, su divina presencia y un seguro apoyo en la vida espiritual.
Sacrificio único y perpetuo diariamente renovado
No contento con habernos amado con tan sublime caridad, propia de Dios, prodigando dones sobre dones, quiso derramar aún más las riquezas de su amor por nosotros para que comprendiéramos por completo que, habiendo amado a los suyos, los amó hasta el extremo (cf. Jn 13, 1).
De hecho, al proclamarse Sacerdote eterno según el orden de Melquisedec instituyó en la Iglesia Católica un sacerdocio perpetuo; y ese Sacrificio que Él mismo ofreció una vez por todas, derramando sobre el altar de la cruz su preciosísima sangre para redimir y rescatar a todo el género humano del yugo del pecado y de la esclavitud del demonio, conciliando las cosas del Cielo y las de la tierra, ordenó que se mantuviera operante hasta el final de los siglos; y dispuso que esto se hiciera todos los días a través del ministerio de los sacerdotes, diferente sólo en el modo de ofrecerlo, para que los saludables y superabundantes frutos de su Pasión continuaran derramándose sobre los hombres.
En este incruento sacrificio de la Misa, que se lleva a cabo por medio del ministerio admirable de los sacerdotes, se ofrece, pues, la misma Víctima que nos ha reconciliado con Dios Padre y que, encerrando en sí el legítimo poder de apaciguar, de implorar y de satisfacer, «repropone misteriosamente la muerte del Unigénito que, una vez resucitado de entre los muertos, ya no muere, y sobre Él la muerte ya no tendrá poder; por lo tanto, Él vive en sí mismo, inmortal e incorruptible, pero es inmolado nuevamente por nosotros en esta misteriosa ofrenda sagrada»1. Es un sacrificio tan puro que ninguna indignidad ni maleficencia de los oferentes pueden en modo alguno desmerecer.
Frutos rebosantes para la vida presente y la futura
El propio Señor, por medio de Malaquías, divinamente inspirado, predijo que este Sacrificio sería grandioso entre las naciones y debería ofrecerse puro en todas las partes del mundo, desde el amanecer hasta la puesta del sol (cf. Mal 1, 11). Es un Sacrificio tan rebosante de frutos que abarca la vida presente y la futura.
Dios, reconciliado por este Sacrificio, prodigando su gracia y el don del perdón, borra incluso las culpas más graves y, aunque gravemente ofendido por nuestros pecados, pasa de la ira a la misericordia y de la severidad de la justa punición a la clemencia. A través de este don son anulados el delito y el cumplimiento de las penas temporales; por medio de él se puede llevar alivio a las almas de los muertos en Cristo no plenamente purificadas y se pueden conseguir incluso bienes temporales con tal de que no sean opuestos a los espirituales. Siempre a través de él son debidamente exaltados el culto y la alabanza prestados a los santos y, sobre todo, a la Santísima Madre de Dios, la Virgen María. Según la tradición recibida de los Apóstoles, ofrecemos el divino Sacrificio de la Misa «por la paz en todas las Iglesias, por la necesaria armonía del mundo; por los gobernantes, por los soldados, por los aliados, por los enfermos, por los afligidos, por todos lo que se encuentran en situación de indigencia, por todos los difuntos retenidos en el Purgatorio, sustentados por la firme esperanza de que podrá serles muy provechosa la oración hecha a su favor mientras está presente la Víctima santa y temible»2.
Ceremonias y ritos propios a expresar la grandeza del Misterio
Nada existe de más grandioso, más saludable, más santo, más divino que el incruento Sacrificio de la Misa, mediante el cual es ofrecido e inmolado a Dios, por las manos de los sacerdotes y para la salvación de todos, el propio cuerpo, la propia sangre, el propio Dios y Señor nuestro Jesucristo. Por eso la Santa Madre Iglesia, dotada del inagotable tesoro de su divino Esposo, nunca se descuidó de rodearlo de cuidados y atenciones, para que un tan magno Misterio fuera realizado por sacerdotes de corazón puro y recto; además, celebrado con un aparato exterior de ceremonias y de ritos propios a expresar la grandeza y la magnificencia de ese Misterio, de modo que los fieles pudieran ser estimulados a la contemplación de las realidades divinas encerradas en tan admirable y venerable Sacrificio.
Con igual cuidado y solicitud la misma piadosísima Madre nunca cesó de amonestar, exhortar y persuadir a sus fieles hijos a participar tan a menudo como sea posible en ese divino Sacrificio, con las debidas predisposiciones de piedad, amor y devoción, recordándoles el riguroso deber de asistir a todas las fiestas de precepto, con ánimo y mirada devotamente atentos a aquel Misterio del cual pueden obtener con facilidad la divina misericordia y la abundancia de todos los bienes.
Los pastores deben ofrecer el Santo Sacrificio por su pueblo
Y como todo sacerdote, escogido entre los hombres, es encargado por éstos, en todo lo que concierne a Dios, para ofrecer dones y sacrificios por los pecados, en virtud de vuestro profundo conocimiento, Venerables Hermanos, sabéis muy bien que los pastores de almas tienen la obligación de ofrecer el sacrosanto Sacrificio de la Misa por las almas a ellos confiadas. Según las enseñanzas del Concilio Tridentino, tal deber emana de la propia ley divina. Este concilio usa palabras bastante acreditadas y elocuentes para afirmar que «todos aquellos a quienes les ha sido confiado el pastoreo de las almas están obligados, por divina disposición, a reconocer a sus propias ovejas y a ofrecer por ellas el Sacrificio»3.
Además, conocéis todos vosotros la encíclica de Benedicto XIV,4 en la que nuestro predecesor de feliz memoria trató amplia y profundamente esta obligación y —procurando después precisar y confirmar el pensamiento de los Padres Tridentinos, con el objetivo de eliminar controversias, dudas y discusiones— decretó de modo claro e inequívoco que los párrocos y todos los pastores de almas deben ofrecer el Sacrificio de la Misa por el pueblo a ellos confiado todos los domingos y fiestas de precepto, incluso en aquellas que por su disposición, en muchas diócesis, habían sido eliminadas de la lista de fiestas de precepto para permitir a aquellas poblaciones que se dedicaran a trabajos serviles, sin perjuicio de la obligación de oír Misa. […]
¡Velad por el celo y la santidad de vuestros sacerdotes!
Bien sabéis, Venerables Hermanos, que en el sacrosanto Sacrificio de la Misa hay una gran posibilidad de enseñanza para el pueblo cristiano. Nunca descuidéis, por tanto, de hacer apremiantes exhortaciones a los párrocos, en primer lugar, a los predicadores y a aquellos a los cuales se les confió la tarea de instruir al pueblo cristiano, para que expongan y expliquen, de modo atento y preciso, la grandeza, la finalidad y los frutos de este tan admirable y magnífico Sacrificio; y al mismo tiempo, les estimulen a participar en él tan a menudo como sea posible, con la fe, la devoción y la piedad dignas de tal Sacrificio, a fin de que obtengan la misericordia divina y todas las gracias de las cuales tengan necesidad.
No descuidéis de obrar con vivo empeño para que los sacerdotes de vuestras diócesis destaquen por la integridad de las costumbres, por la seriedad, por la rectitud y por la santidad, como conviene a quien recibió el poder de consagrar la Hostia divina y de realizar un tan santo y extraordinario Sacrificio.
Haced, además, apremiantes advertencias y llamamientos a los jóvenes sacerdotes para que, meditando seriamente en el ministerio recibido del Señor, puedan cumplirlo y, siempre atentos a la dignidad y al celestial poder del cual han sido investidos, se cubran del esplendor de todas las virtudes y del mérito de la doctrina sagrada; eleven con convicción la mente al culto, a las cosas divinas y a la salvación de las almas; presentándose como hostia viva y santa inmolada al Señor, y como testigos vivos de la Pasión de Jesús, ofrezcan a Dios con manos limpias y corazón puro, como conviene, la Víctima de expiación por su propia salvación y por la de todo el mundo. ◊
Fragmentos de la encíclica
«Amantissimi Redemptoris», 3/5/1858.
Notas
1 SAN GREGORIO MAGNO. Dialogi. L. IV, c. 58.
2 SAN CIRILO DE JERUSALÉN. Catechesis XXIII, n.º 5.
3 CONCILIO DE TRENTO. Sessio XXIII. De reformatione, c. I.
4 BENEDICTO XIV. Cum semper oblatas.
El Santo Sacrificio de la Misa, el regalo más grande y divino que Nuestro Señor y Dios podría haberle dejado al género humano. Es incalculable su valor sobrenatural, por tanto, incalculable también el valor de aquellos quienes han sido llamados a ofrecerlo diariamente en todos los templos del mundo.
Podría afirmar, junto con el P. José María Iraburu, que existen 7 motivos por los cuales la Santa Misa es la expresión más santa y salvífica del Misterio Cristiano y son:
1. El Creador se hace realmente presente ante su criatura.
2. Se conforma el Cuerpo Místico de Cristo por medio de las almas que reciben en gracia el santo Sacramento.
3. Los fieles reciben del Señor el Pan para la vida eterna.
4. Se nos hace partícipes de la Pasión, Muerte y Resurrección Gloriosa del Divino Redentor.
5. Se renueva la Santa y Verdadera Alianza.
6. Se imparte la medicina que da la salud corporal, mental y espiritual a sus fieles.
7. Mediante el Sacramento de la Eucaristía se permite acrecentar el accionar del Espíritu Santo en el alma de los fieles católicos.
Por todos estos motivos, la Santa Misa es el regalo de Amor más perfecto y santo que el ser humano pudo haber recibido de su Creador.
Todo gracias a Nuestra Señora la intermediaria de nuestra salvación.
Salve María