Tras analizar las riquezas contenidas en las primeras palabras de la Salve, Mons. João S. Clá Dias continúa sus comentarios a esa célebre oración trayendo a luz maravillas sobre la persona de Nuestra Señora y su misión ante los hombres.
La oración de la Salve hace referencia a tres insignes títulos de la Santísima Virgen: «vida, dulzura y esperanza nuestra». ¿Existe alguna relación entre estas invocaciones y las precedentes? ¿O quizás constituyen meros adornos literarios?
Si la examinamos con atención, se percibe que se trata de consecuencias o aplicaciones prácticas de las anteriores y de frutos de la misericordia.1
«Vida nuestra»: esencia del Secreto de María
Afirmar que algo es la «vida» de una persona significa que su existencia no tendría sentido si se le privara del elemento en cuestión. Así, se podría decir que la reforma de la Orden Cisterciense emprendida por San Bernardo de Claraval era su vida, pues en ella encontraba la finalidad para la cual Dios lo había creado. De modo similar, para un caballero templario la defensa de la Iglesia y de los Santos Lugares contra la saña de los infieles era su vida, o sea, el objeto de sus alegrías y esperanzas en medio de los sufrimientos y sinsabores de la realidad terrena. Y cabría aplicar la misma definición a Santa Isabel de Hungría, que hizo del servicio a los enfermos su gozo, su vida.
Por una razón análoga, pero más excelsa, el llamar a la Virgen de «vida nuestra» constituye uno de los aspectos más profundos de la devoción a Ella, ciertamente relacionado con la esencia del Secreto de María.2 ¿Por qué?
Al reflexionar sobre el misterio de la Encarnación, en especial el período de la gestación del Niño Jesús en el claustro purísimo de su Madre, un hecho extraordinario nos llama la atención: el Hombre Dios quiso que, durante nueve meses, su vida fuera una participación de la vida de María, por Ella sustentada y de Ella dependiente. Algo de su existencia humana estaba sujeta a la existencia de Nuestra Señora.
Por consiguiente, en su dinamismo especulativo y ávido por conocer la verdad última sobre los arcanos de Dios, cabrá a la teología futura interrogarse: si Cristo quiso depender de la vida de Ella en el tiempo —hasta el punto de que el Niño Jesús, con toda propiedad, podía exclamar en el vientre virginal de María: «¡Madre mía, vida de mi vida!»—, algo de su vida divina y eterna ¿no dependería de Ella también? ¿De qué modo y con qué matices, ya que la cuestión no se refiere a términos absolutos? ¿Esa dependencia no obedecería a un sublime criterio que regiría la relación del Verbo Encarnado con las criaturas? En efecto, aunque en Él haya una dualidad de naturalezas, la divina y la humana, la unidad de Persona es resguardada por la unión hipostática en la segunda Persona de la Santísima Trinidad. Así, el niño cuya vida sustentaba la Virgen en su seno era el propio Dios.
La reforma de la Orden Cisterciense emprendida por San Bernardo de Claraval era su vida; para un caballero templario la defensa de la Iglesia y de los Santos Lugares era su vida; y para Santa Isabel de Hungría, su vida se forjó en el servicio a los enfermos
Mutatis mutandis, un fenómeno similar a lo que pasó con Jesús durante su gestación deberá darse con aquellos a quien Nuestra Señora introduzca en su Secreto: Ella los sustentará con su existencia y los alimentará con sus virtudes.3 Por ese vínculo materno, María se convertirá en la vida de sus hijos en el plano salvífico y sobrenatural, los cuales ya no podrán pensar, querer o actuar sin Ella. Participar así de la vida de la Santísima Virgen constituye el más alto grado de unión con Dios y el anhelo más profundo de las almas que aspiran a la perfección: «Madre mía, dame la gracia de vivir en tu interior, como el Niño Jesús allí vivió durante nueve meses. Sé la razón de mi existencia y la vida de mi vida. Amén».
Receptáculo de las dulzuras del Sagrado Corazón de Jesús
La Virgen también es «nuestra dulzura», cuando a Ella recurrimos humildemente. Esa dulzura se manifiesta en la afabilidad, condescendencia y bondad con que María nos acoge, incluso cuando estamos en la peor y más lamentable situación de alma. Con mayor solicitud aún que el padre de la parábola del hijo pródigo (cf. Lc 15, 11-32) Ella sale al encuentro del hijo llagado y harapiento que se acerca, lo abraza y lo besa, le unge las heridas con bálsamo, lo reviste con la mejor túnica y realiza un gran banquete para celebrar la recuperación de aquel fruto de sus entrañas que se había perdido.
Madre de Dios y nuestra, Ella nos cubre de afecto, suavizando las agruras y los sufrimientos de este valle de lágrimas, y comunica a nuestros corazones ánimo renovado para los combates que aún nos esperan. Nuestra Señora se manifiesta como «dulzura nuestra», sea cuando aparta los obstáculos de nuestro camino y nos conduce por los jardines paradisíacos de las consolaciones interiores, sea cuando permite que pasemos por arideces espirituales, trabas e incluso fracasos, a semejanza de su divino Hijo en la cruz. En cualquier circunstancia Ella nos obtiene gracias, virtudes y fuerzas necesarias para que seamos los luchadores y héroes de su glorioso Reino.
¡Cuán amarga se vuelve la vida de los que se adentran en las vías del pecado y rechazan las ternuras de esta Madre, cuyo Inmaculado Corazón es el receptáculo de las dulzuras del Sagrado Corazón de Jesús!
María nos acoge, incluso cuando estamos en la peor y más lamentable situación de alma, con mayor solicitud aún que el padre de la parábola del hijo pródigo
Esperanza llena de alegría y confianza
La tríada de alabanzas a María Santísima se cierra con la invocación «esperanza nuestra». Esta virtud se refiere, sobre todo, a la gloria futura (cf. Rom 5, 2), pero abarca igualmente los intereses espirituales y temporales de la vida presente. Como enseña Santo Tomas,4 por ella se evitan los males y se procura el bien, pues no se espera si no el bien que se desea y se ama. Además, la esperanza conlleva un gozo de alma anticipado a la posesión del bien anhelado5 y por eso el Apóstol nos exhorta: «Que la esperanza os tenga alegres» (Rom 12, 12).
La Salve no alude, sin embargo, a una esperanza cualquiera, sino a la «esperanza nuestra»: a aquella que, siendo la omnipotencia suplicante y la Madre misericordiosa del pecador, es incapaz de negarle una ayuda, pues nunca se oyó decir que, habiendo recurrido alguien a su protección, implorado su asistencia o reclamado su socorro, fuera por Ella desamparado.
¿De qué valdría una vida sin dulzura? Sin duda, sería una pesadilla. ¿Y una dulzura sin esperanza? Ciertamente, no pasaría de un gozo efímero, que no tardaría en convertirse en amargura. Al contrario, la esperanza llena el alma de alegría y hace florecer la confianza. Esta es la esperanza que la Estrella de la mañana transmite a sus hijos y esclavos, anticipándoles el gozo del Sol de Justicia, Cristo Señor nuestro.
Grandeza que acoge, eleva y ennoblece
Uniendo los extremos de la esfera espiritual, tras discurrir sobre las grandezas de Nuestra Señora, la Salve se vuelve hacia la pequeñez, la insuficiencia y la flaqueza de los hombres: «A ti llamamos los desterrados hijos de Eva; a ti suspiramos, gimiendo y llorando en este valle de lágrimas. Ea, pues, Señora, abogada nuestra, vuelve a nosotros esos tus ojos misericordiosos».
¿Habrá una actitud de alma más apropiada que esa? Ante la sublimidad de las gracias y dones de María, ¿quién podría juzgarse algo? La única postura razonable consiste en contemplarla a partir de la miseria y de la insignificancia de un desterrado hijo de Eva, es decir, admirarla con corazón humilde. Es el ejemplo que Ella misma nos da en el cántico del Magníficat, al profetizar que todas las generaciones la proclamarían bienaventurada porque Dios había mirado «la humildad de su esclava» (Lc 1, 48).
Sin embargo, antes de hacerse pequeño es necesario apreciar la grandeza de la Santísima Virgen, pues esta perspectiva equilibra la ponderación de las miserias y flaquezas. Lejos de desdeñar a los hijos débiles y desvalidos, Ella los acoge, eleva y ennoblece, no sólo por desvelo y compasión, sino también por el placer que experimenta al verlos necesitados de su amparo. Ella se alegra con su pequeñez, porque así puede ser plenamente Madre de cada uno.
El propio Dios quiso hacerse Hijo de María, frágil y pequeñito en sus brazos, para que Nuestra Señora ejerciera enteramente su maternidad sobre él. Y, después de adornar su alma de todas las virtudes y coronarlas con el don de la maternidad divina, se complació en asumir la humanidad en la condición de niño, para que su filiación a la Santísima Virgen fuera perfecta y pudiera, en una posición inferior en el orden de la naturaleza, contemplar las grandezas de su Madre. Se trata de una situación paradójica, en la cual el Verbo eterno invierte los papeles, como diciendo: «Ella es tan bella, tan santa, tan semejante a mí que yo, Dios todopoderoso, no me resisto a encarnarme, para ser su Hijo y, por tanto, de alguna forma inferior a Ella».
Lejos de desdeñar a los hijos débiles y desvalidos, Ella los acoge, eleva y ennoblece, por el placer que experimenta al verlos necesitados de su amparo
En ese adorable acto de sumisión del Redentor a Nuestra Señora están inseridos todos los hombres, pues, al abandonarse a los cuidados de Ella, Jesús le entregó a cada uno como hijo suyo. Y, al ser el Hombre Dios causa ejemplar del actuar humano, el modo de relacionarse con su Madre se convirtió en el paradigma para los hijos y esclavos de Ella.
Ese fragmento de la Salve parece sugerirle al fiel dos gracias insignes a ser suplicadas: por una parte, la posibilidad de penetrar, comprender y amar el Secreto de María; por otra, la capacidad de aniquilarse y hacerse pequeño, a fin de participar más íntimamente de él. Los fracasos, miserias y faltas no deben constituir un factor de abatimiento y desánimo espiritual. Por el contrario, la Providencia los utiliza como instrumentos para «vaciar» el alma de sí misma y «llenarla» de la Virgen Santísima, como explica San Luis Grignion de Montfort.6
Al no encontrar un término más apropiado para expresar la propensión maternal de Nuestra Señora hacia sus hijos culposos de cara al supremo Juez, la Iglesia la tituló «abogada nuestra». Esa Abogada, empero, no se contenta con defender a los gusanillos y miserables pecadores,7 sino que asume como propias sus causas. Así, al presentarse en el tribunal eterno, Dios ya no ve sus flaquezas; en su lugar, contempla únicamente a María.
A semejanza de la reina Ester ante el rey Asuero (cf. Est 5, 1-8) le basta a Nuestra Señora comparecer junto al trono divino para que el Altísimo le conceda absolutamente todo. Su simple existencia es garantía de victoria en las causas más imposibles. Recurramos, pues, llenos de confianza y con el corazón contrito, a nuestra invencible Abogada.
«Caro Christi, caro Mariæ»: el ápice de la Sagrada Esclavitud
Entre las sublimidades marianas que la Salve manifiesta está la aclamación: «Y después de este destierro, muéstranos a Jesús, fruto bendito de tu vientre». La mutua esclavitud de amor existente entre Jesús y María era tan entrañada que ambos poseían no sólo el mismo espíritu y el mismo Corazón, sino incluso la misma carne: «Caro Christi, caro Mariæ»8.
En virtud de esa unión, Nuestra Señora experimentó en su Corazón los indescriptibles dolores sufridos por Jesucristo en su cuerpo sagrado durante la Pasión. Se trata de un régimen de Sagrada Esclavitud9 llevado a un tal auge de perfección, que no hay palabras adecuadas para expresarlo; más elevado y grandioso, solamente la eterna pericoresis de las tres Personas divinas.
Ahora bien, precisamente como consecuencia de esa esclavitud amorosa Nuestra Señora se convirtió en la Corredentora del género humano. Por designio del Padre eterno, Ella debía consentir cada sufrimiento de su divino Hijo, sabiendo que antes el Salvador ya había consentido en los sufrimientos de Ella. Surge, pues, una pregunta inevitable, la cual sólo puede ser entendida desde el prisma de la Sagrada Esclavitud… ¿Quién sufrió más: María al ver la Pasión de su Hijo o Jesús contemplando los dolores de su Madre?
¿Quién sufrió más: María al ver la Pasión de su Hijo o Jesús contemplando los dolores de su Madre?
La propia gracia del trueque de corazones, del que hablan muchos santos y doctores, parece quedar por debajo de ese sublime misterio de la Sagrada Esclavitud revelado por la Salve al referirse a Jesús como el bendito fruto del vientre virginal de María. De hecho, además de Hija, Madre, Esposa y Esclava de Dios, es su Señora, pues a partir del momento en que el Verbo la escogió como Madre, Él se hizo también su esclavo. En ese acto se manifiesta el núcleo de la vocación redentora: ser esclavo. Se podría afirmar que sin la esclavitud de la segunda Persona de la Santísima Trinidad al Padre y a María, la Redención no sería posible.
De otro lado, por el vínculo de esclavitud con su divino Hijo, Nuestra Señora se volvió el canal por el cual la esencia de la vida trinitaria, mutua esclavitud de amor, es comunicada a los hombres. De ese modo queda patente que los auges de grandeza se revelan por auges de esclavitud.
«O clemens, o pia, o dulcis Virgo Maria!»
Tanta sublimidad encierra la última tríada de aclamaciones de la Salve que se diría que el fiel devoto ha sido arrebatado a la contemplación de los pináculos de santidad de Nuestra Señora. Si Dios entonces le dijera «He aquí mi Paraíso», de aquel corazón entusiasta brotaría la frase perfecta: «¡Oh clementísima, oh piadosa, oh dulce siempre Virgen María!».
¿Qué maravillas no habrá vislumbrado San Bernardo cuando, en un éxtasis, completó con esa breve sentencia nuestra oración? Ciertamente lo que ni el gran Moisés, ni el ígneo Elías jamás vieron: ¡el esplendor del alma de María Santísima, en la cual reconoció el rostro del propio Dios! Fascinado por su luz, no encontró sino esa triple exclamación para expresar la inmensa gracia recibida: «O clemens, o pia, o dulcis Virgo Maria!».
Estaba todo dicho. Y, en el abrasado y aguerrido corazón del Doctor Melifluo, ya había sido fundado el Reino de María. ◊
Extraído, con pequeñas adaptaciones, de:
«Maria Santíssima! O Paraíso de Deus revelado aos homens».
São Paulo: Arautos do Evangelho, 2020, v. III, pp. 138-149.