Versalles se construyó en unas circunstancias que podrían, desde cierto punto de vista, denominarse una encrucijada de la historia.
El punto de partida de la Edad Media fue la invasión de los bárbaros en el Imperio romano y la mezcla de éstos con los europeos decadentes de ese territorio. Sumergidos en una especie de situación caótica, esos pueblos empezaron a sentir la influencia de la Iglesia. Así, de la podredumbre y el salvajismo mixturados, nos dirigimos hacia un efecto conjunto muy distinto a estos dos factores.
Se percibe claramente, por tanto, que entró en juego un tercer factor: la sangre infinitamente preciosa de Nuestro Señor Jesucristo, es decir, el influjo de la Santa Iglesia Católica Apostólica Romana.
De la barbarie al auge de la civilización
El curso progresivo de los hechos se produjo en el sentido de abandonar la decadencia y la podredumbre, así como la barbarie, e ir edificando un nuevo orden de cosas bajo la influencia constructiva que lo orientaba e impulsaba: la ascendencia católica.
Así pues, sobre situaciones naturales totalmente negativas hay una influencia enteramente positiva —el predominio católico— que, a través de la correspondencia que le dieron a la gracia esos hijos de corruptos y de bárbaros, encuentra la posibilidad de construir un nuevo orden: de la barbarie se encaminaron hacia el auge de la civilización.
De las invasiones bárbaras a la Edad Media el camino recorrido fue colosal, pero aún había muchos auges de esplendor que alcanzar
En este sentido, si comparamos la sociedad tras las invasiones bárbaras con la Edad Media de la encantadora y magnífica Sainte-Chapelle, el Louvre de San Luis o de su Palais de Justice, veremos que el camino recorrido fue colosal. Sin embargo, aunque las costumbres en tiempos de San Luis ya no tenían nada de bárbaro —eran incluso refinadísimas—, poseían mucho de completable, de mejorable, podían llegar a un estado de mayor esplendor, digamos, en una palabra: eran aún más «esplendorable». Creo que esta palabra no figura en nuestro vocabulario portugués, pero le sirve mucho a nuestro lenguaje.
Surge una misteriosa saturación del esplendor
Esta caminata desde el fondo del crisol, donde podredumbre y barbarie se mixturaban, hasta el ápice se dio siempre en la línea de la cultura, del buen gusto, de las buenas maneras, del espíritu pulido y refinado, del esplendor de la vida, y alcanzó su apogeo con Luis XIV. Éste marcó el auge para él y para Europa, estableciendo un determinado patrón.
A partir de ese momento empezó una decadencia, la cual se caracterizó por una misteriosa saturación del esplendor, de la belleza, de la ordenación solemne y majestuosa de las cosas, de la perpetua convivencia con la grandeza. Saturación que se acentuó progresivamente con Luis XV y Luis XVI y desembocó en una neobarbarie.
Se constata, pues, que al final del Antiguo Régimen existía nuevamente una situación en la que muchos elementos podridos entraron en contacto o chocaron con elementos demagógicos, los cuales también, en muchos de sus aspectos, estaban rebarbarizados. Hubo otro choque, otra fusión de bárbaros y gente podrida que, por carencia de la influencia católica —mucho menor por una serie de circunstancias— acabó resultando en lo que hoy tenemos.
Esta sería una visión muy resumida de la historia, en la que es más fácil situar a Luis XIV, Versalles y su mundo: el luiscatorcismo representó algo de la Edad Media que alcanzó su apogeo.
¿Palacio o compendio de moral?
Antes de que analicemos Versalles, veamos qué papel juega un castillo o un palacio en la vida mental de un pueblo.
Un castillo o palacio real tiene como finalidad albergar al soberano —necesita vivir en algún lugar—, con el esplendor que corresponde a su alta categoría. Allí recibe visitas y embajadores con sus credenciales, da banquetes, ofrece recepciones y tiene sus apartamentos privados donde lleva su vida privada. Todo lo adecuado al supremo escalón que ocupaba, en correlación con la etimología de la palabra majestad: stat maius, el estado que es mayor, máximo, más que todos los demás.
Pero ése es el aspecto interior del palacio. Hemos de preguntarnos qué importancia tiene su exterior para la vida de un pueblo. En él vive el hombre que es el rey, el número uno de la nación. Entonces, uno se pregunta cómo es la vivienda número uno; cómo es el esplendor número uno; cómo es la seguridad número uno; cómo es la belleza número uno; cómo es el encanto número uno del lugar donde vive el hombre número uno. Así pues, el castillo o palacio real —tal vez valga la pena hacer una distinción, no muy cierta, entre castillo y palacio reales— constituye una especie de patrón de lo mejor en términos de vivienda.
Un palacio o castillo debe ser un compendio de moral: las más elevadas dimensiones del espíritu de un monarca están expresadas en su construcción
Filósofos del arte afirman —pero no estoy enteramente seguro de que tengan toda la razón, aunque siento una fuerte propensión a pensar como ellos— que el arte número uno no es ni la pintura, ni la música, ni la escultura, sino la arquitectura, en la cual todos las demás se insertan. Por el hecho de ser arquitectónico y reunir todos los elementos de la belleza, es una especie de suprema escultura o de suprema pintura, un cuadro máximo, una realización máxima de un ideal de belleza máximo y de un estado de espíritu número uno.
En este sentido, un palacio es un compendio de moral, porque debe enseñar el más alto grado de virtud, que le compete al supremo magistrado de un país. Entonces, ¿cómo es la fuerza del rey? ¿Cómo es su sabiduría, su paciencia o su impaciencia? ¿Cómo es su encanto, su gravedad y seriedad, su cólera? Las más elevadas dimensiones del espíritu humano, atribuidas al monarca, se expresan en la fisonomía de su palacio.
A la casa del rey le corresponde la belleza máxima
Los antiguos tenían la idea de que siempre que se construía un edificio grande, éste debía ser un gran edificio. Un edificio no tenía derecho a ser grande sin ser al mismo tiempo un gran edificio.
Los casetones de la Quinta Avenida1 aún procuraban estar embellecidos; pero con la llegada del miserabilismo surgieron los edificios de cemento expuesto, que significan una decadencia, un paso hacia el regreso a la barbarie. El cemento expuesto es una sepultura vista por dentro. No constituye un ambiente humano, no tiene ningún propósito.
Una vez, Mons. Gastão Liberal Pinto, vicario general de la arquidiócesis de São Paulo, con quien durante un tiempo tuve una relación muy estrecha, me mostró unos planos o una fotografía de un establecimiento construido, si no me equivoco, enfrente de la parte trasera del Jardim da Luz. Estaba destinado a una obra de caridad, que no confesó, por humildad, pero sospecho que estaba sustentado íntegramente por su familia, la cual era muy rica. Distribuía leche y realizaba otras ayudas para los niños pequeños. Una obra católica buena, loable.
Me dijo:
—Mire, le voy a enseñar el plano del [establecimiento] lactario.
—Como no.
Me fijé que existía una enorme preocupación decorativa. Su intención era la de hacer un edificio hermoso. Manifesté cierta sorpresa, y dije:
—¡¿Un edificio tan bonito para un centro benéfico, en un barrio tan proletarizado?!
—Pero es así. Si el edificio es grande, ¡tiene que ser bonito!
Percibí que ahí había un respingo de tradición, y con razón: nada tiene el derecho a llamar mucho la atención sin al mismo tiempo hacer bien al alma.
No se tiene, por ejemplo, el derecho a construir una torre fea. Y ni siquiera una torre que no sea bonita y, en la medida de lo posible, una obra de arte, mayor o menor, según las posibilidades del lugar.
Entonces, de aquí surge la idea de que la casa del rey debe ser de belleza máxima.
Luis XIV y el absolutismo
A finales de la Edad Media, en la que ciertas virtualidades iban desbandadas, se produjo una situación de caos en donde los grandes señores feudales, generalmente príncipes de la casa reinante que gobernaban tierras con cierta autonomía respecto del rey, tendieron a rebelarse contra los monarcas. No para proclamar una república aristocrática, sino con el fin de reducir el poder real.
Los reyes intentaron resistir. Y los nobles, muchos de ellos situados en la cúspide de la nobleza, se levantaron culpablemente contra aquel a quien debían lealtad, vasallaje y obediencia. No tuvieron más remedio que apoyarse en la plebe, en la clase más poderosa de ésta, que era la burguesía, para resistir y no quedar sumergidos.
Había, especialmente por parte de Luis XIV, una especie de horror de regresar al feudalismo; y un mal temor, porque, infundadamente, se identificaba al feudalismo con el caos y, por tanto, se quería el absolutismo con orden.
El error de Luis XIV fue confundir absolutismo con orden. Veía el problema así: si estos nobles no necesitan del rey para vivir en sus feudos, tienen derechos propios que el monarca no puede eliminar y los transmiten por herencia a sus hijos, no hay fuerza que los obligue a obedecer. Entonces, para obligarlos a la obediencia sin destruirlos enteramente, esa fuerza ha de ser hercúlea. Avanzaremos o bien hacia la monarquía hercúlea, o bien hacia la raquítica.
En efecto, como la unidad de la nación proviene de la fuerza del monarca, o aquella se desintegra o su unum ha de ser muy fuerte. Por eso el rey tiene que ser hercúleo o, en este caso, absoluto: lo puede todo, es omnipotente.
Luis XIV, ¿precursor de la Revolución francesa?
Luis XIV pensaba establecer el orden en el reino valiéndose de un medio en el que el orden no existía: una nobleza intoxicada por los principios de una cristiandad decadente. De una nobleza en esas condiciones no podía dejar de salir todo tipo de mal, pues ahí no estaba, en la totalidad de su poder, Cristo Rey, llevando al noble a amar su deber de lealtad, su sumisión al rey, como lo habían hecho tantos y tantos señores feudales en el pasado. Sin un vínculo moral, el poder no soluciona nada.
Resulta que, para mantener el orden en esas condiciones, el poder se vuelve tiránico. Y, a fuerza de ser tiránico, acaba explotando. De este modo, se explica la Revolución francesa.
A causa de ello, Luis XIV, que en ciertos aspectos simboliza lo contrario de la Revolución francesa y a quien ésta odió con todo su odio, fue él mismo un precursor de esa Revolución.
Le faltaba al Rey Sol una concepción sagrada de la vida
Era un rey católico —cometió pecados muy grandes y también tuvo lados muy buenos en su reinado—, pero no poseía una concepción sagrada de la vida, no sabía ver los problemas temporales impregnados de la problemática espiritual. En cualquier caso, debería haber prestigiado a los elementos de la Iglesia que reaccionaban contra los errores, para que, desde la Iglesia, cambiara esta situación.
En las memorias que le dejó a su hijo reconoce que, en las querellas religiosas de su tiempo, no intervino porque ignoraba por completo los problemas de carácter religioso. Luego no era apto para ser rey.
A pesar de los errores del absolutismo y de la falta de una visión sacral, Luis XIV supo llevar al arte, la cultura y la civilización a alturas inauditas
No obstante, con Luis XIV el arte, la cultura, la civilización alcanzan su apogeo. Busca construir el palacio esplendoroso del rey absoluto, que represente la gloria de la nación, su lujo, su fausto, su poder. Es el monarca que brilla como un sol y en cuya presencia las estrellas desaparecen; no es un rey feudal que ilumina las estrellas, pero no las devora.
Según se dice, Luis XIV era bajito. Una gran estatura, hercúlea o leonina, le habría aventajado mucho. Sin embargo, con su estatura no alta imponía distancia, sabiendo aserrar desde arriba con tal majestad que, cuentan sus entusiastas —o, según otros, sus aduladores; en un régimen de monarquía absoluta estas cosas se confunden—, empezaron a llamarlo Apolo, el dios del Sol. Era le roi Apollon, el sol en medio de los hombres: le roi soleil. Y Versalles, le palais-soleil, el palacio-sol, todo soleado, magnífico, brillante. Es dentro de este palacio donde brilla la figura de Luis XIV.
Majestad esplendorosa y sonriente
Todo en Versalles estaba adornado con un buen gusto extraordinario, indefinible, que da una idea de proporción ligeramente alegre y festiva, pero grande y poderosa.
La fórmula de Luis XIV y del Antiguo Régimen en materia de poder público era exactamente ésa: poderoso y majestuoso, pero risueño —no en el sentido de reír, sino de sonreír—; tal vez sería mejor decir sonriente y charmant.
Consideremos, por ejemplo, el parque de Versalles.
Escaleras, agua, céspedes, arboledas. Con estos cuatro elementos, dispuestos sobre una superficie no del todo llana, pero sí sabiamente graduada, tiene su belleza.
Al ver los dibujos que se repiten en un parterre y en otro, y cómo cada parterre es la réplica del otro, se nota el amor a la simetría, que constituyó uno de los rasgos característicos del espíritu, del sistema de gobierno y del arte en tiempo de Luis XIV.
La fórmula del Rey Sol y del Antiguo Régimen era esta: poderoso y majestuoso, pero risueño; y así es el palacio de Versalles con sus jardines
Luego, formando un agradable contraste con estas parcelas, nos encontramos de repente con una dulce arboleda, donde se descansa de lo que aquella superficie tiene de demasiado plantado, de artificial y de diseñado. Se trata de la noble y suave espontaneidad de una naturaleza ultracivilizada y bendecida.
Estos árboles son para los árboles comunes lo que una persona bien educada es para alguien vulgar. Son árboles aristocráticos; se diría que tomaron té de pequeños o que los regaban con champán.
Y no pensemos que ese parque fue hecho para estar vacío. Al contrario, estaba abierto a todo el mundo. Para entrar bastaba con pedirle prestada una espada a cualquier hombre que estuviera fuera del palacio, ajustársela a la cintura y adentrarse, aunque no fuese noble. Se podía pasar la tarde allí.
Ese parque refleja propiamente una majestad esplendorosa y sonriente. Hay una majestad indiscutible, con algo de triunfal. Por eso sonríe confiada en su triunfo, pero sonríe con grandeza. ◊
Extraído de Conferencia.
São Paulo, 14/4/1989.
Notas
1 Fifth Avenue, una de las arterias más frecuentadas de Manhattan, Nueva York.