Durante un año entero Misael indagó las estrellas esperando el regreso de los reyes que le habían anunciado la venida del Mesías. Sin embargo, nunca volvieron. Algo mucho más grandioso había preparado la Providencia para aquel inocente niño…

 

En una gélida noche de otoño, los desesperados gritos de la tribu que habitaba aquellos parajes rompieron el silencio: las mujeres corrían a salvar a sus hijos, los hombres mientras tanto trataban en vano de resguardar sus más preciadas pertenencias.

Finalmente, todos se vieron obligados a huir ante el inesperado saqueo y en medio del caos desapareció un niño de tan sólo 8 años, llamado Misael; permanecía escondido entre las rocas a la espera de reencontrarse enseguida con sus padres… Sin embargo, cuando bajó la polvareda y los ladrones ya no estaban se dio cuenta de que en el campamento no restaba nadie: se quedó solito.

«¿Cómo? ¿Mi familia ha huido y se ha olvidado de mí? ¿Y también los maestros, en quienes más confiaba yo, me han abandonado?». Sollozando, miró a las estrellas y pensó: «¿Acaso Dios tampoco se acuerda de mí? ¿Ya no va venir nunca el tan esperado Mesías?».

Cuando el sol despuntaba iluminando el monótono paisaje, Misael seguía llorando desconsolado. Miraba al desierto casi infinito y se sentía cada vez más desamparado. ¿Qué hacer?

De repente, una discreta nubecilla de polvo empezaba a dibujarse en el horizonte anunciando la llegada de una caravana. En poco tiempo ya estaba tan cerca que incluso se percibían las palabras de una canción con la que sus integrantes amenizaban el viaje:

«¡Noche silenciosa, noche santa! He aquí que por el aire vienen los ángeles del Cielo cantándoles a los hombres, comunicándoles la llegada de Dios. Él es el Rey y el Mesías; de todos es el Salvador».

En medio de ese conjunto de hombres, animales y mercancías destacaban tres ricos señores, montados elegantemente en sus camellos.

«¿Quiénes serán? ¿Comerciantes? Su apariencia es tan noble que hasta parecen reyes…», pensaba Misael. Entonces se dirigió al más anciano y le preguntó:

—¿Por qué van tan alegres? En este mundo sólo hay tristeza; al menos para mí…

—Mi querido jovencito —le respondió el noble viajero—, venimos de las lejanas tierras de Oriente para asistir a un gran acontecimiento, esperado por todas las naciones. Mientras contemplábamos y estudiábamos el firmamento vimos una estrella que relucía más que todas las demás y se desplazaba hacia Occidente; la tradición de nuestros pueblos nos decía que eso sería el signo de los tiempos. La salvación ya se encuentra entre los hombres. Por lo tanto, Gaspar, Baltasar y yo, Melchor, decidimos dejarlo todo y seguir el camino que ella nos señalaba.

Mientras hablaba, el anciano parecía arrebatado por un entusiasmo enteramente celestial. A continuación, mirando fijamente al muchacho, concluía:

—No obstante, llevamos mucho tiempo viajando y ya se nota bastante el cansancio. ¿Habría algún sitio donde podamos descansar?

Misael los condujo hasta la tienda de sus padres. Allí les ofreció todo lo que tenía: humildes esteras, un poco de leche y pan… Tras un breve reposo, los magos de Oriente le contaron al jovencito las peripecias de sus andanzas, mostrándole cómo la mano de Dios flotaba sobre ellos por haber sido fieles al aviso del Cielo.

El varón que acompañaba a la noble señora y el niño le pidió hospedaje,
explicándole que viajaban a Egipto

Al atardecer, cuando las arenas del desierto comenzaban a quedarse menos calientes, la caravana se dispuso a marcharse, no sin antes despedirse del niño y confiarle una misión:

—Nuestro deseo sería llevarte con nosotros, pero tu deber es el de quedarte a la espera del regreso de los demás miembros de la tribu. Conocéis, como nosotros, las profecías con respecto al Mesías, pero tú mismo nos has contado que muchos no quieren aceptar la proximidad de su venida. Cuando los otros vuelvan, deberás transmitirles nuestro mensaje: ¡la salvación ya se encuentra entre los hombres!

Los ojos de Misael se llenaron de lágrimas. Su inocente alma se había alimentado con la fe de aquellos reyes y ahora se marchaban dejándole de nuevo solo. Pero Melchor añadió:

—Misael, en nuestra ausencia, contempla el firmamento y recuerda esta promesa: regresaremos.

Durante los días siguientes, los habitantes del lugar empezaron a llegar poco a poco y la actividad del campamento volvió a la normalidad. Con todo, los meses iban pasando y los magos de Oriente no daban señales de vida. Al ver frustradas de esta manera las esperanzas del muchacho, uno de sus familiares le dijo burlonamente:

—Tontorrón, ¿aún crees que esos viejos van a retornar? ¿Y para traer el qué? ¿Sabes por qué no han aparecido? ¡Porque el Mesías ni siquiera ha nacido! Y si fuera así, ¿por qué te habrían dejado aquí si tan amigos tuyos son? Te has dejado engañar… —y la risa sarcástica de aquel hombre hirió profundamente el corazón inocente de Misael.

Aun así, el pequeño seguía esperando. Todas las noches contemplaba las estrellas en el firmamento, hasta que en cierta ocasión percibió algo impresionante: la bóveda celeste se encontraba justamente en la misma posición que el día en que había recibido la visita de los ancianos. Había pasado un año exacto.

Con la mirada fija en el horizonte andaba buscando emocionado el regreso de la caravana. En lugar de eso vio que se acercaba una noble señora a lomos de un burrito y que llevaba en sus brazos a un niño envuelto en pañales. A su lado caminaba un imponente varón.

Al llegar a la entrada de la tienda aquel hombre le pidió hospedaje y le explicó que viajaban a Egipto, y aún tenían un largo camino por delante. Misael le dio lo mejor que tenía: las confortables esteras que había preparado para los reyes, el pan elaborado con el mayor de los esmeros y la leche más cremosa y sabrosa de su rebaño.

Tan fría era esa noche que dejó un momento esa convivencia llena de bendiciones para ir a por algunos tejidos que calentaran a aquel niño tan especial. Al volver vio una luz como saliendo de los labios de esa señora mientras arrullaba a su hijo:

«¡Noche silenciosa, noche santa! El Señor, Dios de amor, pobrecito nació en Belén. He aquí en la gruta a Jesús, nuestro bien. Duerme en paz, oh Jesús».

Esa melodía… ¡A Misael le sonaba! Cuando la escuchó cantada por aquella voz tan suave y aterciopelada entendió que tenía ante sí el más grande de los regalos. Y, tímidamente, entreabrió los labios para concluir la canción:

«¡Noche silenciosa, noche santa! Oh Jesús, Dios de la luz, cuán amable es tu corazón, que has querido nacer como hermano nuestro y a todos salvarnos».

Los reyes le habían prometido que volverían y no lo hicieron. No obstante, acabaron dándole un regalo mucho mayor que su presencia: Misael fue visitado por la Sagrada Familia. ¡La Virgen le había llevado al mismísimo Creador de los reyes!

 

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