El reinado de Cristo es irreversible

En el momento de su aparente humillación, Jesús manifiesta la magnificencia de su realeza y desvela el horizonte de sus intenciones con relación a la humanidad.

Evangelio de la Solemnidad de Nuestro Señor Jesucristo,
Rey del Universo

En aquel tiempo, 35 los magistrados le hacían muecas a Jesús diciendo: «A otros ha salvado; que se salve a sí mismo, si Él es el Mesías de Dios, el Elegido». 36 Se burlaban de Él también los soldados, que se acercaban y le ofrecían vinagre, 37 diciendo: «Si eres tú el rey de los judíos, sálvate a ti mismo». 38 Había también por encima de Él un letrero: «Éste es el rey de los judíos». 39 Uno de los malhechores crucificados lo insultaba diciendo: «¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros». 40 Pero el otro, respondiéndole e increpándolo, le decía: «¿Ni siquiera temes tú a Dios, estando en la misma condena? 41 Nosotros, en verdad, lo estamos justamente, porque recibimos el justo pago de lo que hicimos; en cambio, éste no ha hecho nada malo». 42 Y decía: «Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu Reino». 43 Jesús le dijo: «En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el Paraíso» (Lc 23, 35-43).

I – En busca de la paz

La encíclica Quas primas de Pío XI, publicada en 1925, goza hoy en día de una merecida fama, y la anual celebración de la solemnidad de Cristo Rey perpetúa la eficacia de sus benéficos efectos. Ante el laicismo que pretendía imponerse ya en aquella época, el pontífice proclamó con gallardía la realeza del Príncipe de la paz. Sin embargo, sus enseñanzas no fueron escuchadas, y casi un siglo después la humanidad se encuentra cada vez más alejada del divino cetro de Jesucristo, negándole las prerrogativas de soberano en el ámbito temporal, y hasta en el religioso, con graves consecuencias para la vida moral, familiar, social e incluso económica.

Contexto dramático, que perdura

Desde el año en que la encíclica salió a la luz hasta hoy, la humanidad ha pasado por la Segunda Guerra Mundial, seguida de la tensión provocada por la Guerra Fría y por cientos de otros conflictos bélicos o tragedias, que desembocan en el temor de una hecatombe atómica, percibida por la generalidad de los pueblos como el peligro más grande en este triste y sombrío siglo XXI.

En Fátima, la Santísima Virgen les había prometido a los tres pastorcitos el final de la Gran Guerra y la paz. Ésta, no obstante, sólo se conservaría con la condición de que los hombres se convirtieran. De lo contrario, decía la bella Señora, vendría un conflicto de proporciones aún más devastadoras. Y así fue. Como resultado de esta terrible profecía, que se cumplió con exactitud, se hace evidente la existencia de la Providencia divina guiando la pequeña y la gran Historia, dándole sentido al encadenamiento que hay entre la fidelidad o la defección de los hombres con relación a Dios y los dramas que marcan los acontecimientos.

Cristo, única solución para los males de la humanidad

Por eso Pío XI, a fin de evitar las calamidades y matanzas que seguirían a la publicación de su célebre encíclica —y casi como si las hubiera previsto—, afirmó estar persuadido de que «no hay medio más eficaz para restablecer y vigorizar la paz que procurar la restauración del reinado de Jesucristo».1 El Papa consideraba que la acumulación de males en la tierra se debía al hecho de que la mayoría de los hombres se había distanciado de Nuestro Señor y de su santa ley. De esta manera, la paz verdadera entre los pueblos nunca resplandecería mientras los individuos y las naciones negasen y rechazasen el imperio del Salvador.

El pontífice indica también las felices consecuencias del reconocimiento de dicho imperio: «Si los hombres, pública y privadamente, reconocen la regia potestad de Cristo, necesariamente vendrán a toda la sociedad civil increíbles beneficios, como justa libertad, tranquilidad y disciplina, paz y concordia. […] ¡Oh, qué felicidad podríamos gozar si los individuos, las familias y las sociedades se dejaran gobernar por Cristo!».2

Deseoso de grabar en el corazón de los fieles las preciosas enseñanzas plasmadas en su encíclica, el Santo Padre decidió instituir la fiesta litúrgica de Cristo Rey. Fue movido a ello por razones de elevado cuidado pastoral:

«Para instruir al pueblo en las cosas de la fe y atraerlo por medio de ellas a los íntimos goces del espíritu, mucho más eficacia tienen las fiestas anuales de los sagrados misterios que cualesquiera enseñanzas, por autorizadas que sean, del eclesiástico magisterio. Éstas sólo son conocidas, las más veces, por unos pocos fieles, más instruidos que los demás; aquellas impresionan e instruyen a todos los fieles; éstas —digámoslo así— hablan una sola vez, aquellas cada año y perpetuamente; éstas penetran principalmente en la inteligencia, aquellas extienden su saludable influencia tanto a la inteligencia como al corazón, es decir, al hombre entero. Además, como el hombre consta de alma y cuerpo, de tal manera le habrán de conmover necesariamente las solemnidades externas de los días festivos, que por la variedad y hermosura de los actos litúrgicos aprenderá mejor las divinas doctrinas, y convirtiéndolas en su propia savia y sangre, aprovechará mucho más en la vida espiritual».3

Fiesta contrarrevolucionaria por excelencia

La solemnidad de Cristo Rey es, quizá, la fiesta litúrgica que más contrasta con los desvíos del mundo moderno, englobados acertadamente por el Prof. Plinio Corrêa de Oliveira en el vocablo Revolución. Explica él que, aun cuando cada revolución considerada separadamente sea «un movimiento cuyo objetivo es el de destruir un poder o un orden legítimo y poner en su lugar un estado de cosas (nótese que intencionalmente no decimos orden de cosas) o un poder ilegítimo»,4 el mal que aflige los tiempos actuales no es una sucesión incoherente de revoluciones, sino la Revolución por antonomasia.

El Dr. Plinio en 1983

Se trata de una Revolución multisecular, de cariz gnóstico e igualitario, que busca destruir el orden de la cristiandad medieval, la cual fue «la realización, en las circunstancias inherentes a los tiempos y lugares, del único orden verdadero entre los hombres, o sea, la civilización cristiana».5 Y la solemnidad de hoy, que cierra el Ciclo litúrgico, posee una fuerza incalculable para promover la sana, convencida y entusiasta reacción católica contra los sofismas revolucionarios. Es, en definitiva, una fiesta contrarrevolucionaria en toda la fuerza del término, porque «si la Revolución es el desorden, la Contra-Revolución es la restauración del orden. Y por orden entendemos la paz de Cristo en el Reino de Cristo».6

II – Rey sumamente misericordioso

El Evangelio seleccionado por la liturgia es la expresión más conmovedora y misericordiosa del reinado de Cristo, Cordero inmolado, que en su piedad suscita la fe del malhechor y la premia, prometiéndole el Paraíso al cruzar el umbral de la muerte.

El pasaje de San Lucas que nos ocupa es de una belleza inefable. Clavado en la cruz, Nuestro Señor continúa haciendo el bien, el sumo bien, que consiste en llevar al Cielo a un pecador. Ninguno de los milagros realizados por Él anteriormente, incluso el de resucitar a los muertos, manifiesta tanto su divino poder como la conversión y salvación del buen ladrón, así llamado no en función de sus hurtos, sino de su arrepentimiento en el momento decisivo.

Jesús resplandece, en medio de llagas y escarnios, como rey. Sí, Rey de ese Reino que no es de este mundo. Pero también rey en medio de esbirros y un sanedrín blasfemo, pues la maldad más encarnizada de los hombres no le priva de la libertad de premiar a una oveja descarriada que in extremis abre su corazón pobre e inmundo al Buen Pastor, siendo acogida por Él con un abrazo de compasión, amor y ternura que durará toda la eternidad.

Corazones de acero

En aquel tiempo, 35 los magistrados le hacían muecas a Jesús diciendo: «A otros ha salvado; que se salve a sí mismo, si Él es el Mesías de Dios, el Elegido».

Los magistrados —miembros del sanedrín y jefes del pueblo—, se muestran escandalosamente «ciegos, guías de ciegos» (Mt 15, 14) en ese paso. Después de haber presenciado un torrente de milagros de los más diversos géneros, como curaciones, multiplicación de alimentos, exorcismos y hasta resurrecciones, osan matar al autor de la vida, para usar la expresión de San Pedro (cf. Hch 3, 15). Uno se queda asombrado ante tanta ceguera voluntaria, fruto de un odio satánico contra el Mesías. Actuando de ese modo, encarnaban a la perfección el papel de los viñadores homicidas mencionados por Jesús en una de sus parábolas (Mt 21, 33-46), quienes, al matar al heredero del dueño de la viña, pretendían apoderarse de un patrimonio que no les pertenecía.

¿Hasta qué punto los saduceos y los fariseos, que componían ese senado de las tinieblas de Jerusalén, eran conscientes del mal que estaban haciendo? ¿Acaso la ebriedad del odio les habría eclipsado por completo la razón al punto de que negaran tantas evidencias que apuntaban hacia el mesianismo y la divinidad de Jesús? Resulta difícil responder.

Sin embargo, el temor que manifestaron con respecto a la Resurrección del Señor y el hecho de haber sobornado a los guardias a fin de difundir entre el pueblo noticias falsas que desmintieran la gloria de Jesús revivido, muestra hasta dónde quisieron llevar su propia obstinación. Cabe preguntarse si un hombre, sin la ayuda misteriosa de algún ángel caído, sería capaz de llegar tan lejos. ¿No merecieron, pues, el calificativo que el Redentor les dio cuando les dijo: «Vosotros sois de vuestro padre el diablo» (Jn 8, 44)?

Soportó en su propio pecho el odio del mundo entero

36 Se burlaban de Él también los soldados, que se acercaban y le ofrecían vinagre, 37 diciendo: «Si eres tú el rey de los judíos, sálvate a ti mismo».

Los soldados allí presentes representan la gentilidad, aunque algunos pudieran ser originarios de Palestina. También se mofaban de Nuestro Señor a causa del mal ejemplo dado por los judíos, razón por la cual se puede afirmar que Jesús soportó en su propio pecho el odio del mundo entero. Pero ese sacrificio dio sus frutos.

Los soldados echan suertes sobre la túnica de Jesús, de Giotto di Bondone – Capilla de los Scrovegni, Padua (Italia)

En efecto, el pecado de los romanos fue menor que el del pueblo elegido, así como lo fue el de Pilato en relación con el del sanedrín al condenar al Justo. Quizá por ese motivo, a pesar de haber maltratado al Señor, ya al pie de la cruz recibieron las primeras gracias en la dirección de una futura conversión, como lo demuestra la exclamación del centurión al ver la grandeza con que el Redentor expiraba: «Verdaderamente éste era Hijo de Dios» (Mt 27, 54). Así, en medio de las nubes de la tragedia, se abría una grieta para que la luz de la fe se filtrara sobre los paganos, presagiando la conversión del imperio de los césares.

Una situación similar sucede hoy día cuando vemos a los hijos de la civilización cristiana —los más beneficiados por los frutos de la preciosísima sangre derramada en la cruz— darle la espalda a Dios con una obstinación y una maldad inauditas. En cambio, otros pueblos, aunque sigan los malos ejemplos de los que les precedieron bajo el signo de la fe, parecen más susceptibles de conversiones fulgurantes, las cuales sin duda le conferirán al reinado de Cristo un renovado esplendor.

Un rey crucificado

38 Había también por encima de Él un letrero: «Éste es el rey de los judíos».

El titulus crucis, que hoy se venera en la basílica de la Santa Cruz de Jerusalén, de Roma, posee un profundo significado. A pesar de las reiteradas peticiones de los sanedritas para que lo cambiara, Pilato lo dejó tal y como había salido de sus labios: «Jesús, el Nazareno, el rey de los judíos» (Jn 19, 19). Célebre se hizo la frase que pronunció en aquella ocasión: Lo escrito, escrito está, con la que expresaba su determinación de no cuestionar lo que había hecho constar en aquella paradigmática tablilla.

La máxima autoridad civil de la época en Palestina, considerada legítima por el propio Cristo, era la que afirmaba la realeza del Hijo de Dios. En cierto modo, aquella inscripción proclamó la verdad y posee connotaciones proféticas de altísimo valor simbólico hasta el día de hoy.

El buen ladrón y el malo

39 Uno de los malhechores crucificados lo insultaba diciendo: «¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros». 40 Pero el otro, respondiéndole e increpándolo, le decía: «¿Ni siquiera temes tú a Dios, estando en la misma condena? 41 Nosotros, en verdad, lo estamos justamente, porque recibimos el justo pago de lo que hicimos; en cambio, éste no ha hecho nada malo».

Para humillar todavía más a Nuestro Señor, lo crucificaron en medio de dos malhechores. Sin embargo, este diabólico intento de agraviar al Redentor se convirtió en uno de sus mayores títulos de gloria, pues al rescatar al buen ladrón —de nombre Dimas, según una respetable tradición— cumplió de forma espléndida su misión de salvar a los pecadores.

Sorprende el contraste entre el mal ladrón y el bueno. El primero, además de ser un delincuente, había deformado su conciencia hasta el punto de no avergonzarse de sus propios crímenes, volviéndose un vil y utilitario aprovechado. De ahí que se sumara a los insultos de los sanedritas y de los soldados, con el objetivo de mover a orgullo —como si tal vicio existiera en quien no conocía el pecado— a la divina Víctima y llevarla a obrar el milagro. La mirada interior de ese miserable estaba tan oscurecida que era incapaz de percibir la inocencia, la rectitud y la integridad que brillaban en el Cordero inmolado.

El pecado y el egoísmo hacen al hombre estulto y descarriado. En el caso del mal ladrón, el resultado fue terrible: Jesús guardó silencio. Sí, aquel que podría salvarlo lo ignora y abandona a su propia malicia. ¿Cuál habrá sido su suerte eterna? El veredicto le pertenece únicamente a Dios, pero la narración de San Lucas da pie a temer razonablemente la peor de las hipótesis.

El buen ladrón, detalle de «La crucifixión», de Masolino da Panicale – Basílica de San Clemente, Roma

El buen ladrón, en cambio, reaccionó de una manera diferente. San Juan Crisóstomo dice que «predicaba a los presentes, reflexionando sobre las palabras con que el otro increpaba al Salvador».7 La provocación del mal ladrón fue una oportunidad para que Dimas exteriorizara los sentimientos y reflexiones que afloraban en su espíritu en aquella lenta agonía de la cruz. En el silencio del Calvario y gracias a las oraciones de la bondadosa Corredentora, cayó en sí, se arrepintió sinceramente y fue elevado de un modo asombroso a un nivel altísimo en la vida espiritual.

Sobre él afirma San Gregorio Magno con buen tino: «Tuvo fe, porque creyó que reinaría con Dios, a quien veía morir a su lado; tuvo esperanza, porque pidió entrar en su Reino […]; y en el momento de su muerte tuvo caridad, porque reprendió a su compañero de latrocinios, que moría por la misma culpa».8

Uno de los actos de fe más hermosos de la Historia

42 Y decía: «Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu Reino».

¡Cuán meritorio es creer en la luz cuando reinan las tinieblas de la noche! De la misma forma, con cuánta belleza refulge la fe del buen ladrón, que veía a la divina Víctima masacrada por los pecadores y creyó en su reinado que traspasa el umbral de la muerte y penetra en la vida indefectible. Ante la humillación de la cruz, los propios Apóstoles no tuvieron siquiera una chispa de esa fe rutilante, hecha de certeza en la victoria de Cristo en el momento en que parecía que era arrastrado por la corriente del fracaso más pungente. Tan sólo las oraciones de la mejor de las madres lograron que la fuerza de la sangre preciosísima de su Hijo cayera en aquel corazón arrepentido, dándole esa convicción tan sólida acerca del Cielo.

El drama de la muerte, bien aceptada como merecido castigo por las transgresiones cometidas, fue el instrumento utilizado por Dios para darle la vida eterna a un alma pecadora. En este pormenor se percibe con claridad meridiana cuánto el sufrimiento y el dolor contribuyen a nuestra salvación.

La primera de las canonizaciones

43 Jesús le dijo: «En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el Paraíso».

El buen ladrón se presenta como signo de la radiante victoria obtenida por el holocausto del Señor. Tenemos ante nuestros ojos al primer pecador que es llevado a los Cielos, conducido por las propias manos traspasadas de Jesús. Detrás de él le seguirían cientos de miles, entre los que nos encontraremos si nos dejamos envolver, perdonar y erguir por la divina misericordia.

San Ambrosio subraya la generosidad de Cristo al conceder el premio sempiterno a quien simplemente le rogaba no ser olvidado: «El Señor siempre da más de lo que se le pide. Aquel pedía que el Señor se acordara de él cuando estuviera en su Reino, y el Señor le contestó: En verdad, en verdad te digo que hoy estarás conmigo en el Paraíso; y es que la vida verdadera consiste en estar con Cristo, porque donde está Cristo allí está el Reino».9

Crucifijo de la basílica de Nuestra Señora del Rosario, Caieiras (Brasil)

Esta generosidad del Salvador relució en todo su alcance simbólico en el Calvario, como explica San Juan Crisóstomo: «El diablo desterró a Adán [del Paraíso], pero Cristo introdujo al ladrón. […] Aún hay otro milagro mayor que considerar: Él no se contentó con introducir a un ladrón, sino que además lo hizo ante toda la tierra y ante los Apóstoles, para que ninguno de los que vinieran después desesperara de entrar allí ni renunciara a la esperanza de su propia salvación, viendo a un hombre inculpado de numerosos delitos alojarse en el palacio real. […] Con una simple palabra, un solo acto de fe, dio un salto al Paraíso antes que los Apóstoles, para que aprendáis que no lo logró por la nobleza de sus sentimientos, sino que fue el amor del Maestro por los hombres lo que lo hizo todo. […] Obsérvese la prontitud: de la cruz al Cielo, de la condenación a la salvación».10

El patíbulo de la cruz se transforma en el trono de la majestad divina, crucificada y dadivosa. Como lo había anunciado, de este trono Nuestro Señor atrae hacia sí a todos los hombres que tienen el coraje de esperar en una vida más allá de los cortos límites de la existencia pasajera sobre la tierra, la cual termina con la muerte y la descomposición de nuestro cuerpo. En Jesús sacrificado, el corazón humano encuentra la respuesta a su anhelo de felicidad eterna.

III – ¡Él reinará!

En el Padre nuestro, Jesús nos enseñó a orar de la manera más excelente. Y entre las peticiones contenidas en él, hay dos que adquieren un brillo particular en función de la solemnidad de hoy: «venga a nosotros tu Reino» y «hágase tu voluntad en la tierra como en el Cielo».

Por lo tanto, la misión de todo bautizado es la de suplicarle al Padre de las luces la instauración del reinado de Cristo, para que transforme nuestro mundo en una imagen, la más perfecta posible, de los esplendores celestiales.

Este Reino es querido, sobre todo, por el propio Jesucristo

¿Cómo cumplir tan noble misión en medio de una sociedad laicista, tecnificada y alejada de Dios? Podría decirse que es algo simplemente quimérico o quijotesco… ¿Existe aún la posibilidad de instaurar un orden de cosas similar al que reinó en los luminosos siglos de la Alta Edad Media, con las debidas adaptaciones de tiempo y lugar? ¿Tiene sentido soñar con catedrales sacras y grandiosas, con castillos imponentes y elegantes, o con una sociedad impregnada de la fe católica?

La respuesta es un sí categórico.

Ante todo, porque Dios preside el curso de la Historia y en él interviene decisivamente en momentos escogidos desde toda la eternidad. Así nos lo muestra, entre otros ejemplos, la parábola acerca del hombre noble que marchó a un país lejano para conseguir el título de rey (cf. Lc 19, 12-27). Sus detractores no lograron impedirle tal propósito, de suerte que pudo regresar investido de la dignidad regia. Al llegar a sus dominios recibió la rendición de cuentas de los siervos a los que les había encargado la administración de sus bienes. Después de haber premiado a unos y castigado a otros, el rey ordenó que ejecutaran a sus enemigos en su presencia.

Esta profética parábola se cumplió de alguna forma en la destrucción de Jerusalén anunciada explícitamente por el Salvador en otros pasajes del Evangelio. Pero ¿no habría de cumplirse siempre que hubiera, a lo largo de la Historia, un intento de frustrar o impedir que Jesús reine?

Cristo Rey, «Grandes Horas de Ana de Bretaña» – Biblioteca Nacional de Francia, París

Para responder a esta pregunta vale la pena recordar la solemne declaración hecha por el Sagrado Corazón a Santa Margarita María Alacoque: «No temas. Reinaré a pesar de mis enemigos y de todos los que a ello se opusieren».11 Esta promesa marcó a fondo el espíritu de la santa, hasta el punto de repetirla con ligeros matices en una carta dirigida a su antigua superiora, la madre De Saumaise: «Proseguid con valentía lo que habéis emprendido para su gloria, en el cumplimiento de su reinado. El Sagrado Corazón reinará a despecho de Satanás y de todos aquellos que suscita para oponerse a Él».12

¿En qué consistirá esta victoria de Cristo Rey prometida en Paray-le-Monial? Ante todo, sin duda, será el triunfo de Jesús en el corazón de los miembros del clero. Es imposible reformar el mundo sin una renovación de la disciplina eclesiástica. Sin embargo, el imperio del Redentor no se limitará a eso.

Las metas de Dios son más amplias, pues Él es el Señor del universo y desea que todas sus criaturas se le sometan dulcemente. Por eso, en las mismas revelaciones a Santa Margarita María, el Sagrado Corazón de Jesús le ordenó que le transmitiera el siguiente mensaje al rey Luis XIV, que en aquella época reinaba en Francia: «Hazle saber al primogénito de mi Sagrado Corazón […] que deseo triunfar sobre su corazón, y por medio de él, sobre el de todos los grandes de la tierra. Quiero reinar en su palacio, ser pintado en sus estandartes y grabado en sus armas, […] para hacerlo que triunfe sobre todos los enemigos de la Santa Iglesia».13

No se sabe con certeza si el monarca tuvo conocimiento de este mensaje, aunque es bastante probable que sí. El hecho es que el llamamiento paterno, afectuoso y delicado del Rey de los reyes no fue llevado a la práctica, con las consecuencias dramáticas que eso trajo con el paso del tiempo, especialmente en el trágico y sangriento final del Ancien Régime bajo la implacable cuchilla de la Revolución francesa.

No obstante, el mensaje a Luis XIV nos amplía el horizonte con respecto a las intenciones del Corazón de Jesús. Él quiere extender su Reino de bondad, rectitud y pureza a la sociedad civil, a la cultura, al arte, a las maneras de ser y de comportarse, permitiendo que todos los ámbitos de la actividad humana lo tengan como cabeza. Sólo así será hecha la voluntad de Dios en la tierra como en el Cielo.

¡Esperemos la venida del Reino de Jesús, por medio de María!

Como eco fidelísimo del Señor de los señores, proclamamos llenos de fe que el mundo camina rumbo al triunfo espiritual de Cristo, que se irradiará en los corazones de los hombres e imperará sobre las instituciones, las costumbres, las modas, los gustos, las sociedades y las familias. Se habrá cumplido entonces la otra petición del Padre nuestro: «Venga a nosotros tu Reino».

Esta victoria, no obstante, se hará efectiva por intercesión de María Santísima, asociada íntimamente al misterio de la salvación como Corredentora y Madre de la nueva humanidad rescatada por la sangre del Cordero. También Ella prometió en Fátima que su Inmaculado Corazón triunfaría, junto al de Jesús, con el cual forma un solo Corazón.

Casa de Formación Thabor, Caieiras (Brasil)

Los medios por los cuales se llevará a cabo ese triunfo nos son desconocidos en sus detalles. Sabemos únicamente que, como el buen ladrón, la humanidad debe ser sacudida hasta el extremo de reconocer, humillada, su prevaricación y su culpa. Entonces, entre la aspereza de la penitencia, será elevada a una altura espléndida por un nuevo Pentecostés mariano, pues sin la gracia tal conversión no se obrará. Son necesarios, en verdad, irresistibles torrentes de gracia.

Nos corresponde apresurar ese momento con nuestra oración confiada, lucha incansable y generoso espíritu de sacrificio. 

 

Notas


1 PÍO XI. Quas primas, n.º 1.

2 Ídem, n.os 17; 19.

3 Ídem, n.º 20.

4 CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. Revolução e Contra-Revolução. 5.ª ed. São Paulo: Retornarei, 2002, pp. 57-58.

5 Ídem, p. 59.

6 Ídem, p. 97.

7 SAN JUAN CRISÓSTOMO, apud SANTO TOMÁS DE AQUINO. Catena Aurea. In Lucam, c. XXIII, vv. 38-43.

8 SAN GREGORIO MAGNO. Moralium Libri. L. XVIII, c. 40, n.º 64: PL 76, 74.

9 SAN AMBROSIO. Tratado sobre el Evangelio de San Lucas. L. X, n.º 121. In: Obras. Madrid: BAC, 1966, pp. 605-606.

10 SAN JUAN CRISÓSTOMO. Sermons sur la Genèse. Sermon VII, n.º 4: SC 433, 327-329.

11 HAMON, SJ, Auguste. Sainte Marguerite-Marie. Sa vie intime. 3.ª ed. Paris: Gabriel Beauchesne, 1931, p. 198.

12 Ídem, p. 219.

13 Ídem, p. 221.

 

2 COMENTARIOS

  1. El proyecto de Jesús, es el mismo que el de Padre, como bien anuncia en su vida pública, muy
    bien sintetizado por la Conferencia del Episcopado Latinoamericano ce-
    lebrada en Aparecida:
    «El proyecto de Jesús es instaurar el Reino de su Padre. Por eso pide a sus discípulos:
    «¡Proclamen que está llegando el Reino de los cielos!» (Mt 10,7).
    Se trata del Reino de la vida. Porque la propuesta de Jesucristo a nuestros pueblos, el contenido fundamental de esta misión, es la oferta de una vida plena para todos.
    Por eso la doctrina, las normas, las orientaciones éticas, y toda la actividad misionera de la Iglesia, debe dejar transparentar esta atractiva oferta de una vida más digna, en Cristo, para cada hombre y para cada mujer.»
    En definitiva, el reinado de Cristo es irreversible.

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