El Fundador de los fundadores

Todo lo que Dios hace emana de su infinita sabiduría. Fundó la tierra y los cielos, creó al hombre a su imagen y semejanza y, tras la culpa original, prometió la Redención por medio del Mesías.

Innumerables profecías señalaban a ese Ungido de Dios. Jeremías, por ejemplo, indicaba que sería de la descendencia de David (cf. Jer 23, 5); Miqueas, que nacería en Belén (cf. Miq 5, 1); Isaías, que una virgen concebiría y daría a luz un niño, que sería llamado Maravilla de Consejero, Dios fuerte, Padre de eternidad, Príncipe de la paz (cf. Is 7, 14; 9, 5).

Incluso la fecha aproximada de la venida de Cristo había sido prenunciada por Daniel, coincidiendo con el comienzo de la vida pública de Jesús, con ocasión de su bautismo en el Jordán (cf. Dan 9, 24-25). Gracias a estos y otros muchos vaticinios, quien conociera la Sagrada Escritura ciertamente no podía alegar ignorancia acerca de la llegada del Salvador.

De hecho, Herodes preguntó a los sumos sacerdotes y a los escribas dónde nacería el Mesías. A lo que respondieron, confirmando el conocimiento de las profecías: «En Belén de Judea» (Mt 2, 5). Así, esos mismos que debían acoger de una manera más especial al esperado de las naciones se convirtieron en cómplices de la primera persecución a Jesús, que culminó con la masacre de los inocentes.

Simeón, por su parte, profetizó que aquel niño sería un «signo de contradicción», que sería puesto «para que muchos en Israel caigan y se levanten» (Lc 2, 34). Pues bien, para construir edificios, siempre hay que despejar el terreno y retirar los escombros, antes de poner los cimientos.

Y eso fue precisamente lo que ocurrió. En tiempos de Nuestro Señor, la religión estaba carcomida por la obstinación de provectos fariseos. Era necesario romper con sus falsas tradiciones y restablecer el Templo, profanado incluso por mercaderes y cambistas.

En los comienzos de la vida pública del Redentor, la Providencia envió al último de los profetas, el Precursor, que «se llamaba Juan» (Jn 1, 6). El Bautista no era la Luz, pero vino a dar testimonio de ella. La Sabiduría divina les concedía así más oportunidades de reconocer en Jesús al Salvador de las naciones. Sin embargo, los supuestamente sabios en las cosas de este mundo se convirtieron en los mayores opositores de la nueva gracia: «Vino a los suyos, y los suyos no lo recibieron» (Jn 1, 11).

Los fariseos y sus secuaces esperaban un Mesías humano e incluso mundano, que satisficiera sus propios egoísmos. No contaban con que el plan de la Providencia superaba cualquier cálculo pragmático: el verdadero Mesías fundaría, bajo la égida del Paráclito, una Iglesia sobre la roca firme de Pedro y construida con las columnas de los Apóstoles.

Ahora bien, como enseña San Pablo, a éstos les siguen los profetas y aquellos que tienen la misión de enseñar (cf. 1 Cor 12, 28), entre los cuales se encuentran ciertamente los fundadores de institutos religiosos, cuya misión profética y doctrinaria es siempre capaz de renovar las gracias primaverales de la fundación de la Iglesia. Y, por participar en el sostenimiento de la Esposa Mística de Cristo, sus imágenes están insertadas simbólicamente en los nichos de la basílica de San Pedro.

El Mesías vino a este mundo para redimir a la humanidad y fundar una única Iglesia. Pero su presencia y acción se perpetúan a lo largo de los siglos a través de los fundadores, que participan más especialmente de su misión redentora y son capaces de edificar a otras almas. Constituyen, en cada época histórica, el reflejo de la Luz que «vino a los suyos». A nosotros nos corresponde recibirlos… ◊

 

Niño Jesús – Casa de los Heraldos del Evangelio, Quito

 

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