Desolado, Manuelino buscó socorro ante una imagen del Sagrado Corazón de Jesús. Nada le salía bien en su vida… Con las manos en el rostro, lloraba copiosamente, hasta que sintió que le tocaban el hombro.

 

Érase una vez un hombre pobre y afligido que se llamaba Manuelino. Vagaba de aquí para allá, muy preocupado. ¿Qué le causaba tanto desa­sosiego? El infeliz no tenía dónde vivir y andaba buscando una casa en la que residir.

El gran problema se hallaba en su falta de recursos; no tenía ni un centavo en su zarrapastroso y agujereado bolsillo. Si quería encontrar una solución para su vida, necesitaba agenciarse algún trabajo. Y no perdió el tiempo en hacerlo.

Deambulando por las calles se topó con un magnífico palacete y pensó: «Siendo un sitio tan grande, tal vez precisen de un empleado para la limpieza».

¡Toc, toc, toc! —sonó la puerta.

—¿Quién es? —preguntó un criado.

—Buenas, he venido en busca de trabajo en esta casa —contestó Manuelino.

—Uhm… Espere, que voy a llamar al ama de llaves.

Unos minutos después aparece una elegante señora. Miró curiosa a Manuelino, aparentando buena disposición en atenderlo.

—¿Le puedo ayudar en algo?

Tras explicarle el aprieto por el que pasaba, oyó las siguientes palabras:

—¡Pobrecillo! Imagino el apuro en el que se encuentra. Cuento ya con un buen número de sirvientes, pero acepto sus trabajos siempre que el mayordomo le asigne alguna tarea.

La gentil dama le invitó a entrar y se lo presentó al responsable. Éste, no obstante, tan bien tratado constantemente, se llenó de envidia por la bondad de la gobernanta para con el desafortunado. Disimulando su maldad, retrucó:

—Señora, aquí ya somos muchos. Sin embargo, conozco una casa que necesita empleados.

Anotó la dirección en un papel y se lo dio al visitante. La ama de llaves, más aliviada, le deseó buena suerte y le dejó que siguiera su camino. Pero los datos… ¡eran falsos! Lo condujeron a un barrio deshabitado, donde solamente había hierbajos… Manuelino entendió la artimaña y decidió no recurrir nuevamente a la amabilidad de aquella dama.

El desafortunado se fue a intentarlo en otra parte.

En el camino de vuelta se encontró con un club de hípica en cuyo frontispicio había un letrero que decía: «Se necesita personal». Se presentó enseguida y fue aceptado. Su oficio sería el de limpiar a los caballos, darles de comer y cuidar de ellos durante los paseos. Se hospedaría en una cabaña cerca de los animales.

Por la mañana temprano empezó con la limpieza solicitada y parecía que se le estaba dando bastante bien. Aunque cuando soltó a los equinos, todos se desbocaron. La entrada al recinto estaba abierta y muchos salieron por allí, lo que le supuso un tremendo esfuerzo para recuperarlos. Siete horas tardó en meterlos en sus respectivas cuadras. El propietario, furioso, despidió a Manuelino sin pagarle ni un centavo.

Logo de manhã, tudo parecia estar indo bastante bem; contudo, quando soltou os cavalos, eles desembestaram

El desafortunado se fue a intentarlo en otra parte.

Había una famosa tienda de cuadros cuyo dueño pintaba bellísimos paisajes por encargo. Como tenía tantos clientes, pasaba trabajando noche y día, y necesitaba que alguien le ayudara a entregar sus obras a los compradores.

El pobre hombre se puso a disposición para servir al artista, que lo aceptó de buen grado. Ambos compartirían techo y comerían a la misma mesa, a fin de que el ayudante estuviera en todo momento al lado de su patrón, listo para auxiliarlo.

Aún así, al final del primer mes se habían acumulado bastantes reclamaciones: los cuadros que recibía la gente no era lo encomendado. Manuelino, cansado por las madrugadas en claro, había confundido la mayoría de los destinatarios y cambiado las mercancías.

El pintor se apiadó del miserable, pero, consciente del dicho «mucho ayuda el que poco estorba», lo cesó enseguida.

Y el desafortunado se fue a intentarlo en otra parte.

Esta vez, Manuelino decidió encomendarse al auxilio celestial. Era un hombre humilde y muy esperanzado en la intervención divina. Mientras caminaba rezando pasó por delante de un monasterio y le vino el siguiente pensamiento: «¿Y si me hiciera religioso?».

Llamó a la puerta del majestuoso edificio y le contó al abad, con toda franqueza, el infortunio del que era objeto. El monje sintió pena de él. No podía aceptar a nadie sin vocación, pero, para ayudarlo, le permitió que viviera con ellos durante un tiempo.

Le encargó a uno de los frailes que lo instruyera acerca del reglamento de la comunidad. Manuelino, sin embargo, no encajaba en el silencio, ni en los horarios, ni en la disciplina monacal. Hablaba incluso en los momentos de mayor recogimiento. En una ocasión, se interesó por las campanas y empezó a tocarlas; los monjes acudieron y lo encontraron divirtiéndose con los tañidos del carillón…

Después de otras actitudes similares, al abad no le quedó más remedio que echarlo. Pero antes de que se marchara, le dio una paternal bendición, que Manuelino recibió con lágrimas, y le aconsejó:

—Hijo mío, ve a la iglesia y reza ante el Sagrado Corazón de Jesús. Estoy seguro de que Él te ayudará.

Agradecido, pero desolado, hacia allí se dirigió a fin de pedir socorro:

—¡Oh Salvador mío, mira la angustia en la que me encuentro! Soy un inútil, no sirvo para nada. Todo lo hago mal y, por eso, todos me rechazan. No tengo casa, ni medios de sustento. ¿Me abandonarás tú también? Ten piedad de mí, Señor, pues no veo ninguna salida a mi lamentable situación.

Con las manos en el rostro, Manuelino lloraba copiosamente delante de la imagen. Al cabo de un rato, sintió que le tocaban el hombro. Se enjugó las lágrimas y miró a la estatua: ¡estaba viva!

Rebosante de bondad, Jesús le dijo:

—Manuelino, hijo mío, no te atormentes. Todo eso te ha sucedido para que yo pudiera concederte una gracia enorme. ¿Ves mi mano derecha? Te está llamando. Mira ahora mi mano izquierda: te está mostrando hacia donde te invito. Los sufrimientos por los cuales has pasado y la confianza que depositaste en mí han conquistado de mi amor la entrada en este santuario divino. ¿Quieres vivir aquí para siempre?

—Sí, Señor. Esa será mi morada eternamente.

—Entonces, hijo mío, ven.

Y sujetándolo con su mano derecha el divino Salvador introdujo a Manuelino en su Sagrado Corazón.

Dios permite que pasemos por tribulaciones, pero siempre con la intención de que resulten en bienes mayores. Jamás dejemos de confiar en la bondad de Jesús. Al final recibiremos mucho más de lo que habíamos pedido. 

 

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