Evangelio del Miércoles de Ceniza
“Tengan cuidado de no practicar su justicia delante de los hombres para ser vistos por ellos: de lo contrario, no recibirán ninguna recompensa del Padre que está en el cielo. Por lo tanto, cuando des limosna, no lo vayas pregonando delante de ti, como hacen los hipócritas en las sinagogas y en las calles, para ser honrados por los hombres. Les aseguro que ellos ya tienen su recompensa. Cuando tú des limosna, que tu mano izquierda ignore lo que hace la derecha, para que tu limosna quede en secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará.
Cuando ustedes oren, no hagan como los hipócritas: a ellos les gusta orar de pie en las sinagogas y en las esquinas de las calles, para ser vistos. Les aseguro que ellos ya tienen su recompensa. Tú, en cambio, cuando ores, retírate a tu habitación, cierra la puerta y ora a tu Padre que está en lo secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará.
Cuando ustedes ayunen, no pongan cara triste, como hacen los hipócritas, que desfiguran su rostro para que se note que ayunan. Les aseguro que con eso, ya han recibido su recompensa. Tú, en cambio, cuando ayunes, perfuma tu cabeza y lava tu rostro, para que tu ayuno no sea conocido por los hombres, sino por tu Padre que está en lo secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará” (Mt 6, 1-6.16-18).
I – Tiempo de penitencia y reconciliación
La Iglesia rememora por medio del Ciclo Litúrgico, sabia y didácticamente, los más importantes episodios de la existencia terrena del Verbo Encarnado. Las solemnidades de la Anunciación y de la Navidad, las conmemoraciones del Triduo Pascual y la Ascensión del Señor al Cielo, entre otras, componen un variado caleidoscopio que ofrece ante la piedad de los fieles distintos aspectos de la infinita perfección de nuestro Redentor. En cierto modo reviven las gracias dispensadas por la Providencia en aquellos momentos históricos, derramándose sobre quienes participan con devoción en esas festividades.
Precediendo a las solemnidades más importantes —el Nacimiento del Salvador y su Pasión, Muerte y Resurrección— la Iglesia destina dos períodos de preparación: el Adviento y la Cuaresma. Para celebrar misterios tan elevados y sublimes, conviene que los fieles purifiquen sus almas de las miserias y apegos, haciéndose más aptos a recibir las dádivas celestiales.
Con el Miércoles de Ceniza comienzan los cuarenta días previos a la Semana Santa. Las tres lecturas de ese día —un pasaje del profeta Joel, un trecho de una epístola de San Pablo y otro del Evangelio— nos hablan de la necesidad del ayuno y la penitencia como medios para combatir mejor los vicios, por la mortificación del cuerpo, y propiciar la elevación de la mente a Dios. Según la enseñanza del Papa San León Magno, “nos mortificamos para extinguir nuestra concupiscencia. Y el resultado de la mortificación debe ser el abandono de los actos deshonestos y los deseos injustos”. 25
Como más adelante veremos, los textos litúrgicos aludidos hacen referencia sobre todo a un tipo de penitencia especialmente agradable a Dios y esencial para nuestra vida espiritual. Se trata de evitar las exageraciones del amor propio, cuidando no llamar la atención de los demás sobre nosotros mismos, de manera que nuestra alma, limpia y adornada con la virtud de la humildad, ofrezca al Señor un sacrificio de agradable aroma.
“Recuerda que eres polvo”
La liturgia del Miércoles de Ceniza nos recuerda con expresividad nuestra condición mortal: “Memento homo quia pulvis es et in pulverem reverteris — Acuérdate, hombre, que polvo eres y en polvo te convertirás”. Tal es la categórica sentencia de una de las dos fórmulas empleadas por la Iglesia para imponer las cenizas. 2 Después de la ceremonia, la frente de los fieles llevará la marca de un trazo oscuro, cuyo aspecto trágico y despojado de belleza parece clamar: “La muerte puede llevarnos de un momento a otro, retornando al polvo”.
Pensar en el terrible paso de esta vida a la eternidad puede ser a menudo incómodo, pero altamente benéfico para convencernos de la necesidad de evitar el pecado, que nos cierra para siempre las puertas del Cielo: “En todas tus obras acuérdate de tus postrimerías, y no pecarás jamás” (Eclo 7, 40). Al respecto, Dom Próspero Gueranger recomienda con toda propiedad: “Si queremos perseverar en el bien, donde la gracia de Dios nos estableció, seamos humildes, aceptemos la sentencia, y veamos la vida como una caminata más o menos larga que acaba en la tumba”. 3
“Dejaos reconciliar con Dios”
San Pablo nos incentiva en la primera lectura de hoy a vivir en la gracia de Dios: “Os suplicamos en nombre de Cristo: reconciliaos con Dios” (2 Cor 5, 20). Y con justa razón, porque el pecado nos aparta de Dios, volviendo necesaria la reconciliación. La Doctrina Católica enseña que para reparar la ofensa de un solo pecado venial no son suficientes ni siquiera los méritos inconmensurables de la Santísima Virgen sumados a los de los Ángeles, los Bienaventurados y los de todos cuantos podrían haber sido creados y no lo fueron. ¡Cuánto más al tratarse de un pecado grave!
Sólo la Adorabilísima Sangre de Dios tendría méritos infinitos para redimir las ofensas cometidas por los hombres desde Adán y Eva, como lo muestra San Pablo con aquella elevación de lenguaje que lo distingue: “A aquel que no conoció el pecado, le hizo pecado por nosotros, para que nos hiciéramos justicia de Dios en él” (2 Cor 5, 21). La Encarnación de la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, con su Pasión y Muerte en la cruz, fue el medio elegido para restituir a la humanidad descarriada en la plena amistad con Dios. Tanta fue la superabundancia de gracia conquistada por el sacrificio del Calvario —pues las operaciones divinas son insuperables— que ni aun la suma de todas las posibles faltas de los hombres podrán agotar jamás los méritos infinitos de la Preciosa Sangre de Cristo. 4
Si Jesús no hubiera asumido sobre sí la deuda contraída por nuestros primeros padres, por medio de la oblación de su Cuerpo, sería imposible nuestra reconciliación con Dios 5 y las puertas del Cielo se nos habrían cerrado para siempre.
II – Amor propio, oración y ayuno
En el trecho del Evangelio que analizamos hoy vemos al Divino Maestro tomar como ejemplo didáctico una escena característica de aquel tiempo. Bajo una mirada histórica, el Señor reprocha una actitud habitual sobre todo a los fariseos; pero como la palabra de Dios es eterna, aquí se contiene una lección para los hombres de todos los siglos.
El principal sumidero por donde se escurren los méritos
Tengan cuidado de no practicar su justicia delante de los hombres para ser vistos por ellos: de lo contrario, no recibirán ninguna recompensa del Padre que está en el cielo.
Era difícil que la hipocresía fuera ajena a los fariseos. Llevados por un orgullo supino, se volcaban sobre sí mismos hasta olvidarse de Dios, realizando sus buenas obras con intención de ganar prestigio “delante de los hombres”.
El defecto apuntado por Nuestro Señor en este versículo era común entre ellos. Infelizmente, tampoco es raro en nuestros días. Las Sagradas Escrituras se deshacen en consejos contra este pecado capital, raíz de muchos vicios, principalmente en el Libro del Eclesiastés: “Vanidad de vanidades, todo es vanidad” (Ecl 1, 2). La preo-cupación del Divino Maestro es idéntica.
Con respecto a los actos humanos, podemos afirmar que algunos son neutros, como por ejemplo cantar o pintar. La sustancia y el mérito vienen de su intención y la finalidad con que son ejecutados. Otros actos son buenos per se, al estar ordenados por la razón a un objetivo honesto. Pero según el Doctor Angélico, “puede ocurrir eventualmente que un acto en sí mismo virtuoso se vuelva vicioso, debido a ciertas circunstancias”. 6
Ahora bien, la vanidad mancilla a menudo nuestros actos de virtud y roba nuestros méritos. Como subraya el Cardenal Gomá, este vicio es “un pernicioso enemigo de las buenas obras: practicarlas con el fin de ser visto y admirado por los demás significa perder la recompensa que les corresponde cuando son hechas con recta intención”. 7
Los maestros de vida espiritual afirman que la vanidad es un vicio tan arraigado en el hombre que, por así decir, solamente lo abandona media hora después de su muerte. Para vencerlo hace falta mucha oración, paciencia y esfuerzo. Oración, porque es el medio con el cual obtenemos las gracias para combatirlo. Paciencia y esfuerzo, porque debemos luchar contra él día y noche, impidiéndole instalarse en nuestra alma, como recomienda San Juan Crisóstomo: “Es necesario prestar mucha atención a su entrada, del mismo modo como alguien se pone en guardia contra una fiera dispuesta a atacar al desprevenido”.
Podríamos usar entonces una expresión fuerte, pero muy cierta: la vanidad es el principal sumidero por donde se escurren los méritos de nuestras oraciones y buenas obras. También es un tóxico para el alma, porque la deja sin fuerzas para enfrentar las tentaciones y, por lo tanto, expuesta a toda clase de debilidades y capitulaciones.
Conviene tener en cuenta además que, cuando el Maestro nos dice: “Tengan cuidado de no practicar su justicia delante de los hombres para ser vistos por ellos”, no nos invita a hacer siempre el bien a escondidas, ya que practicar la justicia frente a los hombres puede ser motivo de edificación para el prójimo y de gloria para el Creador, algo que subraya el gran Bossuet: “Él no nos prohíbe practicar la justicia cristiana en toda ocasión, para edificación del prójimo; antes al contrario, ha dicho: ‘Brille vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en el Cielo’. […] Edificad al prójimo por vuestros actos exteriores, y que todo en vosotros sea ordenado, hasta un simple parpadeo, pero todo se haga con naturalidad y simplicidad, procurando la gloria de Dios”. 8
Dar limosna pretendiendo el aplauso
Por lo tanto, cuando des limosna, no lo vayas pregonando delante de ti, como hacen los hipócritas en las sinagogas y en las calles, para ser honrados por los hombres. Les aseguro que ellos ya tienen su recompensa.
No habiendo recibido todavía la savia regeneradora del Cristianismo, la humanidad de aquel entonces estaba tan impregnada de egoísmo que la limosna era una práctica muy inusual. Quien la daba, creía merecer los aplausos del resto por su supuesta bondad. Por eso la costumbre era dar limosna “con mucha ostentación”. 9
Más aún: “Parece que, para excitar la generosidad se estableció la costumbre de proclamar el nombre de los donadores […] y hasta se llegaba a honrarlos ofreciéndoles los primeros puestos en la sinagoga”. 10
Pues bien, el Señor enseña en este pasaje del Evangelio que quien da limosna para granjearse la aprobación de los demás, puede considerarse pagado con los elogios que así obtenga. No le corresponde esperar un premio sobrenatural porque, como acentúa el Padre Tuya, “Dios recompensa en justicia sobrenatural sólo lo que se hace sobrenaturalmente por amor a Él, así como le repugna ese censurable proceder que es la hipocresía farisaica”. 11
En cambio, quien da limosna discretamente, sólo frente a Dios y por amor a Dios, este sí será recompensado.
Debemos esperar el premio solamente de Dios
Cuando tú des limosna, que tu mano izquierda ignore lo que hace la derecha, para que tu limosna quede en secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará.
En el versículo anterior Nuestro Señor recriminaba a los que ansían la vanagloria en la práctica de la limosna; en éste, censura nuestra vanidosa complacencia al realizar las buenas obras. Para combatir este defecto es preciso que nos esforcemos en no poner la atención en lo bueno que hagamos. “Si fuera posible —comenta Bossuet— sería necesario esconder de vosotros mismos el bien que hacéis; procurad ocultar al menos su mérito a vuestros ojos; […] empeñaos en la práctica de la buena obra al punto de no preocuparos nunca con lo que de ella redundará para vosotros: dejadlo todo por cuenta de Dios, así será el único que os verá, pues os ocultaréis de vosotros mismos”. 12
El Cardenal Gomá opina en igual sentido: “De ser posible, hasta nosotros debiéramos desconocer nuestras limosnas. La recompensa sólo debe esperarse de Dios”. 13
Maldonado aclara, complementando estas afirmaciones: “No hay culpa en ser visto por los demás cuando se hace el bien, sino en querer ser visto. Y tampoco hay culpa en querer ser visto, con tal que no sea para conseguir el elogio de los hombres. ‘Brille vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en el Cielo’”. 14
Es vana la oración de quien busca la exterioridad
Cuando ustedes oren, no hagan como los hipócritas: a ellos les gusta orar de pie en las sinagogas y en las esquinas de las calles, para ser vistos. Les aseguro que ellos ya tienen su recompensa.
En esa época todo varón tenía el deber de orar tres veces al día: en la mañana, coincidiendo con el sacrificio matutino, al mediodía y a la hora del sacrificio vespertino. Generalmente las oraciones se hacían de pie y con los brazos alzados al Cielo, como símbolo del don que se esperaba. 15
Las personas solían orar en la intimidad de sus hogares, pero los fariseos elegían los lugares más visibles de las sinagogas o las plazas públicas. Ahí gesticulaban y repetían de memoria gran número de plegarias para así impresionar al que pasara. Huelga decir que eran oraciones vanas, pues ya habían logrado lo que querían: el aplauso de los transeúntes.
Con todo, no nos equivoquemos pensando que el Señor condena cualquier oración hecha en público. El Divino Maestro solamente recrimina en este versículo la preocupación con la exterioridad, tan frecuente en los hombres de aquel tiempo, y la actitud genérica de las personas que rezan con ostentación o persiguiendo únicamente el elogio de sus semejantes.
Debemos ser discretos en nuestra vida de piedad
Tú, en cambio, cuando ores, retírate a tu habitación, cierra la puerta y ora a tu Padre que está en lo secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará.
El Catecismo enseña que la esencia de la oración es “la elevación del alma a Dios”. 16 Por ende, cualquiera puede permanecer en oración hasta en las acciones comunes de la vida, realizándolas con el espíritu puesto en el Cielo.
Para rezar, pues, no hace falta la actitud aparatosa de los fariseos. Al contrario, debemos ser discretos en las manifestaciones externas de nuestra piedad particular, evitando gestos o palabras que realcen nuestra propia persona.
Pero si a pesar de todo ello los otros notan nuestra devoción, no hay que perturbarse; tranquilicémonos con esta lección de San Agustín: “No hay pecado en ser visto por los hombres, pero sí en actuar con la finalidad de ser visto por ellos”. 17
El ayuno convertido en un acto de carácter social
Cuando ustedes ayunen, no pongan cara triste, como hacen los hipócritas, que desfiguran su rostro para que se note que ayunan. Les aseguro que con eso, ya han recibido su recompensa.
El espíritu oriental, en su riqueza de expresividad, es propenso a las actitudes dramáticas, a veces bonitas, pero que en la práctica religiosa pueden extrapolar los padrones normales. Esto sucedía con los fariseos, quienes al ayunar se echaban ceniza en la cabeza, no peinaban su barba y hasta se pintaban el rostro para reflejar tristeza, ostentando una faz trágica. 18 Habían convertido el ayuno en un acto de carácter social, una obra escénica, para convencer de su fingida virtud a los demás, y no trepidaban en recurrir a todos los medios a su alcance para alcanzar dicho objetivo.
Una vez más, Nuestro Señor les reprocha valerse de la apariencia de justicia para impresionar a los demás, y afirma que ya recibieron el premio por su ayuno.
A propósito de este versículo, cabe una aplicación a nosotros: al hacer algo difícil no tratemos nunca de llamar la atención de los demás, mendigando algunos elogios. Así procedían muchos santos que luego de practicar severos ayunos, mortificaciones e intimidantes austeridades, se presentaban con santo disimulo, con un aspecto exterior alegre y jovial.
Alegría y aseo al practicar la virtud
Tú, en cambio, cuando ayunes, perfuma tu cabeza y lava tu rostro, para que tu ayuno no sea conocido por los hombres, sino por tu Padre que está en lo secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará.
Cristo, aparte de dejar muy claro que nuestros actos deben realizarse en aras de Dios, resalta aquí la fundamental importancia de la limpieza para la criatura humana. Debe primar en nosotros el aseo corporal como reflejo de la pureza que deseamos para nuestro espíritu. Y uniendo una presentación impecable a las buenas acciones, ayudaremos a manifestar que la verdadera felicidad se encuentra en la práctica de la virtud.
San Jerónimo explica el consejo de perfumar la cabeza: “Se trata aquí de la costumbre existente en Palestina, de ungirse la cabeza los día de fiesta”. Y añade que con esto, “el Señor ordena que nos manifestemos contentos y alegres cuando ayunamos”. 19
III – La Cuaresma nos invita a crecer en humildad
El Evangelio del Miércoles de Ceniza nos presenta el espíritu con que se ha de vivir la Cuaresma: no hacer buenas obras con miras a obtener la aprobación ajena, ni ceder ante el orgullo o la vanidad, sino procurar en todas las cosas agradar a Dios y nada más.
En el ayuno, la oración o la práctica de cualquier buena obra jamás debemos poner como finalidad el beneficio que podamos obtener con ello, sino la gloria de Quien nos creó. Porque todo lo nuestro —a excepción de las imperfecciones, miserias y pecados— le pertenece a Dios. Y también nuestros méritos, porque el mismo Jesús afirma: “Sin mí nada podéis hacer” (Jn 15, 5).
Así, cuando tengamos la gracia de practicar un acto bueno, inmediatamente debemos atribuirlo al Creador y restituirle los méritos, puesto que le pertenecen a Él y no a nosotros, como advierte el Apóstol: “El que se gloría, que se gloríe en el Señor” (1 Cor 1, 31).
Por el sacerdocio común a todos los bautizados, 20 cada fiel está llamado en determinadas circunstancias a actuar como mediador de las gracias que vienen de Dios para beneficio de los demás, y de las alabanzas que ellos elevan al trono del Altísimo. En tales ocasiones seamos cuidadosos para no apropiarnos de nada, porque todo cuanto tenemos de virtud, bondad o belleza —tanto las facultades del alma como las cualidades corporales y el desarrollo de nuestro ser físico, intelectual y moral— todo, en fin, proviene de Dios.
Santa Teresa de Jesús define así a la humildad: “Dios es la suma verdad, y la humildad consiste en andar en verdad, pues mucho importa no ver cosas buenas en sí mismo, sino miseria y nada”. 21
Reconozcamos los beneficios que Dios nos ha concedido y rindámosle nuestra gratitud por ellos, sin colocarnos nunca como objeto de dicha alabanza por imaginarnos la fuente de cualquier virtud o cualidad.
Ahora que se inicia la Cuaresma busquemos, más aún que la mortificación corporal, aceptar la invitación que nos hace sabiamente la Liturgia, combatiendo el amor propio con toda nuestra fuerza. “Buscad el mérito, buscad la causa, buscad la justicia; y ved si encontráis otra cosa a no ser la gracia de Dios”. 22
En el día del Juicio Final sólo estarán a la derecha de Nuestro Señor Jesucristo quienes hayan vencido el orgullo y el egocentrismo, reconociendo que “toda dádiva buena y todo don perfecto vienen de lo alto” (Sant 1, 17). El hombre sólo tiene dos caminos ante sí: amar a Dios sobre todas las cosas, hasta el olvido de sí mismo; o amarse a sí mismo sobre todas las cosas, hasta el olvido de Dios. 23 No hay un tercer amor.
Por consiguiente, sepamos aprovechar este Tiempo Cuaresmal para crecer en la humildad y tomar conciencia clara de nuestra limitación, dado que “no debe el hombre tomarse nada si no le fuere dado del cielo” (Jn 3, 27).
Sírvannos de estímulo estas reconfortantes palabras de un célebre guía espiritual, el Padre Reginald Garrigou-Lagrange, OP: “Mientras más progrese nuestra alma en la vida divina de la gracia, más será una imagen viva de la Santísima Trinidad. Al inicio de nuestra existencia el egoísmo nos hace pensar especialmente en nosotros y en amarnos, atribuyéndolo todo a nosotros mismos. Sin embargo, si somos dóciles a las inspiraciones de lo Alto, llegará el día en que pensaremos sobre todo, no en nosotros mismos, sino en Dios, y en que a partir de todas las cosas, agradables o penosas, lo amaremos más que a nosotros y constantemente queremos llevar las almas a Él”. 24 ◊
Notas
1 SAN LEÓN MAGNO – In sermone 6 de Quadragesima, nº 2.
2 Missale Romanum. 3ª ed. Vaticano: Librería Editrice Vaticana, 2002, p. 198.
3 GUERANGER, Prosper – L’Année Liturgique. Le temps de la Septuagésime. Tours: Maison Alfred Mame et fils, 1921, p. 240.
4 AQUINO, Santo Tomás de – Suma Teológica, III, q. 48, a. 2.
5 Ídem, q. 1, a. 2, ad 2.
6 AQUINO, Santo Tomás de – Suma Teológica, II-II, q. 47, a. 1, ad 1.
7 GOMÁ Y TOMÁS, Isidro – El Evangelio explicado. Barcelona: Casulleras, 1930, vol. 2, p. 185.
8 CRISÓSTOMO, San Juan – Homilía in Mattahaeum. Hom. 19,1.
9 BOSSUET, Jácques-Bénigne – Œuvres Choisies de Bossuet. Versalles: Lebel, 1821, vol. 2, p. 47-28.
10 TUYA, OP, Manuel de – Biblia Comentada. Madrid: BAC, 1964, vol. 2, p. 127.
11 Ídem, ibídem.
12 Ídem, p. 126.
13 BOSSUET, op. cit., p. 48.
14 GOMÁ Y TOMÁS, op. cit., p. 186.
15 MALDONADO, SJ, Juan de – Comentarios a los Cuatro Evangelios – I. Evangelio de San Mateo. Madrid: BAC, 1950, p. 282.
16 TUYA, OP, op. cit., p. 129. Muy interesante es la propuesta que hacen los profesores de Salamanca, de traducir la palabra griega hestótes por “con poses” (en lugar de “de pie”), observando acertadamente que “con poses” estaría más de acuerdo con el contexto de este trecho.
17 Catecismo de la Iglesia Católica, nº 2559.
18 SAN AGUSTÍN. De sermone Domini, 2, 3.
19 TUYA, OP, op. cit., pp. 151-152; GOMÁ Y TOMÁS, op. cit., p. 191.
20 SAN JERÓNIMO, apud SANTO TOMÁS DE AQUINO, Catena Aurea.
21 Por el Bautismo participamos “del sacerdocio de Cristo, de su misión profética y real” (Catecismo de la Iglesia Católica, nº 1268).
22 SANTA TERESA DE JESÚS – Las Moradas. Morada sexta, c. 10, § 6-7.
23 SAN AGUSTÍN – Sermo 185 : PL 38, 999. In: Liturgia de las Horas I. Segunda lectura del día 24 de diciembre.
24 SAN AGUSTÍN – De Civitate Dei, XIV, 28: “Dos amores fundaron dos ciudades: la terrena, el amor de sí hasta el desprecio de Dios; la celestial, el amor de Dios hasta el desprecio de sí”.
25 GARRIGOU-LAGRANGE, OP, Réginald – La Sainte Trinité et le don de soi. In: Vie Spirituelle nº 265, mayo de 1942.