Doña Lucilia se esmeraba por darles a sus hijos, en casa, la mejor educación posible. No obstante, en 1919 se vio en la necesidad, no sin gran aprensión, de tener que matricular a Plinio en una escuela, por haber alcanzado la edad adecuada para ello. Naturalmente debería ser la mejor de São Paulo —por entonces el Colegio San Luis, de los jesuitas. El niño debía continuar sus estudios bajo la orientación de los discípulos de San Ignacio; aunque esto no bastaba para tranquilizar su maternal corazón. Era plenamente consciente de los peligros que, ya en aquel tiempo, podía acarrear la convivencia entre estudiantes.
¿Cómo reaccionaría su hijo al entrar en choque con un mundo tan opuesto a la preservación moral, inherente al ambiente de su hogar? ¿Resistiría o se dejaría arrastrar por las malas influencias recibidas de sus nuevos compañeros? Sólo el futuro lo diría.
Un día, el propio Plinio trató el tema de los estudios con su madre. Sus primos, que ya frecuentaban aquel colegio, le habían invitado insistentemente a que fuera a estudiar también con ellos. Un primo más allegado, a fin de atraerlo con más facilidad, le dijo que en el patio del recreo había muchos cerezos y que uno de los pasatiempos de los alumnos era comer sus sabrosos frutos en los intervalos de las clases.
Dos mundos en constante oposición
El primer día de colegio, después de una o dos clases, llegó la hora del recreo. Al salir al amplio patio, Plinio buscó a sus primos con la mirada, en medio de aquella multitud de niños gritando y corriendo de un lado para otro, pues le habían prometido presentarlo a los otros compañeros. Y ¿dónde estarían los codiciados cerezos? Finalmente, apareció uno de sus primos, jadeante, agitado:
—¡Plinio! —gritó.
—Y los cerezos, ¿dónde están? —preguntó el nuevo alumno, deseoso de, ya en aquel primer intervalo, deleitarse con su manjar preferido.
—¡Vamos a jugar al fútbol! —respondió su primo.
Para Plinio, comenzaba la dura batalla de la vida, con sus tragedias, desilusiones y fracasos, la cual inevitablemente ha de librar todo hijo de Adán. La primera decepción fue la de no encontrar los soñados cerezos. Después, ante sus ojos, dos mundos se desarrollaban uno junto al otro, si bien que en constante oposición: el de los sacerdotes que, vueltos hacia lo sagrado, por su porte grave y su austero atuendo, creaban en torno de sí una atmósfera que simbolizaba la tradición y recordaba las verdades eternas; y el de los alumnos, entusiasmados, en aquella postguerra, con las «modernidades» soeces de Hollywood y atraídos por las costumbres simples y fáciles de ahí derivadas. No era difícil distinguir aquí y allá los primerísimos gérmenes de las tendencias anarquistas y libertarias que décadas más tarde infectarían a la sociedad.
En el colegio, estas dos influencias antagónicas se alternaban naturalmente varias veces a lo largo del día. Iniciado el intervalo de las aulas, salían todos en fila y en silencio hasta la entrada del patio, y un profesor muy joven, vestido con traje eclesiástico, tocaba el silbato. A esta señal, se diría que un torbellino se desataba sobre los niños, lanzándolos a correr en las más variadas direcciones. Entre ellos, algunos más agitados se reunían en el lugar acostumbrado del patio para contar cierto tipo de chistes o para criticar y ridiculizar a determinados profesores; otros, para tramar alguna pequeña sedición contra una norma de disciplina incómoda. La gran mayoría era arrastrada por sus lidercillos, al capricho de las olas de los nuevos tiempos.
Por mucho que aquellos buenos y piadosos sacerdotes jesuitas predicasen durante meses seguidos la doctrina ortodoxa, al reunirse los alumnos en el recreo, un argumento o un chiste, lanzado por un niño en una conversación de cinco minutos, podía reducir a la nada todo el esfuerzo empleado por los maestros durante horas y horas de clase.
Plinio no se dejó dominar por el ambiente y aunque su apariencia física —tez muy blanca, cabello rubio y cuerpo delgado— no fuera apropiada para intimidar a sus interlocutores, decidió enfrentar la situación. En el fondo, optó por la lucha, a fin de preservar en su alma aquella inocencia que Dña. Lucilia había protegido y cultivado con tanto celo en su primera infancia. Ahora le correspondía a él, y sólo a él, conservar intacta e inmaculada la vestidura blanca que había recibido en el Bautismo: la fe y la castidad.
Aprensión materna
Doña Lucilia observaba discretamente las mínimas reacciones de su hijo para ver si estaba resistiendo a las malas influencias o si, de modo imperceptible, se iba dejando llevar por ellas. Por su manera de hablar, de gesticular, de tratar a los demás y, sobre todo, por ese «sexto sentido» que sólo el desvelo materno transmite, ella trataba de discernir los eventuales síntomas de adaptación a los nuevos patrones.
Cuando se acercaba la hora de la vuelta del colegio, al final de la tarde, Dña. Lucilia salía a la terraza para esperarlo. Quería verlo llegar a lo lejos para observar los matices tal vez dejados en el espíritu y la forma de ser de su hijo, al llevar en sí vestigios acumulados, de ambientes tan diversos como el colegio, la calle y el hogar familiar.
Entonces entraba, y desde una ventana lo veía abrir y cerrar con calma el pesado portón del jardín, subir juiciosamente las escaleras que conducían a la morada y tocar el timbre. Lo esperaba en una sala, lo abrazaba, lo besaba y le daba la bendición. Se tranquilizaba al notar que su hijo seguía siendo el mismo, como el primer día de clase.
Un cambio determinado por la fidelidad
Cierta vez, sin embargo, percibió un cambio brusco. Plinio llegó con un montón de libros y de cuadernos debajo de cada brazo. El portón del jardín no tenía echado el cerrojo; le dio una patada y, después de entrar, lo empujó con el hombro para cerrarlo; atravesó el jardín con paso rápido y firme y subió las escaleras corriendo, saltando los escalones de dos en dos.
Doña Lucilia, que miraba desde la ventana, en un instante sacó todas las conclusiones de lo que había visto, pensando consigo: «Ya es como los demás. Está totalmente transformado». A pesar de esta aprensión clavada en el alma, lo recibió con el mismo afecto de siempre, quizá ese día más que de costumbre, limitándose tan sólo a preguntarle:
—Hijo, ¿cómo te han ido las clases?
Y únicamente escuchó la respuesta que Plinio solía darle, pues era un alumno excelente:
—¡Muy bien, mamá!
Y hasta el final del curso, todo transcurrió igual en la trasformada forma de ser de Plinio, hasta que, años después, su madre y él se abrieron a hablar sobre el asunto. Al principio, Plinio era muy afable y ceremonioso en el colegio, fiel a la educación que había recibido de ella, mientras que algunos de sus compañeros empleaban maneras «deportivas», consideradas varoniles. En poco tiempo, se dio cuenta de que, para hacerse respetar por los demás alumnos, tenía que mostrarse enérgico en el trato e imponerse casi por la fuerza cuando los argumentos de la razón no bastaban. Entonces, decidió ensayar la forma de ser «deportiva», lo que realmente le granjearía la simpatía de ciertos compañeros.
En este diálogo explicativo entre madre e hijo, Plinio le hizo ver a Dña. Lucilia que, a pesar de esa transformación, toda exterior y guiada por el sentido práctico, absolutamente nada había cambiado en sus principios y en su fidelidad a la educación recibida en casa. Lo que su cariñosa madre reconoció con facilidad y de buen grado. ◊
Extraído, con adaptaciones, de:
Doña Lucilia.
Città del Vaticano-Lima: LEV;
Heraldos del Evangelio, 2013, pp. 244-249.