¿Aprender de unos pinceles?

El incipiente y talentoso artista se dio cuenta de que había usado un pincel aparentemente inútil… ¿Lo sería realmente?

Cielo ceniciento, lluvia constante y ¡un frío húmedo que calaba hasta los huesos! Cansado de no hacer nada, al no poder jugar en la calle, Robinson se puso a deambular por la casa, dando interminables vueltas. De repente, como un relámpago, le viene el pensamiento: «¿Y por qué no hago una incursión en el “área prohibida”, es decir, en el estudio de pintura de papá?».

De hecho, Wagner, electricista de profesión, tenía como pasatiempo pintar paisajes en sus ratos libres. Robinson tranquilizaría su propia conciencia con una óptima justificación: le preparará una sorpresa a su padre, un hombre muy entregado al bien de la familia.

Entonces se dirige a la habitación vedada. Abre la puerta y presiona el interruptor, pues la luz es el principal ayudante de las habilidades artísticas. Contento e incluso hasta emocionado, coge la caja de los pinceles, agarra las pinturas y decide revelar su don en un pequeño lienzo de bocetos constantemente montado sobre un caballete.

Sin embargo, qué susto se llevó el improvisado pintor cuando oyó un grito estridente procedente de la sala contigua: «¡Pincel viejo!». Sí, era el papagayo, que había aprendido las palabras repetidas más de cien veces por Ludmila —esposa, madre y exigente ama de casa— mientras arreglaba el estudio y se escandalizaba con el obstinado apego de su marido a los pinceles antiguos, considerados por ella como inútiles…

«¿Usar un pincel viejo? ¡Yo no!», piensa Robinson. Entonces se pone a buscar, a través de la tapadera transparente de la caja, el pincel más reluciente y llamativo —pues, a fin de cuentas, no quiere estropear su primera obra de arte con un instrumento ya gastado—, pero cuando se dispone a empuñarlo se da cuenta de que ese cofre de preciosidades está cerrado con un candado. Finalmente, se las arregla con un despreciable «pincel viejo» que encontró sobre la mesa.

Las horas pasan desapercibidas para el niño y en el lienzo de bosquejos está esbozado un bonito retrato de su casa. ¡Un talento acaba de manifestarse! Y, por supuesto, la firma de Robinson no puede faltar.

El muchacho, satisfecho con la buena impresión que ciertamente le causará a su padre, apaga la luz del estudio. Es justo la hora de la cena, siempre preparada con cariño por su madre.

Robinson no es un profeta, pero ya adivina el desenlace de la aventura; todo lo que ha previsto sucede al final de la cena. Al descubrir el retrato de su casa, Wagner corre a abrazar a su hijo y le expresa su alegría al constatar la realización del conocido dicho de la sabiduría popular: «de tal palo, tal astilla». La madre, evidentemente, derrama algunas lágrimas, emocionada. Y el padre le concede a su hijo una solmene autorización para usar todos los pinceles, no sólo el viejo.

«Aunque, mira por dónde, creo que voy a seguir usándolo, pues me funcionó», pensaba consigo el nuevo pintor.

Antes de irse a dormir, Robinson, ahora con total libertad de entrar y salir del estudio, decide pasarse por allí para desearle «buenas noches» a la tan querida obra de arte, su «primogénita». Entra, se sienta en un confortable sillón, analiza una vez más el retrato de la casa. A continuación, se pone a contemplar los hermosos cuadros pintados por su talentoso padre y, con humildad, los compara con el suyo… Gracioso, pero su dibujo no era inferior a los de Wagner. «Sí… si hubiera tenido más tiempo, ¡habría superado a papá!», reflexiona. Entonces su conciencia carga contra tal pretensión y, con un «no» rotundo, corta este pensamiento al considerarlo fruto del orgullo, y aprovecha la ocasión para reafirmar el propósito de ser un hijo más obediente y respetuoso con sus padres y con los mayores a fin de ser merecedor del nombre de cristiano, cumpliendo al pie de la letra el cuarto mandamiento de la ley de Dios.

Pero he aquí que una nueva escena se desarrolla ante los ojos del niño: los pinceles cobran vida y —asómbrese, querido lector— empiezan a hablar entre ellos en voz alta. Sí, de verdad. Los más jóvenes, formando un bloque compacto en una cajita ya abierta por el padre, se unen contra el viejo pincel que, por increíble que parezca, era el preferido de Wagner. Burlándose del anticuado utensilio, se ríen tan fuerte que apenas se entiende lo que dicen.

Un joven pincel, largo y laqueado, se adelanta a los demás y le dice al venerable decano del estudio: «Fíjate, vetusto y desgastado pincel, nosotros sí somos capaces de grandes obras. Hoy, esta tarde, si este muchacho inexperto nos hubiera utilizado, habríamos hecho brillar nuestras grandes cualidades. Y tú, ¿qué hiciste? Confundiste al pobre Robinson. Bien podrías estar en la basura… ¿Para qué sirves?».

Una nueva escena se desarrolla ante los ojos del niño. ¡Los pinceles han cobrado vida y están en acalorada discusión! Para realizar grandes obras, ¿qué es más importante: la calidad de los pinceles o el talento del artista?

Con voz grave el «patriarca» le responde, sosegado y seguro de sí, como un león al despertar: «¡Hijos, prestad atención! La destreza proviene de la mano del artista. El hombre, receptáculo del don divino, es el que pinta. Ved la demostración que tenéis ante vuestros ojos: la gran experiencia de Wagner se sirvió de este viejo pincel que os habla, al igual que el enorme talento, aún inexperto, de Robinson. Por lo tanto, os lo aseguro: no es el pincel lo que hace al artista. Si alguien quiere objetar, que se levante con argumentos».

Silencio general. La verdad no puede ser refutada. Cabizbajos, los otrora arrogantes pinceles júniores se retiran a la caja; quieto y solemne el viejo también se marcha al abrigo de su larga experiencia de la vida.

El papagayo vuelca su tarrito de semillas mientras vuela de un lado para otro dentro de su jaula y… despierta a Robinson de su sueño. Sin haberse dado cuenta, había pasado toda la noche con su obra en las manos y sentado en el cómodo sillón de su padre. Esta vez el joven no se levanta de un salto, pues una idea más valiosa que aquella que había hecho de él un artista aflora ahora en su mente aún impresionada: Dios es el divino Artista y nosotros, sus criaturas, somos simples pinceles. No importa si estos instrumentos son nuevos o están deteriorados por el uso, si son de excelente o poca calidad; el que realmente vale es Aquel que los utiliza. Y si tenemos muchos defectos y lagunas, mejor aún: así resplandecerá más la habilidad del sagrado Pintor. En nuestra conducta diaria, pintamos los hermosos cuadros del Altísimo. De nosotros depende únicamente el ser dóciles a su destreza infinita.

Esa noche se llenó de luz, pues Robinson había recibido una gran enseñanza. ¿A través de quién? ¡De los pinceles!

Y tú, amigo lector, respóndeme con toda la sinceridad de tu corazón: ¿eres tú un pincel agradecido y flexible al Señor en tu vida? 

 

1 COMENTARIO

  1. Salve María.
    La verdad, no me había puesto a pensar de este modo, agradezco a Dios por tan bella lección a través de ustedes.
    Desde hoy, dejaré que el PERFECTO ARTISTA se goce en mí.

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