No compensa estar malhumorado

Así las cosas, a Carlos no le iba a ir bien en el trabajo y mucho menos en la vida… ¡Había que hacer algo por él!

En su pequeño poblado, José se preparaba para otro día de arduo trabajo en el mercadillo. Sus hijos Gabriel y Marcos, de 7 y 9 años, respectivamente, disfrutaban muchísimo acompañándolo. Tan pronto como terminaban las clases, los dos salían corriendo adonde su padre. Hacían alguna travesura de vez en cuando, pero nunca eran maliciosas; al contrario, siempre se observaba en ellos obediencia y felicidad.

El sábado era el mejor día de la semana, pues podían estar con su padre desde por la mañana. Gabriel y Marcos colocaron en la carreta todas las frutas y hortalizas que habían cultivado con esmero, y luego se dirigieron a la plaza central, donde instalarían su atrayente puesto.

En el camino, José iba rezando con sus pequeños, pidiéndole a la Santísima Virgen que bendijera su trabajo y les diera a sus productos una calidad especial. En medio de las avemarías del trayecto, avistaron a Carlos, que transportaba flores en un burrito. Pero algo extraño le pasaba: el hombre estaba notablemente enojado y… ¡hablaba solo! Desde lejos se le podía oír: «¡Cuánto tiempo perdí con vosotras! Ya estáis feas y marchitas, ¡ya no tiene sentido intentar venderos! ¿Quién va a comprar cosas muertas?». Y refunfuñando con el animal, gritaba: «¡Venga rápido, inútil! ¿Es que tú tampoco vas a servir para nada?». Pobre animalito, cuántos azotes recibía…

Con cada queja, el burro parecía más desanimado y las flores, más «tristes». Éstas palidecían y se encorvaban, mientras Carlos sufría el mismo proceso: ¡estaba decepcionado y sin ganas de trabajar!

Los comerciantes iban llegando uno tras otro a la plaza del mercadillo, montaban sus puestos y exponían sus productos. A Gabriel y Marcos les pareció interesante acercarse poco a poco a aquel hombre gruñón. Entonces fue cuando comprobaron el estado de las flores:

—Gabriel, fíjate lo rápido que están muriéndose. No estaban tan marchitas cuando las vimos en el camino.

—Siento pena por el burrito, ¡parece que tuviera cien años! Carlos tampoco está muy contento. ¿Qué le habrá ocurrido?

La clientela iba llegando paulatinamente. Los productos de José daban la impresión de que procedían del Edén. Los compradores, encantados por su color y aroma, comentaban:

—José, de verdad, ¡tus frutas vienen del Paraíso! —exclamaba una mujer.

—Hasta las verduras, que no me gustan, parecen auténticas delicias —decía una niña, señalando una berenjena.

Todos se iban satisfechos con su compra semanal, aunque el puesto de flores era una verdadera decepción. En vano intentaban saludar al dueño, pues éste, lejos de aceptar amabilidades, seguía quejándose e «insultando» a los lirios, las rosas, los claveles, las margaritas… terriblemente «azotados» con palabras bastante groseras.

Intrigados todavía por esa situación, los dos pequeños pensaban una solución que animara a su vecino de trabajo y ayudarle así con la venta y, sobre todo, en su vida, que no parecía nada buena…

—Gabriel, me estoy acordando de una cosa —exclamó Marcos.

—¿Cuál?

—En la parroquia, el P. Daniel nos contó que una vez montaron hermosos arreglos en la capilla, para la solemnidad de Corpus Christi. Y habían puesto lirios. Ahora bien, ya sabes que el perfume del lirio es intenso. Hubo gente a la que no le gustó, porque «aromatizaban demasiado e interferían en las oraciones»…, decían. El sacerdote comentó que, como varias personas malhumoradas se quejaban del olor, los lirios —sólo los lirios— perdieron su fragancia y su frescura antes de lo normal.

—¡Qué raro! ¿Cómo se van a dar cuenta de eso las flores, verdad? Parece superstición —dijo el menor.

—Eso es exactamente lo que preguntaron. Explicó que todas las criaturas están vinculadas entre sí, aunque no percibamos esta realidad con nuestros sentidos naturales. Así pues, si el ser humano, que es rey de la creación, está en un estado de espíritu equivocado, malo, menos de acuerdo con Dios, o entonces en pecado, esto daña a las demás criaturas y todo el orden del universo, por así decirlo, se resiente.

—¡Vaya, qué interesante!

—¡Así es! Por eso creo que los productos de papá siempre son de calidad, porque vive en paz con Dios y tiene buen corazón. En cambio, Carlos, con ese ceño fruncido, esa acritud… No está así porque las flores se marchitan, sino que las flores se marchitan porque sufren la negrura que él lleva en su alma.

—¿Y tienes algún plan para arreglar esta situación?

Cogiendo a su hermanito del brazo, Marcos le dijo:

—Sí. Ven conmigo.

Los dos se acercaron hasta el puesto de Carlos. El mayor entabla una conversación con el pequeño y éste enseguida entiende la táctica:

—Se aproxima la fiesta del santo patrón de nuestro pueblo. ¿No crees tú, Gabriel, que esos tulipanes quedarían muy bien en las andas para la procesión?

—Creo que sí. Y las margaritas también, ¿no?

—Me parece que las rosas darían más realce. Combinarían muy bien en un arreglo para la imagen de la Virgen de nuestra parroquia.

—¿Y esas orquídeas? Las he visto en unos hermosos ramos que adornaban el altar.

—¡Ah, lo recuerdo! A mamá le gustó mucho. Hablando de eso, dentro de poco es su cumpleaños… ¿Y si le regaláramos unos lirios? Sujetos con una cinta de raso brillante, y una tarjetita, ¡le va a encantar!

De repente, Carlos puso fin a ese «parloteo»:

—¡Fuera de aquí! ¡Estáis estorbando!

Los hermanos fingieron que no lo oyeron, tan «animada» era la conversación.

—Me gusta ese pasaje del Evangelio, donde Jesús dijo que ni siquiera Salomón vistió con tanta pompa… —continuaba Marcos, siguiendo con el plan.

Ante las palabras de aquellos dos inocentes, las flores iban recuperando el brillo y los colores perdidos. Nadie lo había visto, pero los ángeles bajaron hasta el puesto para restaurar la belleza que eleva a Dios.

Carlos abrió los ojos y se quedó asombrado. La emoción se apoderó de él y, llorando, confesó:

—Mi amargura nace de la envidia que le tengo a los demás, especialmente a José.

Con las palabras de esos dos inocentes, las flores recuperaron el brillo y los colores perdidos. Ante tal prodigio, Carlos percibió que la misericordia de la Virgen había descendido sobre él, y empezó a ser desde ese día un verdadero ejemplo de admiración en el pueblo

Sí, al igual que en sus cultivos, la flor de la admiración se había marchitado en el corazón de Carlos. Sin embargo, al percibir que la misericordia de la Reina del Cielo descendía sobre él a través de la lección de dos niños, aquel infeliz se transformó en un hombre tan admirativo y encantado con el bien del prójimo, que se convirtió en un verdadero ejemplo en el pueblo. Y, de este modo, los ángeles empezaron a cultivar en su alma un jardín de virtudes.

A partir de entonces, Carlos fue un hombre alegre, pues había descubierto cómo la envidia y la tristeza dan colores de muerte a todo, mientras que la admiración da vida a la vida misma y nos hace gozar anticipadamente, ya en esta tierra, la felicidad celestial. ◊

 

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