Desde los bancos del colegio, donde tomó conocimiento de la vida y obra de San Ignacio de Loyola, el Dr. Plinio le tuvo una gran devoción al fundador de la Compañía de Jesús y una entusiasmada admiración por su lógica y claridad adamantinas.
Cuando analizamos la manera de ser y de actuar de San Ignacio de Loyola percibimos que el amor y la admiración que tributa a las instituciones y a las enseñanzas de la Iglesia redundan en un reflejo de esas perfecciones en su propia alma, sin, no obstante, empañar sus peculiaridades.
Enriqueciendo su vocación y carisma
Podemos imaginarlo, por ejemplo, encantándose con el modo como un Papa cuida de una fabulosa pluralidad de asuntos con entera calma y gallardía, conduciendo sin sobresaltos el orbe católico. Ora escribiendo una bula por el centenario de una universidad o de una institución católica de renombre, ora autorizando la erección de una prelatura apostólica en las misiones, ora resolviendo un problema de relaciones con determinado país o una crisis religiosa en tal otro, ora solucionando una cuestión de corporaciones que envolviera un problema moral bastante delicado, etc. Las más variadas acciones del Sumo Pontífice hablaban de manera intensa al alma de San Ignacio.
Especialmente lo llenaba de admiración discernir la acción del Espíritu Santo, posante, sabia, inmensa, sobrevolando la Esposa de Cristo y gobernándola. En la medida en que se admiraba, la obra del Paráclito se prolongaba en San Ignacio y algo de esa cualidad de la Iglesia pasaba a vivir en él, volviéndolo capaz de, en cierto modo, actuar de la misma manera.
Se diría que una fuerza sobrenatural de ahí en adelante lo habitaba, haciéndolo más él mismo, porque su vocación y su carisma específico se enriquecían. Puede parecer una paradoja que algo extrínseco pase a ser inherente a él, orientando su vida. ¿San Ignacio no se transformaba, así, en un autómata? A mi ver, ocurría lo contrario. Se volvía más San Ignacio de Loyola.
La regla aplicada a sus discípulos
Es interesante destacar que lo que sucedía con San Ignacio se verificaba, guardadas las proporciones, entre él y sus discípulos. Es decir, al leer la historia de la Compañía de Jesús, vemos que el fundador procuró formar la mentalidad de sus seguidores de acuerdo con lo que extrajo de la Iglesia, encaminándolos hacia la perfección.
Y los jesuitas, a su vez, trataban de conformarse a San Ignacio, siendo no pocos los que alcanzaron de hecho la heroicidad de virtudes. Acordémonos, por ejemplo, de San Francisco Javier, entre los primeros, y posteriormente de San Juan Berchmans, San Luis Gonzaga, etc.
Por cierto, se tiene la impresión de que en la Compañía de Jesús, más que en otras Órdenes religiosas en relación con sus respectivos fundadores, esa unión y esa conformidad de alma se manifestaron sobremanera rigurosa y enfática, por una razón comprensible.
En la época en que San Ignacio fue suscitado por Dios para impulsar la Contrarreforma, algunos aspectos de la vida de la Iglesia parecían de tal forma alterados que para tener un perfecto conocimiento de ella era indispensable conocer a una persona plenamente católica y establecer con ésta un vínculo particular. Ese tipo de contacto personal era el medio por el que la Iglesia mantenía su influencia sobre el espíritu de los fieles.
Y para los jesuitas que tenían a San Ignacio como modelo, la unión con la Iglesia se hacía a través del influjo de la persona de su fundador, conocida en las horas de arrobamiento, con el auxilio de la Iglesia, y asimilada, en el sentido propio de la palabra, por la meditación y la ponderación.
Por consiguiente, para que un jesuita del siglo XVI no se dejara contaminar por las ideas erróneas de su tiempo, debía considerar los hechos a través de los ojos de San Ignacio.
La doctrina personificada
Por otra parte, cumple admitir que le es muy conveniente al católico conocer la doctrina personificada. Necesidad que también se explica fácilmente.
Imaginemos a una persona que estudia un compendio de doctrina de la Iglesia y que nunca ha visto a un buen católico; sin duda, no poseerá una perfecta noción de la Santa Iglesia. Ahora supongamos lo contrario: conoció a un católico en acepción plena del término, pero aún no estudió esa doctrina… Casi se podría decir: quien conoció al buen católico entendió a la Iglesia más que el que analizó tan sólo su doctrina.
En ese sentido, figuremos una conversación entre jesuitas con respecto a los escritos de San Ignacio. No deberían estudiar el texto ignaciano como lo haría un crítico cualquiera, o sea, excluyendo el factor admiración. No. Antes bien, tendrían que tratar de discernir la mentalidad de su fundador al concebirlo y llegar a cogitaciones más altas, como, por ejemplo, considerar que la matriz de aquel estilo existía en su alma con una superabundancia de la cual su libro u oración era una porción.
Deberían comprender que San Ignacio era capaz de escribirle a una eminente autoridad eclesiástica, con un distintivo sello enérgico y afirmativo, para llamarle la atención por actitudes que causaban extrañeza en los medios católicos fervorosos, así como valerse de astucias para resolver un grave problema, sin perder en nada su seriedad, gravedad y firmeza.
Los jesuitas, si eran fieles a su vocación, tenían que encantarse con esas cualidades de su fundador, conformándose a ellas, admirarse con su admiración por la Iglesia y procurar ver la acción del Espíritu Santo instruyendo y conduciendo las actitudes del gran San Ignacio de Loyola.
Encanto con los raciocinios de un profesor jesuita
No eludo exponer un ejemplo personal, de quien —aun no siendo jesuita— pronto se sintió admirado con la lógica luminosa de San Ignacio y deseó adquirirla para toda la vida.
Cuando estudiaba en el Colegio San Luis, una de las asignaturas las daba un joven profesor, aún seminarista de la Compañía de Jesús, a quien llamábamos maestro Costa, futuro padre Costa. Desgranaba sus raciocinios de carácter apologético, explicaba esto, aquello, aquello otro y me entusiasmaba ver la coherencia de sus pensamientos: concatenados, determinados, andando a pasos resueltos y directos hacia la conclusión. Eran mis primeros encantos con la lógica.
Yo percibía los movimientos del raciocinio en el espíritu del maestro Costa, ágil, lúcido, fuerte y me alegraba admirar un alma, una inteligencia que se movía así. Más: sentía un verdadero alivio en mi interior, como si algo largamente estancado comenzara a moverse y a caminar. Era una especie de liberación, debido a mi presencia habitual en ambientes pocos afectos a la lógica, poco reflexivos, amantes de impresiones: «creo que… tal vez sea… me parecería que…». Sin darme cuenta, mi pensamiento deseaba otra postura de alma, pedía una definición. ¡Afirme! Saque pecho y tome la responsabilidad de la conclusión: diga que es así, y caso cerrado.
Ahora bien, en el raciocinar del maestro Costa había eso: él concluía. Y de tal manera que prendía al interlocutor en su conclusión, sin posibilidades de huida. Yo decía para mí mismo: «Un día también sabré concluir, como el maestro Costa».
Mi embelesamiento iba en aumento cuando percibía que el profesor llegaba a conclusiones con las cuales muchos estaban en desacuerdo. En general, eran esos supuestos «espíritus fuertes», hombres bigotudos, llamativos, con apariencias de prepotentes y que juzgaban ya sobrepasada la era de la religión. Porque el maestro Costa empezaba a disponer su argumentación, pensamiento a pensamiento, comprimiendo y silenciando a su oponente, para delicia de mi alma.
Entusiasmo por la lógica ignaciana
En medio de sus digresiones, esa lógica brillaba de manera particular al hacer elogios de la Compañía de Jesús y de San Ignacio. Y yo pensaba:
«¿Lo ves? Ese hombre es brasileño como yo y sorbió sus posibilidades mentales de este mismo Brasil en el que estoy. Si posee esa lógica dentro de su alma, no es porque la obtuviera de la marea de relativismo que corroyó ampliamente la mentalidad actual, sino de San Ignacio, de quien es hijo. El fundador de los jesuitas le concedió esa dádiva.
«Ahora bien, ¿si admiro infatigablemente a San Ignacio, quién sabe si me concederá a mí también un poco de esa lógica? Depende de que yo sea muy puro, enteramente puro, intransigentemente puro… Porque ese espíritu no le es dado a quien no es casto. Si persevero en la práctica de la castidad, comenzará a nacer en mí una lógica como la del maestro Costa, y como la de San Ignacio de Loyola. ¡Vamos adelante! ¡Mi entusiasmo está adquirido!». ◊
Es hermoso ver bajar de la montaña los pies del nensajero de la paz; pues camina en todo aquel que le sirve de anuncio y vehiculo para que llegue a otros sin reserva no dejando nada para sí y transmitiendo el mensaje del verbo en su actuar tal como lo hizo el maestro en su vida publica .
Muy Bueno y interesante