A la espera de una era de milagros

El episodio de Jesús caminando sobre las aguas evidencia cómo la esperanza es una virtud de importancia impar, de la que dependen, en gran medida, la fe y la caridad. ¿Cuál es su utilidad en la actual coyuntura de la Iglesia y del mundo?

Evangelio del XIX Domingo del Tiempo Ordinario

Después de que la gente se hubo saciado, 22 Jesús apremió a sus discípulos a que subieran a la barca y se le adelantaran a la otra orilla, mientras Él despedía a la gente. 23 Y después de despedir a la gente subió al monte a solas para orar. Llegada la noche estaba allí solo. 24 Mientras tanto la barca iba ya muy lejos de tierra, sacudida por las olas, porque el viento era contrario. 25 A la cuarta vela de la noche se les acercó Jesús andando sobre el mar. 26 Los discípulos, viéndole andar sobre el agua, se asustaron y gritaron de miedo, diciendo que era un fantasma. 27 Jesús les dijo enseguida: «¡Ánimo, soy yo, no tengáis miedo!». 28 Pedro le contestó: «Señor, si eres tú, mándame ir a ti sobre el agua». 29 Él le dijo: «Ven». Pedro bajó de la barca y echó a andar sobre el agua acercándose a Jesús; 30 pero, al sentir la fuerza del viento, le entró miedo, empezó a hundirse y gritó: «Señor, sálvame». 31 Enseguida Jesús extendió la mano, lo agarró y le dijo: «¡Hombre de poca fe! ¿Por qué has dudado?». 32 En cuanto subieron a la barca amainó el viento. 33 Los de la barca se postraron ante Él diciendo: «Realmente eres Hijo de Dios» (Mt 14, 22-33).

I – La esperanza: una virtud de oro

La fe es una virtud de un valor inestimable, pues de ella brota la caridad misma (cf. 1 Tim 1, 5). Nadie aprecia lo que no conoce y, por tanto, el verdadero amor a Dios depende de la firme adhesión a la Revelación divina. No obstante, también sabemos que la fe «actúa por la caridad» (Gál 5, 6), sin la cual no seríamos nada aunque tuviéramos una fe como para mover montañas (cf. 1 Cor 13, 2). Así, es necesario tener una caridad iluminada por la fe y, al mismo tiempo, una fe iluminada por la caridad. Y en esta implicación la esperanza juega un papel esencial, ya que, de alguna manera, constituye el eslabón entre ambas virtudes.

En efecto, del acto de fe brota espontáneamente el amor cuando hay mediación de la esperanza. Por medio de ella se le ofrece al corazón humano la perspectiva inminente y grandiosa de poseer a Dios, término de la afección espiritual. Así como se ama más o menos en la medida en que la posibilidad de unir el afecto al objeto amado se presenta cercana o lejana, la caridad debe la fuerza de su primer impulso a la robustez de la expectativa de alcanzar el fin anhelado. De la misma manera, el amor, que es la más noble de las virtudes, sólo vivifica la fe si la esperanza hace siempre más atractivo a la mente del hombre el ideal de la unión con Dios, moviéndolo a conocerlo y admirarlo cada vez más.1

Estas consideraciones sirven para introducir los episodios narrados por San Mateo en el Evangelio de este decimonoveno domingo del Tiempo Ordinario, en el cual se evidencia la falta de confianza de los Apóstoles en el divino Maestro, en particular las vacilaciones de San Pedro, quien será salvado de las aguas por la mano compasiva, eficaz y omnipotente de Jesús. En él descubriremos cuánto le cuesta al hombre fiarse de Dios y, en consecuencia, llevar la fe y la caridad hasta su última expresión, así como comprobar que la esperanza es una virtud de oro en las vías de la santificación.

II – Una cuidadosa preparación

En el Evangelio contemplamos a Nuestro Señor caminando sobre el agua, salvando a Pedro de ahogarse y, finalmente, calmando la tempestad con su simple presencia, episodios precedidos por la multiplicación de los panes. Se suman, del modo, los milagros hechos por el divino Maestro con el propósito de formar a sus discípulos y consolidar su fe.

Primero, Jesús demuestra su señorío sobre el alimento. Ni Moisés en el desierto había logrado este dominio, porque el maná venía del cielo, mientras que el pan multiplicado en el desierto salía de las manos de Jesús, que se presenta de esta manera como el propio Verbo por medio del cual todas las cosas fueron creadas.

En segundo lugar, manifiesta un poder absoluto con relación a su propio cuerpo, hasta el punto de superar en un abrir y cerrar de ojos una distancia enorme, que requeriría horas de caminata o de natación. Y aparece flotando sobre las aguas turbulentas, lo que deja atónitos y aterrorizados a los Apóstoles.

Jesús establece así las bases para revelar el misterio, sublime entre todos, de la Eucaristía, oculto a los ojos de los hombres, a excepción de la Virgen que, por su profunda y firmísima fe ilustrada por los dones de ciencia y entendimiento, lo conocía y suspiraba por el día de su institución. De hecho, algunos autores piadosos2 afirman que, en Caná, estaba aguardando por ver no sólo el agua convertida en vino, sino también la transubstanciación de éste en la preciosísima sangre de Cristo.

Entremos, pues, en la admirativa consideración de este pasaje del Evangelio de San Mateo, acompañando la cuidadosa preparación hecha por Jesús con vistas a la revelación de la futura institución del sacramento de la Eucaristía. Hagámoslo desde la mirada cristalina y luminosa de María Santísima, que seguía con estremecimientos de adoración cada paso dado por su Hijo a fin de preparar a la Iglesia naciente para recibir el mayor de los tesoros.

Sabiduría en la acción

Después de que la gente se hubo saciado, 22 Jesús apremió a sus discípulos a que subieran a la barca y se le adelantaran a la otra orilla, mientras Él despedía a la gente.

A la luz de los acontecimientos que tendrán lugar, observamos en este versículo que Nuestro Señor no hace nada de forma irreflexiva o espontánea, sino que en todo observa una razón superior de sabiduría. Al preparar a sus discípulos para la manifestación de los grandes misterios de nuestra fe, actúa intencionalmente, con miras al provecho de ellos y de la futura Iglesia. Enviándolos delante de Él, sabe que estarán expuestos al viento contrario y a la furia de las aguas; sin embargo, de este mal resultará un gran bien.

Sirva esta apreciación para fortalecer nuestra confianza en Él. En nuestras vidas Dios también permite escenarios trágicos, coyunturas inexplicables, callejones sin salida. ¡Confiemos! Él sabe qué maravillas obrará en nuestros corazones y, quizá, ante los hombres, resolviendo de manera milagrosa las situaciones más angustiantes. La vida de los santos está repleta de hechos que muestran cómo Dios escribe recto en renglones que, a nuestros ojos, parecen torcidos. No debemos dejarnos engañar. Frente al aparente absurdo, tenemos que abandonarnos con el candor de un niño en los brazos del Padre celestial, seguros de ser conducidos por Él a puerto seguro.

A solas con el Padre

23 Y después de despedir a la gente subió al monte a solas para orar. Llegada la noche estaba allí solo.

En la soledad y en el silencio, el Señor concentraba su atención humana, anteriormente dividida por diferentes ocupaciones, en la intimidad con el Padre, amándolo con todas sus fuerzas y dejándose amar por Aquel que lo había engendrado antes de la creación del mundo como impronta perfecta de su sustancia, llena de gracia y de esplendor. Convenía que tal relación tuviera lugar en la cima del monte, pues elevaba la humanidad santísima del Salvador a su más alto pináculo y prefiguraba la gloria que recibiría para siempre después de la Ascensión a los Cielos.

La oración de Jesús se revestía de una sublimidad insuperable. Siendo hombre verdadero, dirigía plegarias al Padre para presentarle sus deseos, siempre en conformidad con la divina voluntad, que le era plenamente manifestada por ser Él a un mismo tiempo el Verbo de Dios, consustancial a las otras Personas de la Trinidad. Nuestro Señor suplicaba con admirable vehemencia la salvación de los predestinados de todos los siglos: desde los ángeles fieles hasta los santos de los últimos tiempos, pasando por los patriarcas, los profetas y los justos de las más variadas eras históricas.

En este episodio pensó con entrañable afecto en cada uno de nosotros también, derramando lágrimas y presentándole a Dios sus infalibles súplicas, a fin de salvarnos y llevarnos a la eternidad feliz. Por lo tanto, debemos sentirnos acompañados por nuestro Redentor en todo momento. Incluso cuando parece ausente, Jesús está a nuestro lado, cuidando de nosotros con celo inigualable.

En la agitación no está el Señor

24 Mientras tanto la barca iba ya muy lejos de tierra, sacudida por las olas, porque el viento era contrario.

Esta vida pasajera es un campo de batalla en donde los hombres son puestos a prueba, a fin de mostrarse idóneos para recibir el premio del Cielo. Un claro ejemplo de ello son las aguas turbulentas que los Apóstoles cruzaron a duras penas, remando durante horas, luchando contra el cansancio y la adversidad de los elementos. Al igual que le sucediera al justo Job, ciertamente Nuestro Señor dejó que sus seguidores fueran golpeados por el influjo infestante del demonio, espíritu inquieto por excelencia, que trata de contagiar con ese estado de ánimo a quienes pretende perder.

Se nota aquí el contraste entre la acción del Príncipe de la paz, hecha de consolación y auxilio, y las tretas frenéticas del diablo, autor evidente de la agitación de las aguas. Dios actúa siempre como padre y amigo, incluso cuando le reprende al hombre por sus faltas, y únicamente cuando nos encontramos tranquilos y serenos conseguimos oír su voz en nuestro interior. Por otra parte, la forma más adecuada de resistir a las asechanzas del maligno es mantener la calma, apoyándonos en una inquebrantable confianza en Dios.

Bajo la mirada benévola del Maestro

25 A la cuarta vela de la noche se les acercó Jesús andando sobre el mar.

San Mateo nos cuenta un hecho admirable y prodigioso con la naturalidad de quien presencia una escena corriente. En este estilo adoptado por los evangelistas trasluce la objetividad de la narración y su veracidad.

Recogido en lo alto del monte y sumergido en los esplendores del Padre con indescriptibles estremecimientos de adoración, Jesús no había abandonado a su pequeño rebaño. Como Verbo de Dios encarnado, acompañaba paso a paso cada pensamiento de sus discípulos, sus vicisitudes, los estados de ánimo que se sucedían en sus corazones. En suma, estando su atención humana toda volcada hacia la divinidad, el celo por sus amigos se hacía más agudo, penetrante y eficaz. En su diálogo amoroso con el Padre, sin duda suplicaba con ardor inefable la salvación y santificación de aquellos elegidos y, más concretamente, imploraba la asistencia de lo alto para superar con éxito la prueba por la que estaban pasando.

Que esta enseñanza nos sirva en el sentido de fortalecer nuestra confianza: incluso en los peores momentos, la Providencia nos cuida con desbordante afecto paterno, y hasta se diría maternal. Conservar la certeza íntima de estar siempre en la «palma de la mano» de la Santísima Trinidad, aun cuando turbulentas circunstancias sometan la embarcación de nuestra alma a la más dura tribulación, forma parte del camino que lleva al Paraíso, y sólo los que supieron fiarse del Señor contra toda apariencia serán considerados vencedores.

Un sintomático error

26 Los discípulos, viéndole andar sobre el agua, se asustaron y gritaron de miedo, diciendo que era un fantasma.

Los Apóstoles cruzan el lago de Genesaret con la ilusión de encontrarse solos ante el peligro, lejos del Maestro y, por tanto, entregados a sus propias fuerzas. La perspectiva sobrenatural está ausente de sus pensamientos y, hundidos en un crudo naturalismo, consienten las voces de desánimo que se alzan en sus espíritus debilitados por la contrariedad. Insensibles en este estado de ánimo, son incapaces de tener una mirada de fe y, por eso, la visión de Jesús caminando sobre las aguas les turba. Asimismo se muestran incapaces de reconocer al Señor y, ante la perspectiva de estar viendo a un fantasma gritan de miedo. ¡Ni siquiera San Juan, el Discípulo Amado, logra reconocer a quien se les aparece!

Jesús camina sobre el agua – Iglesia del Sagrado Corazón de Jesús, Tampa (EE. UU.)

Inestimable lección, de una utilidad inmensa para nosotros. Cuántas veces, llevados por la angustia o arrastrados por la zarabanda de los acontecimientos, perdemos de vista la realidad sobrenatural cayendo fácilmente en la desesperación. ¿No somos nosotros más culpables que los Apóstoles? Ellos no habían concluido todavía que Jesús era el Hijo de Dios, mientras que nosotros lo profesamos con firmeza al rezar el credo.

Pensemos cuán teórica y sin vida es una fe que no se traduce en verdadera esperanza, es decir, en una convicción profunda de ser amados por el mejor de los padres y, en consecuencia, protegidos y guiados por Él como nos enseña el salmo «Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tú vas conmigo: tu vara y tu cayado me sosiegan» (22, 4).

27 Jesús les dijo enseguida: «¡Ánimo, soy yo, no tengáis miedo!».

La respuesta de Nuestro Señor al temor de sus discípulos encierra un altísimo valor teológico. Les insta a que recuperen el buen ánimo por el hecho de tener delante de ellos a su Persona omnipotente y eterna. En efecto, la valentía es uno de los corolarios de la virtud de la fortaleza, que hace al hombre capaz de superar los obstáculos más difíciles en nombre de Dios, en quien confía. Entre la fortaleza y la esperanza hay un nexo indisoluble, pues sólo el que se apoya con convicción en el auxilio divino puede resistir a los peores enemigos, disipando las tinieblas del miedo. ¡El auténtico coraje es hijo de la confianza!

¿Temeridad o fe?

28 Pedro le contestó: «Señor, si eres tú, mándame ir a ti sobre el agua». 29a Él le dijo: «Ven».

El príncipe de los apóstoles aún no está plenamente confirmado en la fe que él mismo profesará en Cesarea de Filipo, cuando afirmará que Jesús es «el Mesías, el Hijo del Dios vivo» (Mt 16, 16). Ahora no da total crédito a las palabras del Maestro y le pide una prueba audaz, como corresponde a su ánimo arrogado y fogoso. Esta mezcla de osadía, presunción y vacilación estaba abocada a terminar mal si no fuera por la bondad del Señor…

29b Pedro bajó de la barca y echó a andar sobre el agua acercándose a Jesús; 30 pero, al sentir la fuerza del viento, le entró miedo, empezó a hundirse y gritó: «Señor, sálvame».

Dios es celoso y exige que nuestra confianza en Él sea completa y sin mancha. Inicialmente el milagro se produce, pero, ante el rugido de los elementos, Simón pierde de vista al Señor, se deja dominar por el miedo y empieza a hundirse en el agua. Sin embargo, el fracaso lo lleva a una actitud más perfecta, pues confiesa con el corazón y los labios que está ante el Señor en el momento de implorarle su ayuda.

Con Él, caminó sobre el agua…

31 Enseguida Jesús extendió la mano, lo agarró y le dijo: «¡Hombre de poca fe! ¿Por qué has dudado?».

Nuestro Señor atiende prontamente, extendiendo su mano y alzando a Pedro con la suavidad de quien levanta una pluma, para mostrar que es el Señor del Cielo y de la tierra, con plenos poderes sobre su propio cuerpo y sobre el de los demás. A continuación le reprende por su apocada fe, como si le dijera: «A partir de ahora conserva la certeza de que te encuentras delante de Dios».

El Señor saca del agua a San Pedro, de Andrea di Bonaiuto – Iglesia de Santa María Novella, Florencia (Italia)

El Evangelio no describe este particular, pero es evidente que el discípulo volvió a caminar sobre las aguas, siguiendo al Maestro que lo precedía hacia la barca. ¿Por qué? Porque le había tendido la mano. Había sido salvado por aquella mano divina, capaz de infundir en el interior del hombre una fuerza irresistible. Pedro, que casi había sucumbido, se sentía entonces inmune a la furia de las olas, con un señorío absoluto que le venía de Jesús y dominaba su pánico.

Después de Pentecostés constatamos que había aprendido la lección excelentemente, pues exhortará a los cristianos a la más perfecta confianza: «Bien sabe el Señor librar de la prueba a los piadosos» (2 Pe 2, 9).

32 En cuanto subieron a la barca amainó el viento. 33 Los de la barca se postraron ante Él diciendo: «Realmente eres Hijo de Dios».

Al subir en la barca, el Señor manifiesta su imperio sobre el dominio y los elementos atmosféricos, pues el viento se calma. Las demostraciones de un poder sobrenatural insólito habían sido más que suficientes para que la mecha de la fe prendiera en el corazón de los discípulos un incendio de certeza de la divinidad de Jesús. He aquí que, después de ver al Maestro multiplicar los panes, andar sobre el agua junto con San Pedro y finalmente vencer la tempestad, el conjunto de los Apóstoles se postra ante Él y lo proclama Hijo de Dios. Bien puede decirse que éste fue el punto de partida de la Iglesia Católica.

III – Esperanza en un futuro marial

Al considerar este Evangelio, uno se maravilla del poder de Nuestro Señor al manifestar su divinidad. Además, se comprende cómo es indispensable que la profesión de fe sea sustentada y alimentada por una confianza inquebrantable en Él, hasta el punto de caminar sobre el agua, siguiéndolo con firmeza y serenidad, sin vacilaciones, incluso ante el peligro. De este modo, se hace evidente el papel de la esperanza como auxiliar imprescindible de la fe y de la caridad: si la primera no alcanza la excelencia, las grandes obras de Dios no se realizarán.

Amanecer en el mar del Caribe

Aplicar estas enseñanzas a nuestro tiempo nos abre un vasto horizonte, con tintes apocalípticos. En efecto, si para fundar la Santa Iglesia fue preciso que los discípulos tuvieran una certeza de la victoria completa, ¿qué no será necesario en los días en que vivimos, donde la barca de Pedro no sólo está rodeada de olas amenazadoras y agitada por vientos contrarios, sino infiltrada por las olas del mundo en los más variados grados de su estructura? Por otra parte, ¿el desafío del paganismo que enfrentaron los Apóstoles no queda empequeñecido, en cierto modo, ante la colosal apostasía hodierna?

De donde se concluye con los profetas más insignes del Nuevo Testamento, como Santa Catalina de Siena, San Luis María Grignion de Montfort, el Beato Francisco Palau y Quer y tantos otros, que está por llegar una nueva era de milagros, propia a llevar la confianza en Dios a un auge nunca visto. Esta esperanza apasionada y convencida les permitirá a los hombres atravesar los días atroces que se avecinan.

Los prodigios serán sin duda externos, numerosos y eminentes, pero los milagros de mayor quilate se verificarán en el interior de los corazones con conversiones radicales, profundas y formidables, que recordarán a la de San Pablo camino de Damasco. Estos cambios de vida producidos por gracias irresistibles manifestarán los secretos de sabiduría, santidad y belleza del Inmaculado Corazón de María, pues será Ella la gran triunfadora junto a su divino Hijo.

¿Quién presenciará con ojos de fe esta era de milagros? ¿Quién sabrá leer los signos de los tiempos? Aquellos que en la aparente distensión de la rutina cotidiana no se dejaron contagiar por el naturalismo estúpido del mundo moderno y supieron escuchar los céleres pasos de Dios, que viene a segar, quemar y plantar. Aquellos que, superando el pragmático materialismo de la sociedad neopagana, tuvieron la valentía de creer que la vida de un cristiano no se ajusta a ningún estándar de normalidad mediocre, sino que está repleta de epopeyas grandiosas, como la narrada en el Evangelio que hoy contemplamos. Ellos reconocerán que Dios es justiciero y misericordioso, y vendrá con poder para renovar la faz de la tierra.

Adquiramos y conservemos esta certeza, si no queremos que las gloriosas obras de Dios nos sorprendan y asusten, como Jesús caminando sobre el agua atemorizó a los Apóstoles. 

 

Notas


1 Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica. II-II, q. 17, a. 7, ad 1.

2 Cf. ALASTRUEY, Gregorio. Tratado de la Virgen Santísima. 4.ª ed. Madrid: BAC, 1966, pp. 680-681.

 

1 COMENTARIO

  1. Es cierto que el Señor siempre ha cuidado a Su Pequeño Rebaño, como Buen Pastor que es. También es cierto que a lo largo del tiempo en cada circunstancia y tribulación Él va preparando y anunciando a Su Pueblo los importantes acontecimientos que están por llegar.
    Y no es menos cierto que en los momentos más difíciles ha suscitado personas extraordinarias que guían y defienden Su Rebaño.
    Y, como no, en estos tremendos tiempos que nos está tocando vivir, en donde el humo de satanás se ha expandido de forma exponencial por todo el mundo, el Señor no nos abandonará y suscitará personas o una persona muy especial, una especie de Moisés, que nos conduzca. Efectivamente veremos grandes milagros y hechos extraordinarios.
    Confiemos en Nuestro Señora, la cual profetizó en Fátima que al final Su Inmaculado Corazón triunfará. Recemos pongamos en Ella toda nuestra confianza. Un Ave María bien rezada puede cambiar muchas cosas.

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