Y Jesús se compadecía de ellas…

No son pocos los que sacrificaron su propia vida a lo largo de la Historia, por Dios o por un ser querido. Pero por un enemigo, ¿quién estaría dispuesto a hacerlo? Es lo que Jesús hizo para salvarnos a cada uno de nosotros.

Evangelio del XI Domingo del Tiempo Ordinario

En aquel tiempo, 36 al ver a las muchedumbres, se compadecía de ellas, porque estaban extenuadas y abandonadas, como ovejas que no tienen pastor. 37 Entonces dice a sus discípulos: «La mies es abundante, pero los trabajadores son pocos; 38 rogad, pues, al Señor de la mies que mande trabajadores a su mies».

10,1 Llamó a sus doce discípulos y les dio autoridad para expulsar espíritus inmundos y curar toda enfermedad y toda dolencia.

Éstos son los nombres de los doce apóstoles: el primero, Simón, llamado Pedro, y Andrés, su hermano; Santiago, el de Zebedeo, y Juan, su hermano; Felipe y Bartolomé, Tomás y Mateo el publicano; Santiago el de Alfeo, y Tadeo; Simón el de Caná, y Judas Iscariote, el que lo entregó.

A estos doce los envió Jesús con estas instrucciones: «No vayáis a tierra de paganos ni entréis en las ciudades de Samaria, sino id a las ovejas descarriadas de Israel. Id y proclamad que ha llegado el Reino de los Cielos. Curad enfermos, resucitad muertos, limpiad leprosos, arrojad demonios. Gratis habéis recibido, dad gratis» (Mt 9, 36–10, 8).

I – ¡Dios nos amó primero!

A nadie se le escapa esta evidencia del día a día: las cosas que componen nuestro entorno son objeto de mayor aprecio cuanto más tenemos la oportunidad de modelarlas a nuestro gusto. Por ejemplo, cuando compramos una casa lo hacemos porque nos agrada, de lo contrario no la adquiriríamos. Pero, sobre todo, es después de esforzarnos por dejarla bonita según nuestras preferencias cuando empezamos a valorarla de un modo especial. Y con más razón aún se revestirá de significado si la habitamos durante mucho tiempo, viendo crecer a nuestra familia entre sus paredes que, con el paso de los años, guardarán el recuerdo de toda una vida. Podemos decir que algo parecido ocurre en la relación de Dios con la humanidad, como señala San Pablo en la segunda lectura (Rom 5, 6-11) de la liturgia de este domingo.

Dios nos amaba aun cuando estábamos en enemistad con Él

En ese pasaje de la Carta a los romanos, el Apóstol trata de estimular a la confianza en la bondad divina presentando un raciocinio irrefutable: «Apenas habrá quien muera por un justo; por una persona buena tal vez se atrevería alguien a morir; pues bien: Dios nos demostró su amor en que, siendo nosotros todavía pecadores, Cristo murió por nosotros. […] Si, cuando éramos enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo, ¡con cuánta más razón, estando ya reconciliados, seremos salvados por su vida!» (5, 7-8.10).

Antes del Bautismo, al haber heredado el pecado original y sus consecuencias, tan sólo somos criaturas de Dios, en estado de enemistad con Él. Y esta situación se agrava por los pecados actuales, que constituyen un alejamiento consciente y voluntario del Creador y un giro desordenado hacia las criaturas. A pesar de ello, «Dios nos amó primero» (1 Jn 4, 19) y tomó la iniciativa de enviar a su Hijo para redimir a la humanidad. Quedamos limpios de la mancha del pecado original y nos reconciliamos con Él mediante las aguas bautismales, las cuales nos elevan a la condición de hijos de Dios, participantes de su naturaleza, hermanos de Jesucristo y coherederos del Cielo, por los méritos de su Encarnación, Pasión y Muerte. Al respecto, comenta San Juan Crisóstomo: «Porque el que, abrumados bajo el peso de tantas culpas y malicia, haya querido, no obstante, salvarnos, prueba es evidente del amor que nos tuvo el que nos salvó. Porque no por medio de ángeles, ni de arcángeles, sino por su unigénito Hijo nos dio la salvación».1 De manera que si ya éramos amados a pesar de ser malos, cuánto más nos amará Dios después de perdonarnos y de haber recuperado su amistad completamente, como el propietario a su casa arreglada y decorada a su gusto.

Ahora bien, como veremos, tan maravilloso principio se vuelve aún más convincente a la luz de la enseñanza dada por el Señor en este Evangelio.

II – La necesidad de pastores

En aquel tiempo, 36 al ver a las muchedumbres, se compadecía de ellas, porque estaban extenuadas y abandonadas, como ovejas que no tienen pastor.

Basta recorrer las páginas del Evangelio para constatar cómo el pastoreo se presta a simbolizar la relación entre Dios y los hombres. Por entonces se vivía en una sociedad muy vinculada al campo. Así, de modo didáctico, Jesús se refiere en numerosas ocasiones en sus predicaciones a la actividad pastoril, presentándose incluso como el Buen Pastor, para ser bien comprendido por sus oyentes. En el versículo citado, el Señor menciona el cansancio de las ovejas que no tienen pastor. De hecho, en ausencia de éste, los animales suelen dispersarse y, al deambular desviados de su camino habitual, con frecuencia se fatigan. Si estuviera el pastor, el rebaño sería conducido hacia mejores pastos donde podría alimentarse y descansar tranquilo bajo su vigilante protección.

Esta figura refleja una realidad mucho más dolorosa, concerniente a la salvación de las almas. Sin un guía espiritual competente que sepa discernir las necesidades del grupo confiado a él y adecuar el aprendizaje y el progreso a las circunstancias espirituales de cada uno, las personas se desorientan y, llevadas por las malas tendencias, se desvían del camino recto, adentrándose en las sendas del pecado, a la búsqueda de la ilusoria felicidad proporcionada por los bienes terrenos. Esta falta de rumbo produce extenuación y abandono. No obstante, a menudo, una mirada de aliento o una palabra de confianza de un pastor fervoroso son suficientes para reconducirlos a la práctica de la virtud.

En efecto, al tratarse de la salvación del alma, el consejo de alguien experimentado representa un gran auxilio. Un principio clásico de la vida interior refiere que el temor más grande del demonio cuando tienta a alguien consiste precisamente en que la víctima busque orientación en un superior o en un confesor. Cuando esto ocurre, enseguida las pérfidas maniobras diabólicas quedan desenmascaradas, volviéndose inocuas, porque el mal progresa en la medida en que consigue camuflar sus intenciones últimas.

Jesús, en virtud de su conocimiento divino, veía desde toda la eternidad el estado de depauperación de las muchedumbres que lo seguían. Sin embargo, en cuanto hombre no había probado aún esa terrible situación de penuria espiritual. Entonces, al constatarla, «se compadecía de ellas», es decir, padecía, sufría con ellas. Por tanto, hizo suyo el sufrimiento de las muchedumbres.

Jesús predica a las multitudes, de Jan Brueghel, el Viejo – Galería Nacional, Parma (Italia)

Hoy en día, por desgracia, a causa de una concepción errónea de la compasión, ésta es entendida casi exclusivamente en el sentido de necesidades materiales. No cabe duda de que deben ser atendidas, favoreciendo que las personas se abran a la acción de la gracia. La civilización cristiana fue la que introdujo las obras de caridad en las relaciones humanas. De la materna solicitud de la Iglesia nacieron los hospitales y las numerosas instituciones de asistencia a los pobres y desamparados. Pero, de sí, es más importante —sin prescindir de lo material— proporcionar formación doctrinaria y consuelo espiritual, porque el alma es, por naturaleza, más noble, elevada y relevante que el cuerpo. No hay nada que se equipare a la alegría procedente de una conciencia equilibrada y tranquila. Cuando no está limpia y transparente, el hombre no se siente feliz, incluso gozando de todos los bienes terrenos.

La felicidad sobrenatural, buscada en vano por las multitudes, es la que Jesús quiere ofrecerles. Estaban extenuadas y abandonadas al no tener quien las orientase rectamente para la venida del Mesías, que las Escrituras indicaban ya cercano. Para agravar el panorama, estaban los falsos guías que, «habiendo de ser pastores, se mostraban lobos. Porque no sólo no corregían a la muchedumbre, sino que ellos eran el mayor obstáculo a su adelantamiento».2

Y esta orfandad no se restringe a aquellos tiempos. Si el Verbo se encarnase en nuestros días, seguramente su actitud no sería diferente, o tal vez su compasión fuese aún más acentuada, a tal punto está el mundo confundido y desviado. Por la falta de un número suficiente de auténticos pastores, la opinión pública se ensordece a la voz de Dios, se queda muda para comunicar la verdad a los demás y termina por no comprender la salvación que la Iglesia le ofrece. Así como Jesús en su vida terrena tomó la iniciativa de ir a las aldeas, curando a todos por el camino, sin rechazar a nadie, también hoy va en busca de la multitud desamparada y está siempre dispuesto a acoger al pecador. Basta con que haya un sincero arrepentimiento y deseo de enmienda de vida. Ése es el momento de apiadarnos del rebaño y acordarnos de la obligación de todo bautizado de hacer apostolado con sus semejantes.

Todopoderoso, pero quiere nuestra cooperación

37 Entonces dice a sus discípulos: «La mies es abundante, pero los trabajadores son pocos; 38 rogad, pues, al Señor de la mies que mande trabajadores a su mies».

Es importante destacar que Jesucristo, al ser Dios, podía realizar directamente lo que le recomienda a los Apóstoles que le pidan al «Señor de la mies». Para ello, sería suficiente un simple acto de su voluntad —«Quiero que todos sean guiados por el camino de la santidad»— y prescindir de nuestra oración. Pero no. Por un misterioso designio deposita en nuestras manos la posibilidad de colaborar en la obra de la salvación de las almas. ¿Cómo? ¡Rezando!

Al mismo tiempo, Él sería capaz de atender las exigencias de la mies y conceder a todos la oportunidad de convertirse mediante una gracia eficaz —como la que recibió San Pablo en el camino de Damasco—, dispensando el servicio de los trabajadores de la mies. No obstante, determina que el mensaje del Evangelio sea transmitido por instrumentos humanos, por la actuación de sus discípulos. Si analizamos la cuestión en profundidad, veremos que el hombre ya ha sido creado con el instinto de sociabilidad, de modo a facilitarle el apostolado. Tenemos el anhelo y la necesidad de entrar en contacto con nuestros semejantes, y la felicidad de unos depende de los otros. Por lo tanto, la acción mutua, el buen ejemplo, el buen consejo son factores preponderantes para la santificación, la perfección y la perseverancia de todos en el camino hacia la bienaventuranza.

«Predicación de San Pedro», de Masolino da Panicale – Iglesia de Santa María del Carmen, Florencia (Italia)

¡Un examen de conciencia para nosotros! En nuestras relaciones, ¿estamos preocupados por el prójimo, comprometidos en su progreso espiritual? ¿Somos fervorosos en la oración? Ante este deseo del Salvador, expresado en ese versículo, nos toca alzar la voz para implorarle al «Señor de la mies», Señor de la opinión pública y de toda la faz de la tierra, que envíe muchos pastores para que la nación santa del Nuevo Testamento crezca.

El mal subyugado por frágiles instrumentos

10,1 Llamó a sus doce discípulos y les dio autoridad para expulsar espíritus inmundos y curar toda enfermedad y toda dolencia.

Tengamos en cuenta que en aquel tiempo el mal se evidenciaba sobre todo por la posesión diabólica visible, con manifestaciones ruidosas, mientras que hoy el demonio se apodera quizá de un número mayor de personas, pero lo hace de forma subrepticia y velada.

El hecho de que el divino Maestro llamase a los Doce para darles autoridad sobre los espíritus inmundos y poder para curar enfermedades, significa que les confería el don de estrangular al mal y difundir el bien. Por tanto, Jesús, segunda Persona de la Santísima Trinidad, incluso antes de ser crucificado, rompía el dominio de las tinieblas y vencía al demonio. Para humillación de éste, en vez de actuar directamente, lo hacía por medio de criaturas humanas, incapaces de luchar contra Satanás por sí mismas.

Un registro de los comienzos de la Iglesia

Éstos son los nombres de los doce apóstoles: el primero, Simón, llamado Pedro, y Andrés, su hermano; Santiago, el de Zebedeo, y Juan, su hermano; Felipe y Bartolomé, Tomás y Mateo el publicano; Santiago el de Alfeo, y Tadeo; Simón el de Caná, y Judas Iscariote, el que lo entregó.

El cuidado que tuvo San Mateo en consignar en su Evangelio los nombres de los doce Apóstoles responde a la necesidad de dar a conocer a los siglos venideros esos cimientos de la Iglesia, en una época de rápida expansión de la religión, en que la transmisión de la doctrina a los pueblos más diversos se hacía casi exclusivamente de forma verbal, lo que podía ocasionar ciertas dudas o imprecisiones en un futuro.

Por humildad, San Mateo incluyó su nombre después del de Santo Tomás, al contrario que los otros Evangelistas (cf. Mc 3, 18; Lc 6, 15), añadiendo «el publicano» en referencia a su antigua condición de recaudador de impuestos, en reparación de su vida pasada. Y menciona a Simón Pedro con precedencia, para resaltar su papel de Jefe de la Iglesia naciente, representante de Jesucristo en la tierra, poseedor de la infalibilidad; aquel que, para guiar al Cuerpo Místico de Cristo con fidelidad plena, debe contar con las fuerzas del Cielo.

Los cuidados de un apóstol principiante

A estos doce los envió Jesús con estas instrucciones: «No vayáis a tierra de paganos ni entréis en las ciudades de Samaria, sino id a las ovejas descarriadas de Israel».

Cuando fueron enviados a su primera misión, los Apóstoles aún no estaban del todo formados y fácilmente podían ser mal influenciados por ambientes peligrosos como el de los gentiles o el de los samaritanos, volcados por lo general hacia el gozo de los placeres terrenos. Sólo después de la Resurrección les diría el Señor: «Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos» (Mt 28, 19); y únicamente con la venida del Espíritu Santo, en Pentecostés, estarían preparados para desempeñar la misión de predicar a los paganos.

Una lección para nosotros, porque si el Salvador empleó tal prudencia para preservar a los Apóstoles, es indispensable que también nosotros nos cuidemos de no dejarnos nunca atraer por lo que no esté en consonancia con Jesús al entrar en contacto con aquellos que deben ser evangelizados. Cuando nos falta aún la formación apropiada, precaución; una vez instruidos y fortalecidos, entonces podemos marchar hacia la conquista denodada, y siempre vigilantes.

Por otra parte, era necesario que los discípulos hicieran apostolado con las «ovejas descarriadas» del pueblo elegido; primero, porque la salvación tenía que serles ofrecida preferencialmente y, segundo, para corregir la concepción nacionalista errada que llevaba a pensar que todo judío era bueno y todo extranjero era pésimo, como lo demuestra un documento rabínico: «El mejor de los goym merece morir».3 Tenían que sentir en su propia piel el rechazo al mensaje del Mesías y enfrentar las trampas de fariseos, escribas y saduceos e incluso de numerosos elementos del pueblo, para que se dieran cuenta de la maldad que había en todos ellos. Ese saludable choque acentuaría en los discípulos la toma de conciencia del cambio de mentalidad de la que habían sido objeto durante la convivencia con el divino Maestro.

Dando testimonio con obras de la veracidad del Evangelio

«Id y proclamad que ha llegado el Reino de los Cielos. Curad enfermos, resucitad muertos, limpiad leprosos, arrojad demonios. Gratis habéis recibido, dad gratis».

La principal misión encomendada a los Apóstoles fue la de transmitir la Buena Noticia: el Reino de los Cielos está cerca.

Ahora bien, un hombre de Dios normalmente atestiguaba la veracidad de sus palabras con fenómenos extraordinarios. Y en los Libros Sagrados se decía que cuando llegara el Mesías los cojos andarían, los ciegos verían, los mudos hablarían, los sordos oirían (cf. Is 35, 5-6). Por consiguiente, teniendo en vista el dar un testimonio convincente de que de hecho Él era el Mesías, Jesús ordena a los Apóstoles que realicen milagros. «No fuese que nadie creyera a unos hombres rústicos y sin elegancia en el lenguaje, ignorantes y sin letras, que prometían el Reino de los Cielos, les da ese poder […], para que la grandeza de las promesas la compruebe la grandeza de los milagros».4

Pero, así como recibieron «gratis» ese don, también deberían actuar en beneficio del prójimo, desempeñando un papel semejante al de Jesús con ellos. Es decir, les encargaba que hicieran el bien incondicionalmente.

III – El Reino anunciado en el siglo xxi

A la vista de esos poderes conferidos por Jesús a los Doce, así como a numerosos varones justos en los primeros tiempos de la expansión del cristianismo, es oportuno que nos preguntemos por qué esas maravillas ya no se repiten con igual frecuencia. La respuesta la dio San Gregorio Magno a finales del siglo vi: «Estas cosas eran necesarias en los comienzos de la Iglesia, pues para robustecer la fe en la multitud de los creyentes debía nutrirse con milagros […]. En realidad, la Santa Iglesia hace a diario espiritualmente lo que entonces hacían corporalmente los Apóstoles».5 Exactamente, no podemos olvidar ese importante aspecto que subraya el santo doctor. La Iglesia obra, a través de los Sacramentos, prodigios aún mayores, en beneficio de las muchedumbres que padecen alguna enfermedad espiritual: lava el alma leprosa de las inmundicias del pecado, resucita a los muertos a la vida de la gracia, libera a los que están sujetos al imperio del demonio, restituye a los ciegos de espíritu la luz de la fe.

Homilía durante una misa en la basílica de Nuestra Señora del Rosario, Caieiras (Brasil)

Una misión prolongada a través de los siglos

El Evangelio del undécimo domingo del Tiempo Ordinario tiene una belleza especial y una invitación para cada uno de nosotros. La incumbencia de predicar la venida cercana del Reino de los Cielos dada a los Apóstoles sólo concluirá al final de los tiempos, cuando haya acabado la historia. Esa es la misión de la Santa Iglesia, de sus ministros consagrados y de todo bautizado; es la prolongación a través de los siglos de la acción redentora de Jesucristo. Por lo tanto, estamos obligados a evangelizar mediante la palabra, el ejemplo, la oración o el sufrimiento, con vistas a transformar la sociedad. Hemos de anunciar la necesidad del abandono del pecado, del cambio de mentalidad, de la búsqueda continua de la santidad y trabajar para que eso se lleve a cabo cuanto antes y en el más alto grado posible. Para Dios debemos querer no sólo lo mejor, sino todo, ahora y para siempre.

Tengamos presente que el Reino de Dios empieza aquí en la tierra, porque poseemos una semilla que florecerá en gloria en la eternidad, cuando participemos de la felicidad de Dios mismo. Cada uno tiene un determinado plazo de vida. ¿Veinte, cuarenta, cien años? Sólo Dios lo sabe. Pero ¿qué es eso comparado con la eternidad? ¡Absolutamente nada! Por tanto, la conquista del Reino de los Cielos, comenzada en esta tierra, debe constituir el primordialísimo objetivo de nuestra existencia. 

 

Notas


1 SAN JUAN CRISÓSTOMO. In Epistolam ad Romanos. Hom. IX, n.º 3: MG 60, 471.

2 SAN JUAN CRISÓSTOMO. Homilías sobre el Evangelio de San Mateo. Homilía XXXII, n.º 2. In: Obras. 2.ª ed. Madrid: BAC, 2007, t. i, pp. 637-638.

3 KIDDUSHIN. Y 66cd. In: BONSIRVEN, SJ, Joseph (Ed.). Textes rabbiniques des deux premiers siècles chrétiens. Roma: Pontificio Instituto Bíblico, 1955, p. 419.

4 SAN JERÓNIMO. Comentario a Mateo. L. I (1, 1-10, 42), c. 10, n.º 23. In: Obras Completas. Comentario a Mateo y otros escritos. Madrid: BAC, 2002, t. ii, p. 109.

5 SAN GREGORIO MAGNO. Homiliæ in Evangelia. L. II, hom. 9, n.º 4. In: Obras. Madrid: BAC, 1958, p. 679.

 

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