Venerable Teresa de San Agustín – Una carmelita de fábula

Nacida de nobilísimo linaje real, Madame Luisa se hizo esposa de Cristo, convirtiéndose así en una princesa de magnificencia superior.

Lo que mejor define a un noble es la excelencia de su persona. Por su simple nacimiento, está llamado a guiar a otros y a representar a Dios mismo. Sin embargo, dicha excelencia se reviste de una pulcritud aún mayor cuando se combina con la magnanimidad de la renuncia, tan necesaria para la existencia humana, sobre todo una vez sublimada por el sacrificio de la cruz.

Renunciando a la pompa del mundo, aquella que había nacido de nobilísimo linaje real parece ser un ejemplo arquetípico de esa realidad. Madame Luisa, la hija menor de Luis XV de Francia y María Leszczynska, princesa de Polonia, eligió para sí una vía más elevada. Al hacerse esposa de Cristo, se convirtió también, por el signo de la generosidad, en una princesa de magnificencia superior.

Educación en Fontevraud

Nacida el 15 de julio de 1737, la pequeña Luisa era conocida como Madame Septième —la Sra. Séptima—, aunque fuera la octava hija, pues una de sus hermanas había fallecido. Rodeada de las atenciones de doce cortesanos, cuya única función era acompañarla con continuos desvelos, ya a temprana edad gozaba del poder de mandar y ser servida. Poseía un temperamento impetuoso y vivaz.

De niña, su educación fue confiada —junto con tres de sus hermanas, Victoria, Adelaida y Sofía— a las religiosas benedictinas de la abadía de Fontevraud. De este modo, su primera infancia la pasó en el sano ambiente del convento, siendo hábilmente formada en la religión y en el amor a las realidades eternas.

Dos hechos marcaron de una manera especial ese período. Un día, cuando su sirvienta de cámara se demoraba en atenderla, Luisa se subió a la barandilla de su lecho y se cayó… El accidente la dejó con una deformidad física y casi la llevó a la muerte. Las monjas rezaron a la Santísima Virgen por ella y, milagrosamente, la pequeña se curó. Este episodio marcó el inicio de su devoción a la Madre de Dios.

En otra ocasión, considerándose ofendida por una de sus damas de compañía, le dijo: «¿Acaso no soy yo la hija de vuestro rey?». A lo que la interlocutora le contestó: «Y yo, señora, ¿no soy hija de vuestro Dios?». Esto ponía de relieve la dignidad bautismal ante los ojos de la princesa, que se disculpó enseguida, muy impresionada.

Luisa tenía una conciencia muy esclarecida, lo que le permitía corregirse fácilmente cuando advertía sus defectos, y demostraba gran celo por sus deberes de piedad, de los que sacaba fuerzas para el combate espiritual.

Escribía en sus meditaciones eucarísticas: «Apenas mis primeros años habían transcurrido, apenas las enseñanzas de vuestra santa religión habían hecho mella en mi alma, cuando hicisteis nacer en mí una piedad afectuosa por el sacramento de vuestros altares. Sólo ansiaba el momento de recibiros ahí, de poseeros ahí; una fe viva, un amor ardiente, al recibir nuevos dones de vuestra gracia, aumentaron mis deseos. Los escuchasteis, los concedisteis, Dios de bondad, los coronasteis, dándome vuestro cuerpo sagrado como alimento. ¡Oh, favor, que hasta el último instante de mi vida estará presente en mi gratitud!».1

El 21 de noviembre de 1748, Luisa hizo la primera comunión, con 11 años. En octubre de 1750 regresa a Versalles, donde permanecerá hasta 1770. No debió ser pequeño el choque cultural entre las bendiciones de la abadía y la decadencia moral de la corte francesa…

La diferencia entre dos mundos

Numerosos excesos morales manchaban la corte, donde el disfrute mundano era el fin último de la existencia. «Ninguna época fue más galante ni más refinadamente libertina que aquella. Podría decirse que todo estaba permitido, que se admitía todo en el terreno de las flaquezas humanas, siempre que se respetaran las reglas del decoro y las buenas maneras».2

Analizando esta triste realidad con cierto sentido psicológico, no es difícil imaginar lo que significó para Madame Luisa, alma íntegra y ardiente, entrar en contacto con tal permisividad entre los que deberían ser la vanguardia del buen ejemplo y la rectitud.

Y lo más desconcertante era que esa decadencia se apoyaba en el relativismo de la vida privada del rey, su padre, en torno al cual rivalizaban dos facciones: la de la mayoría de la familia real, que desaprobaba su adulterio, y la del concubinato, que favorecía el comportamiento licencioso del soberano y los intereses de la Revolución.

Dos partidos rivalizaban en la corte francesa: el de los que aprobaban el comportamiento licencioso del rey y el de los que se oponían a él
Luis XV – Palacio Real de Caserta (Italia); y María Leszczynska, de Charles-André van Loo – Museo de Historia de Francia, palacio de Versalles (Francia)

Luisa mantenía una abierta hostilidad hacia las concubinas del rey. En particular, se aliaba con su hermano, el delfín Luis Fernando, cuyas virtudes eran bien conocidas por los franceses, pues ambos poseían grandeza de espíritu afín.

María Leszczynska, su madre, también era «el modelo más noble de todas las virtudes religiosas y sociales […]; mientras vivió, la reina permitió que la corte de Luis XV tuviera el aspecto digno e imponente que le corresponde a una gran potencia».3

En esta dualidad de concepción de la vida en la que se encontraba la corte francesa, transcurrió la adolescencia de la princesa, que, fortalecida por la gracia, elegiría la vía más perfecta.

Se define su vocación

Se dice que a Madame Luisa le gustaban los ejercicios difíciles e incluso violentos. Una vez, mientras cazaba, su caballo se asustó y la lanzó a una distancia considerable. Estuvo a punto de caer bajo las ruedas de un carruaje que pasaba a toda velocidad.

Al ofrecerle llevarla de vuelta al palacio en carro, se negó y pidió que le trajeran su caballo. Cuando le presentaron al nervioso animal, Luisa lo montó, riéndose de la preocupación ajena; enseguida lo domó y continuó su paseo. De regreso al castillo, le agradeció a la Virgen su segunda intervención por su vida.

En los momentos de recogimiento, episodios como ése ciertamente la sostenían en la práctica del bien y en el ejercicio de la piedad.

Durante ese período, Dios visitó a la familia real, llamando a algunos de sus miembros más virtuosos a comparecer ante Él, un hecho que marcó el alma de Luisa. En 1752 su hermana Enriqueta murió de tuberculosis intestinal. En 1765 el delfín Luis Fernando falleció de la misma enfermedad, seguido por su esposa dos años después. Su abuelo murió quemado accidentalmente en Polonia y su madre falleció en 1768.

El luto por estos acontecimientos parece haber mantenido a la princesa en la corte durante un largo tiempo, porque pensaba en su padre. Sin embargo, hacía mucho que había decidido abrazar la vida monástica.

«¿No he conocido el mundo lo suficiente como para odiarlo para siempre, para nunca volver a echarlo de menos? He considerado tantas veces, una por una, todas las dulzuras de este estado, ¡al que quiero renunciar!»
Galería de los Espejos – Palacio de Versalles (Francia)

En la corte de Versalles, un corazón carmelita

En 1751, Luisa presencia el ingreso de Madame de Rupelmonde en el Carmelo de Compiègne. La ceremonia le encanta en todos los sentidos, ayudándola a delinear su vocación.

A partir de entonces, la princesa se mantiene cada vez más recogida y distante de las comodidades. Se dedica a la meditación, siguiendo el año litúrgico, y para ello busca la soledad, a pesar de su temperamento vivaz, que debe dominar. «Siento al Señor: me está llamando a algo más elevado, y es algo que me une más particularmente a su servicio»,4 escribió en sus notas.

Sin dejar de cumplir sus obligaciones de princesa —que incluían cenas oficiales, recepciones a embajadores, revistas militares; además de diversiones como exposiciones de arte, bailes, juegos, representaciones teatrales, conciertos—, inicia la vida consagrada sin haber abandonado aún el palacio. «Que en todas partes, y en los lugares más sagrados del mundo, tenga un corazón crucificado, un corazón de carmelita»,5 rezó en una novena a Santa Teresa de Jesús.

En 1762, Luisa consigue las constituciones carmelitas y una vestidura monástica, que usaba cuando podía estar a solas en sus aposentos. «Mis oraciones, siempre preparadas mediante el ejercicio de la presencia de Dios, a quien me elevaré a intervalos, ya no sufrirán ni por la vivacidad de mi imaginación, ni por la infeliz disipación que conlleva casi necesariamente el contacto prolongado con el mundo, ni por la excesiva preocupación por mí misma».6 En estas palabras se percibe la primera conversión de Luisa y la búsqueda del recogimiento interior, preparatorios para la vida de contemplación en el Carmelo.

Y a medida que progresa, su convicción se vuelve más firme: «Todo lo que me rodea parece invitarme a quedarme en esta tierra, aparentemente risueña y feliz; todo lo que hay en mí grita que, en realidad, no es más que una tierra de exilio y peregrinación».7

Cada día, la princesa se dedica a un minucioso examen de conciencia. Con gravedad, leemos lo que exige de sí misma en sus meditaciones: «¿Me he aplicado siempre seriamente a examinarme, a seguirme de cerca, a desarrollar todos los motivos habituales que dirigen mis acciones, a sopesar en la balanza del santuario mis iniquidades, a detestarlas todas, sin reservas, sin mezcla, a prevenirlas con los cuidados necesarios, a repararlas con las santas mortificaciones de la penitencia, con las humillaciones y los dolores del arrepentimiento sincero?».8

De sus propias palabras se desprende que Luisa lleva una vida humilde, que aspira al sacrificio y a la cruz del Señor. Se aleja de la calefacción del castillo en los días de frío, supera su repugnancia al olor de las velas y la dificultad de permanecer arrodillada mucho tiempo. También es conocida su dedicación a los necesitados: dona a los pobres todo el dinero que recibe para sus gastos personales, sin usarlo nunca para sí misma.

Finalmente, en el Carmelo

Sólo el arzobispo de París, Christophe de Beaumont, conocía sus aspiraciones a la vida religiosa. La princesa hizo una novena a Santa Teresa pidiendo fuerzas para vencer la ternura de su padre y le suplicó al prelado que intercediera por ella ante el rey. Luis XV quedó consternado por la noticia y pidió quince días para reflexionar. Percibiendo que se trataba de un auténtico llamamiento de Dios, dio su bendición paterna a la vocación de su hija.

Luisa hizo la entrega de sí misma a Dios con inmensa generosidad. Sabía muy bien que sus oraciones y sacrificios pesarían en la balanza divina a favor de la conversión de su padre y de la corte. «¿No he conocido el mundo lo suficiente como para odiarlo para siempre, para nunca volver a echarlo de menos? He considerado tantas veces, una por una, todas las dulzuras de este estado, ¡al que quiero renunciar!»,9 afirmó.

Al expresar su opinión sobre la partida de la princesa, Madame Campan, preceptora de las hijas del rey, escribe: «El alma de la señora era elevada; la princesa amaba las cosas grandiosas. A menudo interrumpía mi lectura, exclamando: “¡Qué hermoso! ¡Qué noble!”. Así que sólo podía tomar una única actitud admirable: cambiar el palacio por una celda y sus hermosos vestidos por un hábito de lana tosca. Eso fue lo que hizo».10

Es evidente que tras la toma de hábito de Madame Luisa, el 10 de septiembre de 1770, en el Carmelo de Saint-Denis, bajo el nombre de sor Teresa de San Agustín, se presentaron las oportunidades más diversas de luchar por las almas y por Francia.

Venerable Teresa de San Agustín, de Anne Baptiste Nivelon

Fue nombrada maestra de novicias y nos ofrece un interesante relato de ese oficio: «¿Cómo pretenden que tenga un momento para mí, encargada de trece novicias cuyo fervor se debe moderar continuamente? La dificultad llega cuando tengo que hacerlas descansar».11

Poco después fue elegida superiora y recibió la admiración de todo el convento. Lúcida y serena, sin complacencia con el mal ni rigor excesivo, se distinguía por la sensatez de su carácter y la atención hacia sus hermanas. Era una priora que sabía formar heroínas de amor y humildad.

La princesa también ejerció como tesorera de la comunidad y emprendió la reconstrucción de la iglesia del convento. Varias deudas contraídas con anterioridad fueron saldadas gracias a su perspicacia en el gobierno.

Actuando por la Iglesia y por Francia

La princesa carmelita no escatimó esfuerzos junto a su padre en beneficio de la Iglesia. Ya en el reinado de Luis XVI, trató de influir en el espíritu indeciso del soberano para que tomara partido por el bien y fuera íntegro en el ejercicio de su misión real. Tan benéfica era su influencia sobre él que la Revolución la temió e intentó detener ese rayo de luz que incidía sobre el monarca.

Lo reprendió tenazmente por su debilidad al firmar el Edicto de Tolerancia, que reconocía derechos civiles a los protestantes. Veía en esa actitud el influjo de las ideas ilustradas y las grandes catástrofes que de ella podrían sobrevenirle a Francia.

Sor Teresa de San Agustín también se opuso manifiestamente a los errores jansenistas que se propagaban en la época, buscando salvar a numerosas religiosas que se habían adherido a este mal. Además, con el prestigio del que gozaba, obtuvo del rey la autorización para que cincuenta y ocho monjas carmelitas fueran recibidas en territorio francés, tras la expulsión de los estados austriacos, por orden del emperador José II, de todos los religiosos contemplativos.

Tan benéfica era su influencia sobre los reyes que la Revolución intentó detener ese rayo de luz
Visita de Luis XV a su hija en el Carmelo, de Maxime Le Boucher – Museo de Arte e Historia de Saint-Denis (Francia)

Una forma precisa de comprender su augusta personalidad es entrar en contacto con su epistolario, en el que la monja carmelita y la princesa se unen en pro de los intereses de la Iglesia y del bien público.

¿Muerte por envenenamiento?

En la historia se plantea la posibilidad de que la princesa fuera envenenada. De hecho, se dice que durante ese período recibió un sobre anónimo que contenía reliquias. Al abrirlo, encontró un puñado de cabellos cubiertos de un polvo misterioso. Al inhalarlo, sintió de inmediato sus maléficos efectos: «No dijo nada, y la portera vio que rápidamente lo tiró todo al fuego. Madame Luisa murió un mes después, el 23 de diciembre de 1787, tras semanas de atroces sufrimientos».12 No hubo diagnóstico para su enfermedad, y la princesa murió exclamando: «¡Al galope, al galope hacia el Paraíso!».

Y como todo lo que hacía era fruto de una sana impetuosidad, no se habrá apresurado menos en el momento supremo de lanzarse a lo inesperado para conquistar el Cielo.

¿Habría cumplido su misión? ¡No cabe duda! El Dr. Plinio así lo afirma, teniendo en vista el renacimiento religioso en Francia incluso bajo las garras de la Revolución: «Es evidente: la inmolación de la Venerable Luisa de Francia no fue ajena a esto, pues si la vida de los justos es preciosa ante Dios, la vida de esta justa necesariamente tuvo un gran peso ante Él, como lo tuvo ante los hombres».13

Podemos afirmar sin temor que el mayor honor de Madame Luisa fue haber sido un obstáculo para la acción revolucionaria en Francia. Es más: contribuyó al nacimiento de un movimiento religioso contrario a esos errores y, a pesar de las apariencias adversas, ante Dios triunfó. ◊

 

Notas


1 Venerable Teresa de San Agustín. Méditations eucharistiques. Lyon: Théodore Pitrat, 1810, p. 47.

2 Henri Robert. Os grandes processos da História. Porto Alegre: Globo, 1961, t. vi, p. 158.

3 Campan, Jeanne Louise Henriette. A camareira de Maria Antonieta. Memórias. Lisboa: Aletheia, 2008, p. 11.

4 Venerable Teresa de San Agustín, op. cit., p. 111.

5 Idem, p. 292.

6 Idem, p. 106.

7 Idem, pp. 3-4.

8 Idem, p. 103.

9 Idem, p. 286.

10 Campan, op. cit., pp. 13-14.

11 Proyart, Liévin-Bonaventure. Vie de Madame Louise de France. 2.ª ed. Paris: Librairie d’Education de Perisse Frères, 1849, t. i, p. 226.

12 Cohalan, Kevin. «Une énigme du Carmel. La princesse empoisonnée». In: Dossier Histoire des Crimes du Plateau. Montreal. Año VIII. N.º 1 (mar-may, 2013), p. 10.

13 Corrêa de Oliveira, Plinio. «A força do bom exemplo». In: Dr. Plinio. São Paulo. Año XXVI. N.º 303 (jun, 2023), p. 24.

 

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