Beata María Concepción Cabrera de Armida – La cruz y el amor se besan

Novia a los 13 años, esposa solícita, madre afectuosa y fundadora de congregaciones de sacerdotes, laicos y religiosas contemplativas, la vida de la Beata Conchita siguió un misterioso plan de la Providencia.

La extravagante Cristina de Suecia solía repetir la siguiente máxima, aplicándosela a sí misma: «Hay gente a la que se le permite todo y nada le hace daño».1 Al analizar este axioma como norma de conducta, el sentido común seguramente corregiría a la reina su presunción… Pero si nos elevamos a la altura de los horizontes de la fe, se adapta bien a ciertas almas elegidas por Dios: el amor que desciende sobre ellas desde el Cielo y su cristalina correspondencia les permite hacer lo que quieran, porque sus actos siempre brillan por su honestidad. Se aplica entonces el famoso «Dilige, et quod vis fac»,2 de San Agustín.

Es difícil resumir la historia de estos elegidos, más aún cuando se trata de una ferverosa católica novia a los 13 años, esposa solícita, madre de numerosa prole, gran mística sin dejar de ser una celosa ama de casa, viuda y fundadora de congregaciones donde había sacerdotes, laicos y religiosas contemplativas, que, habiendo muerto canónicamente como religiosa, nunca abandonó a su familia, todo ello en medio de una agitada persecución religiosa en México.

De hecho, la vida de María Concepción Cabrera de Armida, conocida familiarmente como Conchita, siguió un misterioso plan trazado por la Providencia.

Infancia tranquila

Nació el 8 de diciembre de 1862, en San Luis Potosí, México, en el seno de una familia numerosa: tenía ocho hermanos y tres hermanas. Sus padres eran excelentes católicos de la aristocracia local y le dieron una sólida formación religiosa y un constante ejemplo de integridad y devoción.

Su infancia transcurrió entre las labores del campo y las de la casa, o las diversiones con sus hermanos, especialmente montando a caballo, con lo que disfrutaba mucho. Su madre, que nunca la dejaba desocupada, la llevaba al hospital para que ayudara a cuidar a los enfermos, con la intención de evitar la ociosidad y la vanidad. No fue muy aplicada en su instrucción intelectual, aunque se dedicó a aprender música, tanto el canto como el piano.

Era sincera cuando afirmaba que tenía muy buenas inclinaciones, pues sentía un inmenso placer en la oración y se interesaba por imitar las penitencias de los santos y su pureza; sin embargo, comentaría más tarde que su error estuvo en no cultivar esa buena propensión tanto como hubiera podido.

Con 8 años se confesó por primera vez y a los 10 hizo su Primera Comunión, el 8 de diciembre de 1872.

Conociendo a su futuro esposo

A los 13 años, por exigencias de la alta sociedad, Conchita ya tenía que frecuentar los bailes, muy honestos aún en aquella época. Nos cuenta que al principio los detestaba. Sin embargo, con el tiempo empezó a gustarle que la invitaran a bailar y se envanecía al enumerar veintidós pretendientes para tal, hecho que mucho la avergonzó más tarde. Siendo tan joven, en uno de estos encuentros conoció al que sería su futuro marido, Francisco Armida.

Con el asentimiento de su familia, iniciaron una relación por correspondencia, en la que ella, con enorme preocupación por la vida espiritual de su pretendiente, lo incentivaba a la piedad: «Lo hacía frecuentar los sacramentos en lo posible y desde aquel instante yo no dejé su alma».3 Este carteo duraría nueve años, hasta su matrimonio.

Al hablar de su noviazgo y de sus deberes de piedad, la joven reveló que nunca había encontrado dificultad en conciliarlos. Conchita comulgaba a diario e iba a los bailes con la única intención de ver a su novio. Debajo del vestido usaba un cilicio alrededor de la cintura, regocijándose de hacer penitencia y agradar a Jesús que recibiría en la Comunión al día siguiente.

Con la muerte de su hermano, un gran cambio

El deseo de agradar a Dios, no obstante, le provocaba una dicotomía en su interior, pues la obligaba a luchar contra la vanidad y el apego a los pequeños placeres de la vida. Como la frágil embarcación de su alma singlaba el mar de las tentaciones sin mucha experiencia, a menudo se veía vencida bajo el peso de las solicitudes mundanas, enorgulleciéndose al recibir elogios por su belleza. Al darse cuenta de que esto no llenaba su corazón y no era más que una frivolidad, buscaba el confesionario. Así, por su docilidad a la voz de los pastores de la Iglesia, fue haciendo progresos espirituales.

Sin embargo, la repentina muerte de su hermano la arrancó de las perspectivas terrenas. El dolor la visitaba de una manera que no esperaba. De inconstante y distraída pasó a pensar más en el Señor y a darse más a Él. Fue aprendiendo a santificarse ofreciendo al Altísimo los sufrimientos de su propia sensibilidad e intensificando sus oraciones.

El matrimonio: desafío y aprensión

Finalmente, llegó el momento de las nupcias. Cuando vio el vestido de novia, elegante y adornado con joyas, sintió una fortísima tristeza interior y un sufrimiento indescriptible. Quería vivir la perfección, había dado pasos decisivos en esa dirección y el matrimonio se presentaba como un desafío.

Contenta de ser esposa y madre, sentía, no obstante, cuán efímero es el amor humano, buscando en Dios el bien infinito que llenaba su alma
Conchita y su esposo el día de su boda

Amaba mucho a su esposo, pero nunca disociado del amor que le tenía a Jesús. Así pues, le hizo a Francisco dos peticiones: «Recuerdo que a la hora de la comida, mientras estaban en los brindis, se me ocurrió pedirle al que ya era mi marido dos cosas que me prometió cumplirlas: que me dejara ir a comulgar todos los días y que no fuera celoso».4

Conchita fue muy feliz con su marido, que era un modelo de hombre respetuoso. No obstante, como buena católica y madre de familia, no tardaron en llegar las dificultades propias a su estado, y fue un verdadero ejemplo de aceptación y conformidad con la voluntad de Dios en esta situación.

Una de las penas por las que pasó se encuentra registrada en su diario: «El Señor me apretaba fuerte a las humillaciones con mis cuñadas, a querer aparecer ante ellas como inútil y que cuanto hiciera no les agradara. […]. Mucho me sirvió este crisol en el que mi marido muchas veces les daba la razón, para desprenderme de mi misma y no creerme capaz de nada bueno, ni exterior ni interiormente».5

Dificultades y mayor unión con Dios

Dios forja la santidad de sus elegidos en las vicisitudes de la vida diaria y, en el caso de esta mujer, en las ocupaciones propias del hogar. Muchas veces manifestó su alegría de ser esposa y madre, al mismo tiempo que sentía cuán efímero es el amor humano, como todo lo que pertenece a este mundo. Así, buscaba en Dios el bien infinito que llenaba su alma: «Al ver, a pesar de todo lo bueno de mi marido, que el matrimonio no era aquel lleno que yo me había figurado, instintivamente mi corazón se fue más y más a Dios, buscando en Él lo que le faltaba; pues el vacío interior había crecido a pesar de todas las felicidades de la tierra».6

Con el paso de los años, fueron naciendo sus hijos y tuvo la satisfacción de ser madre de un sacerdote jesuita y de una hija religiosa. Otros cuatro fueron sus compañeros durante toda su vida, y tres fallecieron prematuramente: dos murieron de tifus y el más pequeño se ahogó en la fuente de agua de la casa, desgracia que Conchita ofreció con los ojos puestos en la vida futura. A estos dolores se sumó la temprana muerte de su marido, que significó para ella un despojamiento total.

Esta ama de casa, muy sencilla y seria, vio —con el velo propio al estado de prueba en la tierra— la más alta realidad existente, la vida de Dios, que la fortaleció para las luchas y sufrimientos futuros de este valle de lágrimas
Conchita rodeada de sus hijos

Tales sufrimientos constituirían la preparación para las grandes luces espirituales que la Providencia le otorgaría en breve.

Intensa vida mística y comienzo de la fundación

Conchita tenía 27 años cuando hizo los ejercicios espirituales por primera vez, que fueron el punto de partida para una meditación profunda sobre su llamamiento: «Un día en el que me preparaba con toda mi alma a lo que el Señor quisiera de mí, en un momento escuché muy claro en el fondo de mi alma, sin poder dudarlo, estas palabras […]: “Tu misión es la de salvar almas”».7 Se entreveía en esta comunicación su vocación de fundadora.

Se consolidó entre el Señor y ella una relación de tal intimidad que se asemejaba a un desposorio místico. Y como era de esperar, a la esposa de un Rey crucificado le correspondía alegrarse únicamente en el dolor. Jesús le reveló que debía fundar una obra que tuviera como cimientos el apostolado de la cruz, la cual sería una parte muy importante de la misión de Conchita. Se abría así una nueva vía espiritual ante sus ojos.

El Señor le confió: «El apostolado de la cruz, que es la obra que continúa y completa la de mi Corazón, que fue revelada a la Beata Margarita, […] no se trata solamente de mi cruz externa como el divino instrumento de la redención; […] que lo esencial en esta obra es dar a conocer los dolores internos de mi Corazón, los cuales no son atendidos y fueron para mí de mayor pasión que la que mi cuerpo padeció en el Calvario, por su intensidad y por su duración».8

Conchita se apresuró a seguir el llamamiento divino, iniciando con firmeza el apostolado del Corazón Doloroso de Jesús. En 1894 fundó el Apostolado de la Cruz, obra destinada a las vocaciones laicas. Tres años después inició el instituto contemplativo de las Religiosas de la Cruz del Sagrado Corazón de Jesús, del que formaría parte su propia hija. Finalmente, como será relatado con más detalle, en 1914, en medio de la persecución religiosa en México, se estableció la Congregación de los Misioneros del Espíritu Santo, que pronto contaría con numerosos sacerdotes. Este conjunto de fundaciones pasó a ser conocido como las Obras de la Cruz.

Junto a la Santísima Trinidad

Conchita también recibió comunicaciones místicas sobre sublimes misterios de la fe, que confirmaron y aclararon su misión y la elevaron a mayores pináculos de santidad.

Una vez, el Señor la llevó en éxtasis a las alturas de la divinidad. Conchita —tratando de explicarse de algún modo— narra que vio la generación eterna del Hijo, en la Santísima Trinidad. Se trataba de una gracia realmente arrebatadora, que la haría abismarse en Dios y quedaría marcada en su corazón y en su memoria para siempre: «Fue tan viva la impresión de lo que vi o entendí sobre esta generación divina que aún tiemblo y me enfrío y como que enmudezco al recordarla. Vi un gran foco de vivísima y purísima luz, de aquella luz increada, como derramándose en ardientes rayos de claridad divina […]. Entendí cómo se produjo el Verbo, ¡el Verbo aquel que en el principio ya era!».9

Esta ama de casa, muy sencilla y seria, vio —con el velo propio al estado de probación en la tierra— la más alta realidad existente, la vida de Dios, que le proporcionó un gozo anticipado de la eterna bienaventuranza y la fortaleció para las luchas y sufrimientos futuros de este valle de lágrimas. Semejante favor sólo podía retribuirlo con un amor ilimitado: «Te amo tanto, tanto, que si me fuera dado aumentar un átomo tu dicha, aún a costa de mi vida, de mi condenación, (si en ella no te ofendiera), lo haría».10

La gracia central de la existencia de Conchita, sin embargo, se produjo con la encarnación mística de Jesús en su alma el 25 de marzo de 1906. Al respecto, el Señor le reveló: «Al encarnarme en tu corazón, llevo mis fines: transformarte en mí doloroso. Debes vivir de mi vida y ya sabes que el Verbo se encarnó para sufrir, no como Verbo, sino en mi naturaleza humana y en mi santísima alma».11

Así, la encarnación mística en Conchita la hizo partícipe de los sufrimientos del Señor, iniciando la espiritualidad del amor a la cruz y a los dolores del Redentor que caracterizaron las fundaciones creadas por ella.

Ante el Santo Padre

Las gracias místicas y las revelaciones de las que era objeto atrajeron la atención de las autoridades eclesiásticas, que comenzaron a analizar su contenido. Inicialmente, el arzobispo de México, Mons. Próspero María Alarcón, ordenó un análisis preciso de su vida y escritos. En 1900 Conchita fue examinada por teólogos, que confirmaron que se trataba de inspiraciones divinas.

La gracia central de su existencia fue la encarnación mística de Jesús en su alma, que la hizo partícipe de los sufrimientos del Señor, iniciando la espiritualidad del amor a la cruz que caracterizaron las fundaciones creadas por ella
Conchita en diferentes momentos de su vida

Tan grandes fueron los beneficios brindados a la Iglesia y a la sociedad mexicana por el Apostolado de la Cruz y por las Religiosas de la Cruz, que varios obispos decidieron pedirle permiso a la Santa Sede para fundar una obra de sacerdotes bajo la inspiración de la gran mística.

La Congregación de los Religiosos solicitó que le fueran enviados sus escritos y un minucioso relato de su vida. Pero como la consulta se prolongaba, Mons. Ramón Ibarra, arzobispo de Puebla y director espiritual de Conchita, decidió llevarla a Roma para un examen personal.

Cuál fue la sorpresa de la fundadora cuando le informaron que tendría una audiencia privada con San Pío X, la cual ella misma cuenta: «Yo me arrodillé llorando y él me habló. Por fin, me repuse y él me dijo que qué le pedía. “Yo le pido a Su Santidad que apruebe las Obras de la Cruz”. […] “Están aprobadas, no temas, y te doy una bendición muy especial para ti, para tu familia y para las Obras”. […] Me veía los ojos con su mirada penetrante y dulce, y yo sentía como si estuviera a los pies de Nuestro Señor. Varias veces me dijo: “Prega per me” (Reza por mí)».12

Así, en poco tiempo fueron aprobados los Misioneros del Espíritu Santo, última de las fundaciones de Conchita.

Víctima por la Santa Iglesia

Conchita también recibió varias revelaciones privadas más sobre realidades concernientes a la Santa Iglesia, a las virtudes cristianas y a María Santísima.

La última etapa de su vida la pasó en una profunda soledad espiritual, en la que se conformó con la Virgen y se ofreció como víctima por la Santa Iglesia, especialmente por sus pastores.

El 3 de marzo de 1937 fallecía aquella que le dijo a Jesús: «Si pudiera a tu ser algo robarte, sólo amor te robara, para amarte».13 ◊

 

Notas


1 HENRI-ROBERT. Os grandes processos da História. Rio de Janeiro: Globo, 1961, t. VI, p. 3.

2 Del latín: «Ama y haz lo que quieras». SAN AGUSTÍN. «In Epistolam Ioannis ad Parthos. Tractatus VII», n.º 8. In: Obras. Madrid: BAC, 1959, t. XVIII, p. 304.

3 PHILIPON, OP, Marie-Michel. Diário espiritual de uma mãe de família. São José dos Campos: Katechesis, 2020, p. 30.

4 Ídem, p. 36.

5 Ídem, p. 41.

6 Ídem, p. 43.

7 Ídem, p. 44.

8 Ídem, pp. 51-52.

9 Ídem, p. 65.

10 Ídem, p. 66.

11 Ídem, p. 82.

12 Ídem, pp. 91-92.

13 Ídem, p. 154.

 

1 COMENTARIO

  1. Hace por lo menos 15 años atrás tomé contacto con las Hermanas de la Cruz, había misa dominical y catecismo, y así conocí la figura de Conchita, quien me cautivó a través de los cantos basados en sus escritos. Con el tiempo aquello quedó un poco en el olvido, hasta ayer, que recibí la edición impresa de la Revista ¡y me encontré con aquel rostro tan conocido!, (y a la vez desconocido…) Aún tengo entre mis cosas aquel prendedor de cruz cuyo radiante Corazón traspasado evoca a la Fundadora de las Obras de la Cruz, pero después de leer este artículo, ese pequeño sacramental ha tomado otra dimensión, pues nunca me habían presentado tan detalladamente la grandeza del alma de la Beata. ¡Es admirable!

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