Una teología asumida por la Iglesia Católica – ¡Id a Tomás!

Ante el reconocimiento dado por la Iglesia al legado de Santo Tomás, surge una pregunta: ¿combatir y menospreciar la genuina enseñanza tomista no es luchar contra la propia doctrina católica?

Los católicos de hoy a menudo carecen de nociones elementales acerca de su religión. Algunos ni siquiera conocen los motivos que los llevan a pertenecer a ella. No se dan cuenta de que su Iglesia es una institución divina, fundada hace más de dos mil años por el Verbo Encarnado, sobre la cual flota la promesa de la inmortalidad. Por ella, los mártires entregaron sus vidas, sacerdotes y simples laicos lucharon hasta la muerte, doctores dedicaron su existencia al estudio y desarrollo de su doctrina.

Tal vez este desconocimiento de la grandeza de la Iglesia se deba al hecho de que sus mayores tesoros permanecen invisibles para gran parte de los fieles. En efecto, en dos milenios ha adquirido, profundizando en las verdades de la fe reveladas por Dios, riquezas incomparablemente más valiosas que todas las preciosidades materiales que adornan sus templos en el mundo entero.

Tales riquezas la convierten en Madre y Maestra de la verdad no sólo de un pueblo, sino de toda la humanidad. Y, por tanto, es una Iglesia de carácter universal, católica.

A lo largo de los siglos, se ha mantenido inmaculada y fiel en la predicación de la verdad, a pesar de que, a veces, las apariencias sugirieran una idea contraria. Guiada por el Espíritu Santo, siempre engendró hijos que, contra las expectativas del poder de las tinieblas, brillaron como auténticos soles de santidad, indicándoles a los hombres, por la doctrina y el ejemplo, el verdadero camino a seguir.

De entre estas luminarias destaca, por su lógica cristalina, Santo Tomás de Aquino.

El mundo medieval

Con el paso de los siglos, la fe cristiana, luchadora y victoriosa, hizo florecer una era impregnada de bendiciones espirituales, donde los hombres, viviendo en torno a la Iglesia y nutriéndose de su enseñanza, alcanzaron un desarrollo teológico nunca visto: la Edad Media.

Manuscrito de la obra «Commentaria in Aristotelis Politicorum», del Doctor Angélico – Biblioteca Nacional de España, Madrid

En el mundo en que vivimos es difícil hacerse una idea de lo que realmente fue ese período histórico. Muy elocuentes son las palabras de León XIII al describirlo: «Hubo un tiempo en que la filosofía del Evangelio gobernaba los estados. En aquella época la eficacia propia de la sabiduría cristiana y su virtud divina habían penetrado en las leyes, en las instituciones, en la moral de los pueblos, infiltrándose en todas las clases y relaciones de la sociedad. […] Organizado de este modo, el Estado produjo bienes superiores a toda esperanza. Todavía subsiste la memoria de estos beneficios y quedará vigente en innumerables monumentos históricos que ninguna corruptora habilidad de los adversarios podrá desvirtuar u oscurecer».1

Aquella época, en la que las escuelas y universidades florecieron con inmenso vigor, tenía la fe como base de su trabajo intelectual. La enseñanza continuaba apoyándose en la jerarquía eclesiástica, pero al mismo tiempo buscaba escudriñar los datos de la Revelación para llegar a nuevas e inéditas conclusiones.

La teología, «reina de las ciencias», veía a su sierva, la filosofía, asumir una importancia creciente. Sobre lo qué enseñaba la teología a los cristianos, en general, todos estaban de acuerdo. Sin embargo, se cuestionaba la relación entre la fe y la razón. ¿Debería ésta ayudar a aquella, o al revés? ¿Cuál sería el papel de la filosofía en el pensamiento cristiano? Tales problemas, desde muy pronto, tuvieron que ser enfrentados por los pensadores medievales.

Aristotelismo cristiano

Desde los Padres de la Iglesia, la filosofía cristiana había sido eminentemente platónica. El aristotelismo, con su realismo y sus métodos racionalistas, era poco conocido. Esto era debido en gran parte a que los escritos del Estagirita llegaron a Occidente a través de traducciones del árabe al latín, con no pocos errores y falsas interpretaciones. Basta decir que, según algunas de esas versiones, Dios no sería el creador del universo…

Aristóteles, detalle de «Triunfo de Santo Tomás de Aquino», de Benozzo Gozzoli – Museo del Louvre, París

La controversia alcanzó tal grado de tensión que, en 1210, un concilio parisino llegó a excomulgar a los aristotélicos. La situación, no obstante, cambiaría con Gregorio IX, y enseguida la filosofía aristotélica ganaría ciudadanía en el mundo cristiano.

El primer teólogo que empleó el conjunto de la filosofía aristotélica para apoyar su doctrina teológica fue el fundador de la escuela franciscana, Alejandro de Hales. Más original y más profundo aún fue el dominico San Alberto Margo, para quien la razón no sólo tenía el derecho, sino también el deber de demostrar lo que es demostrable acerca de la fe, y cuyo proyecto consistía en hacer inteligibles las enseñanzas de Aristóteles a los latinos, incorporando en la cultura occidental la vasta herencia científica que el mundo musulmán había conservado y acrecentado.2

Sin embargo, la última palabra la tendría el hombre que marcaría la posteridad con su doctrina y se convertiría en el eje central del pensamiento cristiano, en un justo equilibrio entre razón y fe: Santo Tomás de Aquino.

Síntesis tomista entre fe y razón

Para el Doctor Angélico, la filosofía era de gran utilidad para la teología, pues permitía demostrar algunos presupuestos de la fe accesibles a la razón natural, como la existencia y la unicidad de Dios, así como ilustrar, mediante oportunas similitudes, ciertas verdades de fe y rebatir racionalmente los argumentos que se le oponían.3 Percibía que el aristotelismo, purificado de las interpretaciones erróneas de los musulmanes, podía dotar a la teología fundamentos muchos más sólidos que los del agustinismo platónico.

Habiendo estudiado con San Alberto Magno en París y en Colonia, Santo Tomás fue más allá de la empresa de su maestro y se sirvió del aristotelismo para sintetizar la filosofía antigua y el dogma cristiano. Nacía una de las obras filosóficas y teológicas más grandes que los siglos verían.

Un diálogo amistoso entre fe y razón, donde una ayuda a la otra, se volvió una de las notas más peculiares del pensamiento del Aquinate. Es lo que comenta Benedicto XVI en una audiencia general en 2010: «¿Son compatibles el mundo de la racionalidad, la filosofía pensada sin Cristo, y el mundo de la fe? ¿O se excluyen? […] Santo Tomás estaba firmemente convencido de su compatibilidad; más aún, de que la filosofía elaborada sin conocimiento de Cristo casi esperaba la luz de Jesús para ser completa. Esta fue la gran “sorpresa” de Santo Tomás, que determinó su camino de pensador. Mostrar esta independencia entre filosofía y teología, y al mismo tiempo su relación recíproca, fue la misión histórica del gran maestro».4 Además, entre sus escritos más renombrados se encuentra, por ejemplo, la Suma contra gentiles, en la cual les demuestra racionalmente a aquellos que no tienen fe las razones para creer.

Pero la actividad de Santo Tomás no se redujo a su magistral síntesis entre fe y razón. Su incomparable obra teológica —cuya máxima expresión es, sin duda, la Suma Teológica—, basada en una filosofía «purificada» por él mismo, rindió a la Santa Iglesia una importantísima, por no decir indispensable, contribución.

Lumbrera de la Santa Iglesia

Al tejer consideraciones sobre un hombre de tal estatura y sobre su influencia en la historia de la Iglesia, corremos el riesgo de quedar muy lejos de la realidad… En efecto, las posibilidades de analizar superficialmente a un personaje son proporcionales al tamaño de la figura contemplada.

Basta con ajustarnos al modo en que la vida y la obra del Aquinate fueron consideradas por los sucesivos pontífices, para darnos cuenta de que no estamos ante un hombre cualquiera.

Sólo él, asegura Juan XXII, «iluminó a la Iglesia más que todos los demás doctores; en un año una persona aprovecha más en la lectura de sus escritos que estudiando la doctrina de los otros durante toda su vida».5 Inocencio IV, por su parte, llegaría a afirmar acerca de la doctrina del Doctor Angélico: «Nunca a aquellos que la siguieren se les verá apartarse del camino de la verdad, y siempre será sospechoso de error el que la impugnare».6

Detalle de «Triunfo de Santo Tomás de Aquino», por Benozzo Gozzoli – Museo del Louvre, París

Con León XIII y su encíclica Æterni Patris, el Aquinate recibiría los mayores elogios. El documento presenta las razones por las cuales la enseñanza tomista está en íntima consonancia con el magisterio de la Iglesia y debe ser adoptada como guía oficial de los estudios filosóficos y teológicos. Por ello, Santo Tomás fue declarado patrón de las escuelas y universidades católicas.

Para este pontífice, las enseñanzas del Doctor Angélico no se restringen, de ninguna manera, al ámbito de la familia dominica: «Es un hecho constante que casi todos los fundadores y legisladores de las órdenes religiosas mandaron a sus compañeros estudiar las doctrinas de Santo Tomás, y adherirse a ellas religiosamente, disponiendo que a nadie fuese lícito impunemente separarse, ni aun en lo más mínimo, de las huellas de tan gran maestro».7 León XIII va más allá y encuentra en la enseñanza de Santo Tomás la solución para los males de la sociedad civil y doméstica que «viviría ciertamente más tranquila y más segura, si en las academias y en las escuelas se enseñase doctrina más sana y más conforme con el magisterio de la enseñanza de la Iglesia, tal como la contienen los volúmenes de Tomás de Aquino.8

Los Papas del siglo xx también se muestran prolijos en alabar la sabiduría del santo de Aquino. Para Pablo VI, Santo Tomás «poseyó en grado eximio audacia para la búsqueda de la verdad, libertad de espíritu para afrontar problemas nuevos y la honradez intelectual propia de quien, no tolerando que el cristianismo se contamine con la filosofía pagana, sin embargo no rechaza apriorísticamente esta filosofía». Por eso, el Doctor Angélico supo conciliar la secularidad del mundo con la radicalidad del Evangelio de Nuestro Señor Jesucristo, «sustrayéndose así a la tendencia innatural de despreciar el mundo y sus valores, pero sin eludir las exigencias supremas e inflexibles del orden sobrenatural».9

Juan Pablo II, por su parte, destaca la actualidad del pensamiento tomista en la encíclica Fides et ratio, del 14 de septiembre de 1998, recordando que «la Iglesia ha propuesto siempre a Santo Tomás como maestro de pensamiento y modelo del modo correcto de hacer teología».10 En este documento, el Papa polaco le confiere al santo el hermoso título de «Apóstol de la verdad».11

Además de los pontífices considerados individualmente, distintos concilios ecuménicos también tomaron su doctrina como segurísima, verdadero baluarte de la ortodoxia: «En los Concilios de Lyon, de Viene, de Florencia y Vaticano [I], puede decirse que intervino Tomás en las deliberaciones y decretos de los Padres, y casi fue el presidente».12 En el Concilio de Trento, junto con los libros que sobre el altar presidían las sesiones —la Sagrada Escritura y los decretos de los sumos pontífices—, se encontraba la célebre Suma Teológica. ¿Qué mayor testimonio de aprobación se podría dar a su obra magna? Más recientemente, el Concilio Vaticano II recomendó vivamente el pensamiento tomista en dos documentos: Optatam totius y Gravissimum educationis. Y Benedicto XVI13 señaló la importancia dada por la Iglesia al Doctor Angélico al citarlo hasta sesenta y una veces en su catecismo.

Finalmente, conviene recordar que la doctrina teológica de Santo Tomás de Aquino se convirtió en «ley de la Iglesia» cuando el nuevo Código de Derecho Canónico14 mostró categórica preferencia por las enseñanzas de este doctor en la formación de los clérigos.

A los que buscan la verdad

Una de las notas características e incluso esenciales de la elaboración del pensamiento de Santo Tomás es su convicción sobre la unicidad de la verdad: Dios es la verdad absoluta y todas las demás verdades que existen esparcidas por el universo son resultado de ella, primera y esencial.

Santo Tomás de Aquino, de Fra Angélico – Galería Nacional de Umbría, Perugia (Italia)

Han pasado muchos siglos desde la muerte del Doctor Angélico, durante los cuales el mundo se ha ido transformando. En la sociedad actual, donde impera el relativismo, la famosa pregunta de Poncio Pilato se vuelve cada vez más frecuente: «¿Qué es la verdad?» (Jn 18, 38). Más que ignorarla, los hombres se negaron a buscarla donde realmente está.

¡Cuántas filosofías nuevas surgieron cuales «piedras de tropiezo»! ¡Cuántos modos de vida divergentes del Evangelio! ¡Cuántos pensadores que, en nombre de un pretendido y falso progreso de la razón, tergiversaron la verdad única e inmutable! Al dejar que la confusión penetrara incluso en el recinto sagrado, ¡cuántos maestros culpables desfiguraron y siguen desfigurando la inmaculada doctrina de la Iglesia, perturbando y escandalizando a los pequeños!

Ahora bien, ante tanto reconocimiento dado por la Esposa Mística de Cristo a la doctrina que le legó Santo Tomás, hasta el punto de ver en ella una referencia segura en materia teológica y de proponer una vez más que fuera enseñada con toda propiedad, surge una pregunta: los que pretenden combatir y menospreciar la genuina enseñanza tomista, ¿no están luchando contra su propia doctrina y, además, contra la propia «mentalidad» de la Iglesia?

Nos encontramos a siete siglos de la canonización de una de las lumbreras más grandes del cristianismo y ¡nunca hemos estado tan necesitados de sus enseñanzas!

Si somos de los que, de hecho, quieren que reine la verdad de siempre, la verdad católica, la única e inmutable verdad, ¿por qué no recurrimos a la doctrina y a la valiosa intercesión de Santo Tomás? Parafraseando el pasaje bíblico (cf. Gén 41, 55), sólo podemos recomendar con toda propiedad: «¡Id a Santo Tomás!». A todos los auténticos amigos de la sabiduría, los que viven de la verdad y para la verdad, este gran santo ha sido y siempre será un incomparable punto de referencia

 

Notas


1 LEÓN XIII. Immortale Dei, n.º 9.

2 Cf. SÁNCHEZ HERRERO, José. Historia de la Iglesia. II: Edad Media. Madrid: BAC, 2005, pp. 406-407.

3 Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO. Super De Trinitate. Prœmium, q. 2, a. 3.

4 BENEDICTO XVI. Audiencia general, 16/6/2010.

5 JUAN XXII, apud BERTHIER, OP, J. J. Sanctus Thomas Aquinas. «Doctor Communis» Ecclesiæ. Romæ: Editrice Nazionale, 1914, p. 45.

6 INOCENCIO IV, apud LEÓN XIII. Æterni Patris.

7 LEÓN XIII. Æterni Patris.

8 Ídem, ibidem.

9 SAN PABLO VI. Lumen Ecclesiæ, n.º 8.

10 SAN JUAN PABLO II. Fides et ratio, n.º 43.

11 Ídem, n.º 44.

12 LEÓN XIII. Æterni Patris.

13 Cf. BENEDICTO XVI. Audiencia general, 2/6/2010.

14 Cf. CIC, can. 252 §3.

 

1 COMENTARIO

  1. Las obras de Santo Tomás han dejado una huella que no se borra y sigue influyendo en la Iglesia Católica aunque algunos quieren evitarla para seguir por caminos desviados. La rectitud y verdad de su pensamiento no puede ser borrado y eso molesta a quienes no quieren aceptarlo. Pero la VERDAD siempre triunfa porque Dios es la VERDAD misma.

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