La convivencia con Dña. Lucilia fue para su hijo, Plinio, un oasis. Con ella aprendió, además de la elevación, la donación de sí mismo llevada hasta las últimas consecuencias. El siguiente comentario expresa cuánto ella fue un auxilio extraordinario, sin el cual no habría llegado a la práctica de la virtud:
«Un beneficio profundísimo que recibí de ella, y no sé lo que sería de mí —naturalmente Nuestra Señora es mi Madre y Ella habría de proveer por mí— si no lo hubiese recibido, fue el de creer, por haberla conocido, que sí es posible el grado de afecto y de dedicación que ella poseía. Y también el grado de desprendimiento de alma y de deseo de dirigirse hacia las cosas superiores que la caracterizaban. Quien conoció esas dos cualidades se vuelve propenso a elevar su alma ad maiora, y adquiere la convicción de que, amando de hecho a Nuestro Señor Jesucristo y a Nuestra Señora, se es capaz de una dedicación y de un afecto como el de ella. Y nada es más antiaxiológico que imaginar el mundo constituido irremediablemente por viles egoístas. Además, si el alma llega a creer en el error de que eso es inevitable, la vida recibe una carga de amargura, de decepción y de non-sens, de una brutalidad indecibles…».
Un hecho ocurrido con Dña. Lucilia demuestra bien, por la reacción que produjo en el alma del pequeño Plinio, cuál era la naturaleza de la influencia que ejercía sobre su hijo. Teniendo él 7 u 8 años, este episodio de tinte trágico constituyó, dentro de la «topografía de la infancia», una especie de montaña.
Doña Lucilia sufre un accidente
Plinio estaba en casa, jugando o contemplando y, de repente, se divulgó la angustiosa noticia de que Dña. Lucilia había sufrido un accidente cuando estaba fuera de casa. En efecto, había ido a un dentista de la calle São Bento, en el mismo edificio donde quedaba el bufete de su esposo, el Dr. João Paulo; mientras bajaba las escaleras perdió el equilibrio y al intentar apoyarse en el pasamanos acabó dislocándose el hombro.
Plinio se llevó un susto cuando, en voz baja, le dijeron que su madre iba a llegar bajo los efectos del cloroformo, el cual dejaba a la persona un tanto anestesiada, pues volver a colocar el hombro en su sitio era un proceso extremamente doloroso. Por eso, además, sería trasladada en ambulancia. En una época en que todavía se usaban mucho los caballos, bien se puede imaginar el drama que sería, para un inocente niño, verla llegar en aquel vehículo extraño.
Entonces los familiares lo dejaron a solas y comenzaron a arreglar y ordenar la habitación, yendo de un lado para otro, con mucha prisa.
Finalmente, llegó Dña. Lucilia.
El pequeño escuchó el ajetreo de la ambulancia y luego, a cierta distancia, los pasos de los que la llevaban por el pasillo. A continuación vio a los médicos, con aquellos grandes bigotes, aún de la época del káiser, pidiendo yeso y agua caliente… ¡Todo daba la impresión de tragedia!
Orden y dulzura en medio del dolor
Por fin, autorizaron a Plinio a visitarla. Siempre recordaría aquel contacto que tuvo con Dña. Lucilia. Le habían dicho que tuviera mucho cuidado al abrazarla y que no se arrojara sobre ella, pues todavía se estaba sintiendo mal y sufría un dolor insoportable. Fue, entonces, introducido silenciosamente en la habitación y sólo la vio de lejos, desde la puerta: estaba acostada en la cama sobre su brazo derecho, teniendo el otro enyesado, y con la cabeza puesta en la almohada, muy pálida, pero con una resignación completa. Había una lamparita azul en la cabecera; él escuchó su gemido, tan suave y tan ordenado, que parecía el latido del corazón. Y pensó: «¡Qué orden y qué dulzura!».
Cuando ella percibió, en medio de aquella penumbra azul, la presencia del niño, extendió el brazo y le hizo una seña:
—Hijo, ¿eres tú?
Él se acercó a la cama y la besó en la mejilla muchas veces, mientras ella lo abrazaba y acariciaba. Después, antes de que él preguntara nada, ella tomó la iniciativa de hacerlo:
—Hijo mío, ¿estás mejor de tu resfriado? ¿Estás teniendo cuidado con el relente y las bebidas frías?
Entonces él se dio cuenta de que, en medio de ese dolor, ¡su madre todavía encontraba el equilibrio para preocuparse más por su estado de salud que por ella misma! Era, pues, una bienquerencia sin pretensiones, nada egoísta, realizada más bien en función del amor de Dios.
Aquel trato sublime quedó marcado en el alma de Plinio y, mientras se retiraba, pensaba: «¡Hay entre ella y yo una interpenetración profunda! ¡Mi alma está en la más íntima unión y afinidad con la suya! Lo que le afecta a ella, me afecta a mí, porque yo soy una prolongación suya; lo que golpea allí, duele allí y duele aquí, ¡pues yo lo siento como si fuese en mí!».
Maternidad que preparaba para la devoción a la Virgen
Podemos observar, en todos estos episodios de su primera infancia, que ella había sido creada para ser, junto a su hijo, una especie de peldaño para llegar hasta Dios y, al mismo tiempo, un soporte para que él más tarde comprendiese con facilidad la devoción a la Virgen. Era como la orla del manto de Nuestra Señora, que llegaba hasta el niño. Así, cuando a los 12 años, en una etapa difícil de su vida, se arrodilló a los pies de la imagen de María Auxiliadora, diciéndole: «¡Sálvame, Reina de misericordia!», aquella confianza plena tenía como base el amor y la comprensión que había tenido de la maternidad de Dña. Lucilia: «Si mi madre es como es, ésta, que es la Madre de las madres, la Madre de toda la humanidad, ¡no me imagino ni cómo será!».
«El hecho de experimentar esa paciencia de mi madre me preparaba para algo muchísimo mayor: la devoción a la Santísima Virgen. Y cuando rezo la Salve Regina o el Memorare tengo la impresión de estar haciendo con Ella un poco lo que hacía con mamá. No en el sentido físico de la palabra, sino diciéndole cosas que abrieran su misericordia […], entendiendo que la súplica de un hijo afligido es escuchada y que puedo explicarle mis problemas con confianza, pues nunca seré mal recibido. De una u otra forma, en los días posteriores a esos hechos, comparaba a mi madre con las personas mayores que veía, y pensaba: “Como ella, nadie. Si soy bueno, ¡ella será para mí un mar de bondad! Pero ¿esa bondad viene de ella? ¡No! Veo que esto existe, a la manera de relámpagos, en otras personas también, aunque en ella permanece de modo estable. Si existe en varios individuos, significa que la fuente de la bondad no está en ella. Así que necesito descubrirla”. Y me venía una cierta idea confusa de que mamá era tan sólo una gota de agua dentro de un océano… Luego comprendería que esa fuente era Nuestro Señor Jesucristo».1 ◊
Extraído, con adaptaciones de:
El don de la sabiduría, en la mente, vida y obra de
Plinio Corrêa de Oliveira. Città del Vaticano-Lima: LEV;
Heraldos del Evangelio, 2016, t. I, pp. 126-131.
Notas
1 CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. Notas Autobiográficas. São Paulo: Retornarei, 2008, t. I, p. 71.