Suele decirse en teología que «la gracia no suprime la naturaleza, sino que la perfecciona».1 En efecto, hay un fenómeno curioso en los campos natural y sobrenatural: en general, el ser humano es creado por Dios con una serie de aptitudes que constituyen una forma ya pronta para recibir la gracia que Él mismo dará más tarde, de modo que el alma esté predispuesta a caminar en la dirección designada por la Providencia.
En el caso concreto de mi vocación sacerdotal, hay que considerar dos períodos: uno implícito, en el que la llamada existía pero estaba latente; y luego el momento en que se hizo explícita.
La fase implícita comenzó con los primeros destellos de mi conciencia. Al ser hijo único, permanecía aislado, observando y filosofando… Me atraía mucho la hermosa armonía que existe entre las estrellas del cielo, hasta el punto de pasar horas y horas por la noche, mientras todos dormían, contemplándolas. Por otra parte, me llamaban mucho la atención las características fisonómicas y temperamentales de las personas que me rodeaban. Saber cómo son los demás, sus tendencias y propensiones, sus gustos y apetencias, lo que piensan o cómo reaccionan, y correlacionar eso con su timbre de voz, sus miradas, la disposición del pelo en su frente, o la falta de él, los tipos de nariz, los labios gruesos, finos o medianos, la barbilla, las manos, la manera de andar, me entretenía enormemente.
El análisis era incansable y me dio un sentido psicológico muy agudo, creando en mi alma un hábito que tal vez incluso ya preexistía como gemelo de la sindéresis de la inteligencia y de la voluntad. Eran los movimientos iniciales de una fuerte inclinación natural —puesta por la Providencia con vistas al sacerdocio— para conocer el fondo de las almas, a fin de auxiliarlas en sus carencias y necesidades.
Admiración por la Iglesia Católica y sus ministros
A la par de esto, me tocó una época en la que las ceremonias litúrgicas aún se celebraban con mucho esplendor, de modo que mis primeras admiraciones fueron para con la Iglesia.
Recuerdo perfectamente que, cuando tenía 5 años, un pariente mío me llevó de la mano a la capilla de Nuestra Señora de los Dolores, de los padres Siervos de María —situada más o menos a unas cuatro manzanas de mi casa—, en el barrio de Ipiranga, de São Paulo.
Era casi de noche, en torno a las siete y media, y la capilla estaba llenísima; la mayoría mujeres, todas arrodilladas y con velos negros, como era costumbre en aquel tiempo, y algunos hombres. Entré justo cuando el canto del Tantum ergo estaba terminando, estableciéndose un silencio absoluto en el recinto. El sacerdote se dirigía a dar la bendición con el Santísimo Sacramento.
Caí de rodillas y pensé: «No voy a agachar la cabeza como los demás, porque quiero ver qué pasa aquí».
El sacerdote levantó la custodia y trazó una enorme cruz, solemne y pausada; las campanillas empezaron a sonar y todos se santiguaron. Mantuve mis ojos fijos en el Santísimo Sacramento. Como todavía era un niño, no me habían hablado nada de la Eucaristía. No sabía qué era un ostensorio, ni entendía muy bien qué era un sacerdote, pero sentí una fortísima consolación interior y concluí que allí estaba el centro del universo, el Rey de reyes y Señor de señores, ¡Dios!
Ese deseo de Dios era tan real y profundo que más tarde, cuando fui a estudiar al colegio y me preparaba para la primera comunión, me apasioné por las clases de Religión. Los profesores, que las impartían con mucho esmero, eran los mismos padres servitas, y yo los tenía por santos, pues me parecía que todo clérigo debía ser perfecto. Contaban historias de santos y hechos sobrenaturales que me encantaban y me hacían bien, hasta el punto de que tales principios y enseñanzas seguían resonando en mi interior desde la mañana hasta la noche, porque para mí eran vida.
Amargas y dramáticas decepciones
Sin embargo, la madurez, los aspectos graves, consecuentes y serios de la vida se cruzaron en mi existencia poco antes del atardecer de la infancia.
Cuando me topé con los efectos del pecado original en el proceso humano, el trauma resultante fue amargo, dramático y muy decepcionante… Sobre todo cuando, a causa de mi sentido psicológico, percibí que ciertos personajes de ese clero que tanto admiraba no correspondían enteramente al patrón de santidad que les había atribuido, sino que se dejaban arrastrar por el relativismo de aquel tiempo, incluso en cuestiones morales… Me daba cuenta de la insuficiencia religiosa de esas personas, y de su consecuente incapacidad para resolver los problemas del mundo. Eran como un fruto cuya bonita cáscara engañaba, pero que estaba mustio por dentro.
Por esa misma época, unos primos mayores, que lamentablemente habían perdido la fe, mantenían conmigo discusiones que me destrozaban, defendiendo la inexistencia del Infierno y que todas las personas solo se movían por interés.
Yo era al mismo tiempo idealista y radical. Y cuando la polémica tropezaba en ese punto, sacudía a mi sentido de inocencia: ¿cómo podía reinar la ley del interés sobre la faz de la tierra? ¡No era posible! Tenía que haber gente que se entregara por amor a los demás, para hacer el bien. Si eliminaran el idealismo del mundo, éste se desintegraría; de lo contrario, no tendría ganas de vivir…
No obstante, tantas decepciones sirvieron de estímulo para lanzarme con mayor intensidad en busca del mejor equilibrio entre criaturas y Creador. Tenía la idea de la necesidad de resistir al relativismo y un gran deseo de descubrir una forma de perfección moral que fuera lo opuesto a eso y que venciera al mal. Una certeza interior me decía que existía alguien —junto al cual había otros, no muchos— que era enteramente bueno y en quien podía confiar.
De modo que le rezaba a la Virgen para que me encontrara con esa persona, porque quería seguirla y formar un grupo para hacer el bien.

João en 1948
Así pues, incluso antes de abandonar la infancia, cuando la juventud sólo despuntaba, se hacía explícito en mí el empeño de amparar a mis compañeros: me arrebataba el celo por todos mis amigos, en el sentido de servirles de apoyo para emprender el camino de la virtud, rumbo a la perfección. Deseaba ardientemente revertir de algún modo la armonía sideral, contemplada en mis largas noches de insomnio, a la convivencia social, añadiendo una nota más: la armonía del hombre con Dios mismo, la cual constituía una verdadera atención única y principal en mi día a día. De ahí mi sueño de fundar una asociación honesta, recta, directa, para relacionar a los jóvenes con Dios. Era, de hecho, el soplo del Espíritu Santo que me entusiasmaba por el servicio a los demás, dentro de los sagrados muros de la Santa Iglesia.
El encuentro con un varón de Dios
Unos años después, asistí a una charla sobre el protestantismo y las desviaciones de la vida y mentalidad de Lutero. En una concatenación lógica, el orador demostró que todas las herejías surgen de la tergiversación de la verdad. Con el auxilio de la gracia, comprendí la solidez de la Iglesia y la unicidad de la fe católica en relación con los otros cultos. Recuerdo que pensé: «¿Para qué quiero fundar una sociedad? La verdadera sociedad es la Santa Iglesia Católica Apostólica Romana, fundada por Nuestro Señor Jesucristo. A ella tengo que entregarme por completo».
Salí de aquella exposición con una convicción tan grande de la integridad de la religión católica, y con tal entusiasmo por la piedad y por la virtud, que decidí cambiar de vida: al día siguiente me levanté temprano, fui a la iglesia, hice una confesión general y ayudé en la misa. Luego recé todo el rosario, y nunca más dejé mis oraciones y la comunión diarias.
En esa atmósfera, el 7 de julio de 1956, fue donde conocí a un varón de Dios, Plinio Corrêa de Oliveira, que iluminó mis caminos, le confirió brillo a mi entendimiento y robustez estable a las decisiones tomadas al comienzo de mis tiernos años juveniles, convocándome a la plena integridad de hijo de la Santa Iglesia, a su servicio y en beneficio de mis hermanos en la fe.
A partir de mi encuentro con ese varón, un volcán de admiración por la Iglesia estalló en mi interior, restableciendo toda la cadena de «flashes» que yo había tenido desde niño: la primera adoración al Santísimo Sacramento, las impresiones de la primera comunión y la primera confesión, la recepción de la confirmación, el encanto por las clases de catecismo y la idea de la existencia de un mundo sobrenatural más allá de los propios sentidos…
Ante mi horizonte, pues, se abrían las puertas a una trayectoria dedicada al apostolado, y me resolví a abandonarlo todo y a todos para servir mejor a Dios bajo la sabiduría y el consejo del Dr. Plinio.
De ahí en adelante, todo lo que ocurrió me condujo al sacerdocio: la orientación de miles de jóvenes de distintas naciones por las vías de la virtud, la formación de éstos en conjunto, la inauguración de métodos nuevos de evangelización. A unos los arranqué de las garras del demonio, a otros perdoné, fortalecí y salvé, a otros, además, los atraje y animé a buscar la perfección, empleando lo mejor de mis fuerzas y cualidades en el auxilio a los necesitados espirituales, en una verdadera «preocupación por todas las iglesias» (2 Cor 11, 28).
En el fondo, se trataba de una función a la manera sacerdotal, ejercida como laico y no explicitada, pero que, dada mi voluntad de hacer el bien a los demás, había tenido siempre desde el uso de razón.
Un «fíat lux» claro como un sol
El fallecimiento del Dr. Plinio, en 1995, me hizo constatar mi pobre contingencia. Recuerdo claramente haber comprobado con alegría cómo crecía la obra que él dejó; sin embargo, esta perspectiva conllevaba una secuencia de aprensiones y preocupaciones de diversa índole: ¿Cómo obtener más gracias? ¿Cómo reparar completamente las faltas cometidas en la institución, ahora y en el futuro? ¿Cómo puedo prestar asistencia religiosa a tantas personas que me han sido confiadas?
No tardé mucho en percatarme hasta qué punto dependía sustancialmente del auxilio sobrenatural: el mejor medio de santificar esta obra era la misa. Porque el Señor siempre me mostraba más sensiblemente su poder en la eucaristía, como diciendo: «Aquí estoy en mi divinidad, para atender las peticiones que me hagan». Por lo tanto, reparación, santidad, gracias, desarrollo, todo esto era imposible sin el Santísimo Sacramento.

Monseñor João en noviembre de 2004
En un cierto momento se dio un fíat lux, claro como un sol: necesitamos tener una rama sacerdotal en los heraldos. Y entonces me fue fácil discernir el llamamiento de Dios para recorrer el camino sacerdotal, iniciado en los primeros vagidos de mi conciencia.
No era sólo la sensación penetrante de mi condición de humana criatura y el deseo de reparar mis debilidades lo que me llevaba a esos fuertes anhelos. Era una misteriosa inquietud que me invitaba a más y más, arrebatando mi interior.
La mejor manera de unirme a Dios, conociéndolo y amándolo con mayor fervor y, así, servir a la Santa Iglesia y a la sociedad con perfección, sería hacerme sacerdote. Quería poder celebrar misa por aquellas intenciones que bullían con intensidad en mi corazón; quería ser consumido como una hostia al servicio de Jesús y en el empeño de santificar a todos. Lo que más me llevaba a abrazar ese estado era, sobre todo, el deseo de ser vehículo del Señor para absolver a quienes encontrara en busca del perdón divino.
Embajadores de Dios ante los hombres
Finalmente, el 15 de junio de 2005 recibí el sacramento del orden, culminando así la caminata de entrega total a la causa de la Santa Iglesia. Con delicias de alma penetré en la consideración de las obligaciones, sacrificios y virtudes que impregnan la vida de un sacerdote.
En efecto, quien entra en la vía sacerdotal está llamado a imitar al Sumo Sacerdote, aquel que, «siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios; al contrario, se despojó de sí mismo tomando la condición de esclavo» (Flp 2, 6-7). Por eso, desde el momento en que fue ungido y le fueron impuestas las manos del obispo sobre su cabeza, según la tradición apostólica, debe desaparecer, en un completo olvido de sí mismo y abandono en las manos de Dios. En el confesionario, en el altar, al administrar los demás sacramentos, su persona no importa, pues quien está allí es Nuestro Señor Jesucristo.
El sacerdote es sacado de en medio de los hombres y elevado para ser embajador de Dios ante ellos, y de ellos ante Dios. San Isidoro, en su obra Etimologías, nos da el origen de la palabra sacerdote: «quasi sacrum dans».2 Es decir, el que distribuye las cosas sagradas, presentando las oraciones del pueblo, que deben subir a los oídos divinos, e intercediendo para que sean infundidas en las almas toda dádiva buena y todo don perfecto que desciende del Padre de las luces (cf. Sant 1, 17).
Como eslabón de unión entre Dios y los hombres, existe una cierta paridad entre la vocación sacerdotal y la del ángel. No sólo por la práctica de la virginidad jamás interrumpida debe asemejarse a los espíritus puros, sino por la obligación de transmitir a los demás la Bondad y la Verdad que es Dios: «La boca del sacerdote atesora conocimiento, y a él se va en busca de instrucción, pues es mensajero del Señor de los ejércitos» (Mal 2, 7).
No obstante, los ministros de Dios tienen precedencia sobre los ángeles del Cielo, porque éstos pueden socorrer y animar a las personas que custodian, así como expulsar a los demonios que las rodean, pero no poseen la facultad de romper las cadenas que atan a las almas al pecado, mediante el munus de absolver obrando in persona Christi.3

En el destacado, Mons. João durante su ordenación sacerdotal, el 15 de junio de 2005. De fondo, aspecto de la ceremonia
Por lo tanto, por debajo de la dignidad de María Santísima, Madre de Dios —que participa de manera relativa en el orden hipostático4— se encuentra la figura imponente, majestuosa y sagrada del sacerdote.
Y si, por una parte, el sacerdote es aquel que se considera mero instrumento de Dios, dispuesto a todos los holocaustos y listo a aceptar las humillaciones como aroma de incienso, por otra, la total fidelidad a su altísima vocación le exige ser ejemplo para los demás en su apostolado, según las palabras del Señor: «Vosotros sois la luz del mundo. […] Brille así vuestra luz ante los hombres, para que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en los Cielos» (Mt 5, 14.16). ◊
Fragmentos de cartas de los años 2004 y 2005,
y de exposiciones orales pronunciadas
entre 1992 y 2009.
Notas
1 Cf. Santo Tomás de Aquino. Suma Teológica. I, q. 1, a. 8, ad 2.
2 San Isidoro de Sevilla. Etymologiarum. L. vii, c. 12.
3 Cf. San Alfonso María de Ligorio. La dignidad y santidad sacerdotal. La selva. Sevilla: Apostolado Mariano, 2000, pp. 15-16.
4 Cf. Royo Marín, op, Antonio. La Virgen María. 2.ª ed. Madrid: BAC, 1997, p. 101.