Evangelio de la Fiesta de la Visitación de la Virgen María
En aquellos mismos días, 39 María se levantó y se puso en camino de prisa hacia la montaña, a una ciudad de Judá; 40 entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel.
41 Aconteció que, en cuanto Isabel oyó el saludo de María, saltó la criatura en su vientre. Se llenó Isabel de Espíritu Santo 42 y, levantando la voz, exclamó: «¡Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre! 43 ¿Quién soy yo para que me visite la Madre de mi Señor? 44 Pues, en cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la criatura saltó de alegría en mi vientre. 45 Bienaventurada la que ha creído, porque lo que le ha dicho el Señor se cumplirá».
46 María dijo: «Proclama mi alma la grandeza del Señor, 47 se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador; 48 porque ha mirado la humildad de su esclava. Desde ahora me felicitarán todas las generaciones, 49 porque el Poderoso ha hecho obras grandes en mí: su nombre es santo, 50 y su misericordia llega a sus fieles de generación en generación. 51 Él hace proezas con su brazo: dispersa a los soberbios de corazón, 52 derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes, 53 a los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos. 54 Auxilia a Israel, su siervo, acordándose de la misericordia 55 —como lo había prometido a nuestros padres— en favor de Abrahán y su descendencia por siempre».
56 María se quedó con ella unos tres meses y volvió a su casa (Lc 1, 39-56).
I – La sinfonía de la servidumbre
En un mundo donde se predica el igualitarismo más radical como remedio para las desavenencias sociales, el Evangelio de hoy corre el riesgo de no ser comprendido. En efecto, por medio de la pluma de San Lucas el Espíritu Santo ejecuta en estos versículos la más bella sinfonía de alabanza de la servidumbre. Teniendo a Dios mismo como director, la «orquesta» cuenta con «virtuosos» de la más alta categoría, desde el Niño Jesús, aún oculto en las virginales entrañas de María, hasta San Juan Bautista, que salta de gozo en el vientre materno. En esta hermosa composición, todos cantan el canto de la humildad y buscan tratar a los demás como siendo superiores a ellos mismos.
Servidumbre es una palabra proscrita del diccionario de la seudocultura igualitaria, pero tiene un altísimo valor en la religión católica. Cabe recordar que Jesús se hizo siervo para salvarnos, llegando al extremo de la humillación (cf. Flp 2, 7-8); la Virgen se declaró con ufanía la esclava de Dios, como contemplaremos en este artículo; y San Pablo exhortó a los cristianos a ser esclavos los unos de los otros por amor (cf. Gál 5, 13). Así, la Iglesia propone la servidumbre como ideal a alcanzar por todos, ya que es de la verdadera solución a los problemas del mundo.
El igualitarismo, tal y como lo concibieron los sanguinarios jacobinos, es un lenitivo ilusorio contra el mal de la envidia. En una sociedad nivelada a hierro y fuego por los promotores de la «libertad», los orgullosos son instados a hundirse en la masa anónima de los «iguales» con la falaz promesa de no verse cubiertos por la sombra de un superior. Pero ¿cómo contener el vehemente anhelo de la soberbia humana de imponerse y someter a los demás? En realidad, ningún igualitario está satisfecho con la uniformidad que su pretendido ideal propugna. He aquí descrito, en síntesis, el círculo vicioso inaugurado por la utopía revolucionaria, que lleva a los hombres a una angustiante frustración, porque siempre existirá una jerarquía social, por el orden natural de las cosas.
En el extremo opuesto, la sumisión católica —de la que tenemos un brillante ejemplo en el Evangelio de esta fiesta— sabe admirar las cualidades de los demás, respetar a las autoridades, alegrarse con la superioridad de los otros, venerar a los que destacan por sus virtudes y adorar a Dios con todas las fuerzas del alma. Es la más bella predisposición al amor verdadero, que consiste en estar fuera de uno mismo, contemplando la bondad ajena. A primera vista, se diría que la sumisión es una actitud negativa; sin embargo, tiene un poder inusitado para elevar a quien la cultiva, pues «el que se humilla será enaltecido» (Mt 23, 12).
Si consideramos que Nuestra Señora, portadora del Verbo de Dios y Reina del universo, decide ir a toda prisa a asistir a su prima, inferior a Ella en el orden de la gracia, nuestro espíritu se maravilla y se llena de estupor. La Madre de Dios sirve a la madre del Precursor. Es un gesto diametralmente opuesto al espíritu del mundo. Los más nobles, sin renunciar a su propia dignidad, acuden con presteza a auxiliar a los inferiores, quienes, al percibir tal torrente de bondad, reaccionan con un arraigado agradecimiento, que en labios de Isabel se transforma en un sublime himno de glorificación de la Virgen y de su divino Hijo.
En el episodio de la Visitación se aprecia el patrón de las relaciones humanas que marcará la era histórica profetizada en Fátima, el Reino de María. Mirando a aquellos que hubieren cruzado incólumes el crisol de la purificación que se acerca, la gente exclamará: «¡Ved cómo son esclavos los unos de los otros!». Sí, el deseo de servir será la nota tónica de los siglos venideros, marcados por el espíritu de la Inmaculada.
II – El primer fulgor de la Mediación de María
El Evangelio de la infancia narrado por San Lucas transmite con encantadores destellos verdades sublimes de nuestra fe, algunas de ellas declaradas ya por el supremo magisterio de la Iglesia de forma solemne, como la Maternidad divina de María, otras, según nos es lícito desear, a la espera de serlo. En concreto, la Visitación de la Virgen a Santa Isabel pone de relieve su papel en la Iglesia como Medianera universal de todas las gracias, en unión con Cristo. Se trata de una misión nobilísima, que a lo largo de los siglos se ha hecho más explícita en el ámbito teológico, y en los últimos tiempos vendrá a manifestarse con todo su esplendor en la realidad de los hechos.
La unión de gracias y designios entre Madre e Hijo es tal que Dios no quiso contar con Ella sólo para engendrar el adorable cuerpo de Jesús, sino que la asoció a su obra redentora de manera íntima, inseparable y sublime. Como atestigua la teología más segura, Nuestra Señora fue Corredentora con el Redentor, como Nueva Eva junto al Nuevo Adán. Y habiendo comprado con Él las gracias que curan y elevan al hombre caído, también con Él las reparte con maternal largueza.
Jesús actúa en las almas de forma grandiosa, pero lo hace por medio de María, de su voz, de su presencia y de sus gestos. Y así la distribución de las dádivas divinas alcanza su cenit, produciendo prodigios de santificación, como sucedió en los corazones de San Juan Bautista y de Santa Isabel durante la Visitación. En la medida que se explicite a los ojos de los fieles el alcance de la misión sobrenatural que la Santísima Virgen debe ejercer en el mundo, tanto más crecerá la afluencia de gracias, inaugurando una verdadera primavera sobrenatural en todo el orbe, hoy desolado por el pecado de apostasía.
Meditar piadosamente el misterio de la Visitación nos ayudará a tener una idea aproximada de lo que será esta nueva fase histórica, bañada en las aguas purísimas de las gracias mariales, capaces de elevar a la humanidad a una estrechísima unión con Dios, nuestro Señor, y transformar la tierra en un reflejo del Cielo. Sólo la criatura más humilde y sin pretensiones alguna podría ser el puente de oro a través del cual el Señor de los ejércitos hará pasar sus mejores dones, para enriquecer a los hombres y transfigurarlos bajo los rayos del más puro esplendor.
«El que quiera ser primero, que sea esclavo de todos»
En aquellos mismos días, 39 María se levantó y se puso en camino de prisa hacia la montaña, a una ciudad de Judá.
La Virgen es el modelo de docilidad a las inspiraciones del Espíritu Santo, su Esposo místico. Podemos imaginar cómo Ella, consciente de ser la Madre de Dios, se habría sentido inclinada a permanecer recogida para dispensarle sus mejores cuidados al Nasciturus, no exponiéndolo a ningún riesgo, así como a aprovechar la celestial convivencia con el Verbo Encarnado que le había dedicado a Ella, íntegramente, los benditos nueve meses de gestación. Sin embargo, conociendo que la voluntad divina era otra, María viaja apresuradamente.
Esta prontitud de Nuestra Señora, sin ninguna sombra de agitación, demuestra su perfecta esclavitud. Le había declarado al arcángel Gabriel que era la sierva del Señor (cf. Lc 1, 38) y he aquí que, al más mínimo gesto de su voluntad, se mueve con toda diligencia, plenamente sumisa a las determinaciones de lo alto. No podía ser diferente, pues seguía el ejemplo del Hijo que llevaba en su claustro virginal, el cual había bajado del Cielo para depender íntegramente de Ella, convirtiéndose en el primer esclavo de María.
La voz de María es portadora de gracias eficaces
40 Entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel. 41 Aconteció que, en cuanto Isabel oyó el saludo de María, saltó la criatura en su vientre. Se llenó Isabel de Espíritu Santo…
Si hiciera falta una prueba de que el viaje emprendido por María estuvo movido por la obediencia, la tenemos en el fruto espiritual de extraordinarias proporciones que Ella obtiene a favor de su prima y de San Juan Bautista. La voz de la Santísima Virgen es portadora de un torrente de gracias eficaces, que producen efectos aún más sorprendentes y magníficos, en cierto modo, que los de Pentecostés.
De hecho, bien se puede afirmar que el episodio de la Visitación fue el primer Pentecostés de la historia, un Pentecostés marial cuyo esplendor presagia nuevas efusiones del Espíritu Santo, de proporciones inimaginables, por medio de su Esposa mística. El saludo de Nuestra Señora —¡una simple palabra suya!— dicho en tono suave, discreto y puro, fue el acueducto bendito que inundó el alma de Isabel con la plenitud de la unión con Dios. Esto nos lleva a creer que bastaría que la Reina del Cielo nos llamara por nuestro nombre para que fuéramos colmados de la presencia del divino Paráclito. ¿Por qué no pedir tal favor?
En esta ocasión se ve con claridad que la Virgen es la eminentísma Medianera de la gracia, a través de la cual el Consolador visita a las almas y las purifica en las castísimas llamas de su amor.
Los frutos maravillosos del Espíritu Santo
42 …y, levantando la voz, exclamó: «¡Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre! 43 ¿Quién soy yo para que me visite la Madre de mi Señor? 44 Pues, en cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la criatura saltó de alegría en mi vientre. 45 Bienaventurada la que ha creído, porque lo que le ha dicho el Señor se cumplirá».
Santa Isabel exulta en Dios y bendice a su prima con inspiradas palabras, repetidas cientos de veces, cada día, por los devotos del santo rosario. El Espíritu Santo la instruyó de modo perfectísimo acerca de la Maternidad divina, pues declara que el fruto de las entrañas virginales de María es su Señor, es decir, Dios. Esta verdad de fe que los fariseos negarían incluso al presenciar milagros portentosos, una anciana de una aldea de Judea la confiesa con claridad, elevación y sencillez cristalinas.
Su alabanza se refiere, además, al hecho de que María fue dócil y confiada al escuchar el anuncio del ángel, adhiriendo con firmeza a sus palabras: «Bienaventurada la que ha creído, porque lo que le ha dicho el Señor se cumplirá». Por lo tanto, en un solo instante tomó conocimiento de la divinidad del Niño que la Santísima Virgen llevaba en su vientre, así como de la revelación que le había sido hecha. No hay mejor enseñanza o catequesis que la acción directa de la gracia: cuando Dios quiere, instruye los corazones con la rapidez, la fuerza y el esplendor de un majestuoso rayo.
Isabel proclama con vigor todas estas verdades, alzando la voz, como fruto de la acción del Espíritu Santo que purifica al Precursor del pecado y lo colma de gracias incluso antes de nacer: «En cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la criatura saltó de alegría en mi vientre». Se trata de una fuerza santificadora inédita en la historia, superada únicamente por la concepción inmaculada de Nuestra Señora. Sin haber visto todavía la luz del día, el Sol de Justicia, oculto entre las paredes virginales del claustro de María, rayó para San Juan Bautista.
La exultante modestia de María
46 María dijo: «Proclama mi alma la grandeza del Señor, 47 se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador;…»
La reacción de Nuestra Señora ante tales elogios consiste en mirar al Cielo y glorificar a Dios. El magníficat puede ser considerado el canto de la exultante modestia de María: no es Ella el centro, sino el Altísimo, y por eso su alma, humilde en extremo, «proclama la grandeza del Señor» dirigiendo su atención sólo en Él.
48 «…porque ha mirado la humildad de su esclava. Desde ahora me felicitarán todas las generaciones, 49 porque el Poderoso ha hecho obras grandes en mí: su nombre es santo, 50 y su misericordia llega a sus fieles de generación en generación».
El espíritu de María Santísima, de belleza regia y sencilla, se asemeja a un arco gótico en cuya punta se tocan virtudes aparentemente opuestas: la grandeza y la humildad. Es modesta porque considera al Señor la única fuente de sus dones y virtudes, situándose en la categoría de pobre sierva; sin embargo, no duda en profetizar: «Desde ahora me felicitarán todas las generaciones». Pocos vaticinios se han cumplido al pie de la letra como éste, a pesar de que muchos adversarios de la Madre de Dios han tratado de empañar su figura a lo largo de los siglos. La Virgen será aclamada por la Iglesia de todos los tiempos, sin cesar, haciendo explícita la gloria con la que el Todopoderoso la adornó.
Himno guerrero por excelencia
51 «Él hace proezas con su brazo: dispersa a los soberbios de corazón, 52 derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes, 53 a los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos».
En el Corazón Inmaculado de María residen, quintaesenciadas, todas las virtudes guerreras que adornan a las mujeres más valientes de la historia, desde Judit hasta Santa Juana de Arco. Por eso Ella se regocija con la inminente victoria del bien sobre la tiranía del mal.
En efecto, las élites del pueblo elegido se encontraban dominadas, en su inmensa mayoría, por falsos hijos de Abrahán, que actuaban como maliciosos infiltrados ávidos de tergiversar la Revelación movidos por viles intereses egoístas. Estos soberbios, a los cuales María les tenía especial execración, finalmente serían dispersados, derribados de los tronos que ocupaban como impostores y despedidos con las manos vacías. Los humildes, por su parte, que se lo retribuían todo a Dios, serían elevados a los cargos de autoridad y colmados de bienes, a fin de restablecer el verdadero culto al Señor y purificar con el fuego de la verdad los muros del santuario profanado.
En este sentido, las gracias dispensadas por la Virgo Potens elevarán a los humildes y rebajarán a los orgullosos, sin que los infiernos puedan hacer nada. Serán de una enorme eficacia con vistas a acrisolar y expurgar la Santa Iglesia, hoy víctima de la mayor traición de la historia.
La fidelidad de Dios
54 «Auxilia a Israel, su siervo, acordándose de la misericordia 55 —como lo había prometido a nuestros padres— en favor de Abrahán y su descendencia por siempre».
La Santísima Virgen es la Reina de los profetas, y nadie brilla como Ella en cuanto testigo de la fidelidad de Dios, que siempre cumple sus promesas. Por eso exclama llena de júbilo que el Señor de los ejércitos se acordó de su misericordia socorriendo al pueblo elegido, como se lo había prometido a Abrahán y su descendencia.
Y así como nuestra Madre amantísima atestiguó el cumplimiento de los antiguos vaticinios, también nosotros, sus hijos y esclavos, debemos vivir de la certeza de poder proclamar algún día el triunfo de su Corazón Inmaculado, como Ella misma, la Virgen fiel, lo anunció en Fátima y ratificó en otras ocasiones.
Una larga convivencia descrita en pocas palabras
56 María se quedó con ella unos tres meses y volvió a su casa.
En una corta frase, el evangelista sintetiza la sacral y diáfana convivencia de tres meses. ¿Cuántas maravillas no habrá obrado en ese tiempo aquella que con un saludo inundó del Espíritu Santo a sus interlocutores? ¿Cómo imaginar la alegría con que la Reina de los ángeles se dedicó a las tareas humildes de la casa, elevando al mismo tiempo a las más altas cumbres de la contemplación las almas de los que con Ella convivían?
Lo cierto es que el hogar de Zacarías fue bendecido de forma arquetípica, a fin de simbolizar la futura santificación de la Iglesia por medio de Nuestra Señora, cuando todos sus miembros, desde las más altas jerarquías hasta los simples fieles, abran las puertas de su alma a Ella con las mismas disposiciones de Santa Isabel y San Juan Bautista.
III – Prenuncio de la era marial
En Fátima, Nuestra Señora anunció su triunfo, así como la determinación de su divino Hijo de instaurar en el mundo la devoción a su Inmaculado Corazón. Estos dos elementos son de capital importancia para iluminar con un rayo de luz venido del Cielo las tinieblas caóticas de la sociedad actual.
Hemos visto que Santa Isabel elogió a la Santísima Virgen como aquella que dio crédito a las palabras que le fueron anunciadas. Gracias a esta fe, el plan de Dios se realizó y las promesas hechas a los patriarcas y los profetas se cumplieron admirablemente, superando toda previsión: el propio Dios increado y eterno entró en el tiempo, descendiendo a la tierra como hombre verdadero, para traernos la salvación. Pero la fe audaz y fuerte de María irá más allá, como Ella misma lo ha anunciado.
Entre los tesoros más valiosos dejados por la Sabiduría Encarnada se encuentra sin duda la oración del padrenuestro. De una sublime sencillez en su forma, su contenido es de una nobleza divina. En cada misa, después de la liturgia eucarística, la Santa Iglesia la recita y en ella clama a la primera Persona de la Santísima Trinidad: «Venga a nosotros tu Reino; hágase tu voluntad en la tierra como en el Cielo». Además de suplicar la venida del Reino, esta oración de algún modo también lo profetiza, por el simple hecho de haber sido rezada por Jesucristo y por la Iglesia en unión con Él, pues su intercesión ante el Padre es infalible. Queda por ver cuándo sucederá esto.
En los tiempos áureos de la cristiandad medieval, el reinado de Dios en cierto modo se estableció en el mundo, pero justo cuando este árbol magnífico iba a dar sus mejores frutos, la serpiente venenosa de la Revolución se enroscó en él, causándole una calamitosa esterilidad. Los acontecimientos sucesivos fueron la crónica de la paulatina extinción de esa magnífica civilización, otrora animada por las máximas del Santo Evangelio. Es una historia tristemente truncada, que precipitó a la humidad en un horrible abismo. Desde entonces hasta nuestros días, si bien que innumerables y gloriosos santos han aparecido como bellos astros en el firmamento de la Iglesia, la sociedad en general se ha cerrado progresivamente a la acción de la gracia divina.
Sin embargo, las profecías de Cova da Iria nos ofrecen una idea bastante clara sobre el tiempo de la realización más perfecta del Reino de Dios entre los hombres. En efecto, la Virgen les vaticinó a los pastorcitos el estallido de la Segunda Guerra Mundial, la propagación de los errores marxistas por el mundo, la aniquilación de varias naciones y, finalmente, el triunfo de su Inmaculado Corazón.
De esta manera, todo indica que está cerca el advenimiento del Reino de María, período histórico que, en medio de las luchas y dificultades inherentes a este valle de lágrimas, conducirá a los hombres a un auge de santidad difícil de imaginar. La profecía infalible contenida en el padrenuestro se hará realidad por mediación de Nuestra Señora, por quien el Altísimo decidió llevar a efecto sus más altos designios.
A la luz del Evangelio de la Visitación, podemos vislumbrar la nota marial de las gracias que transformarán los corazones, incluso los más empedernidos, de forma a hacerlos extremadamente luminosos. Por María, con María y en María, Jesucristo realizará maravillas sobre el orbe, incendiando las almas con el fuego del Espíritu Santo. De este modo, será renovada la faz de la tierra por completo, haciendo de ella un espejo del Cielo. Elevemos los corazones a esta esperanza y vivamos en la alegría de la certeza de la victoria de Dios. ◊