¿Somos inútiles?

Recordándolo todo, Manuela se sentó en un banco y se deshizo en lágrimas. Hasta que sopló uno de esos ventarrones de otoño, que hacen que caigan tantas hojas de los árboles…

Era otoño, un sábado por la tarde. Los niños esperaban que comenzara la clase de catecismo, impartida por una buena religiosa. Pero, sorprendidos, ven entrar a otra hermana, la coordinadora:

—Un aviso: la Hna. Laura no ha podido venir porque está resfriada y necesita descansar. Así que aprovechad el tiempo para adelantar las lecciones.

Los alumnos se entristecieron con la noticia, pues, además de tener pena de su profesora, sentían no poder avanzar en la materia sobre la presencia real de Nuestro Señor Jesucristo en la Eucaristía, uno de los últimos temas antes del gran día de la Primera Comunión.

Con el tiempo, algunos iban terminando sus tareas. En este grupo estudiaba Manuela, una niña particularmente inocente y muy generosa, quien decidió ocupar los minutos que le quedaban auxiliando a sus compañeros:

—¿Alguien necesita ayuda?

Nadie respondía…

Se levantó y fue de pupitre en pupitre preguntando lo mismo, pero las respuestas siempre eran negativas.

Esto no la molestó ni la intimidó: ¡quería hacer una buena acción! Como aún faltaba una hora y media para volver a casa, Manuela resolvió darse una vuelta por la escuela tratando de serle útil a alguien, quienquiera que fuese.

La primera idea que le vino a la mente fue la de ir a cuidar a la Hna. Laura. Entonces se dirigió a sus aposentos y en el camino se encontró a la hermana enfermera.

—Mi profesora está enferma. ¿Puedo cuidar de ella o al menos hacerle compañía? Quién sabe si no se está sintiendo sola…

La religiosa percibió la buena disposición de la pequeña, pero tuvo que explicarle la situación:

—¡Qué gesto tan bonito! Estoy segura de que la Hna. Laura se quedaría muy contenta. Sin embargo, no puedo permitirlo, porque si te acercas a ella podrías enfermarte tú también. ¡Que la Virgen te lo recompense! Escríbele una carta, que yo se la entrego.

Conformada con estas palabras, Manuela redactó una afectuosa nota y después siguió buscando a alguien que necesitara ayuda.

Entonces se encontró con la hermana responsable de la costura. Al ver que estaba tejiendo un lindo mantel de altar, se ofreció alegremente:

—¡Buenas tardes! ¿Necesita algún servicio?

Oh, pequeña, ¡muchas gracias! Sólo tengo una aguja… La próxima vez traeré más para que puedas coser conmigo, ¿vale?

Manuela aceptó y se quedó allí un rato viendo cómo tejía; luego se despidió y se marchó por el pasillo. Al bajar las escaleras se cruzó con un empleado que trabajaba en el mantenimiento del edificio. Llevaba una caja de herramientas en una mano y una escalera en la otra. Sin pensárselo dos veces, corrió hacia él.

¡Déjeme que le ayude, señor!

Pero el hombre le dijo refunfuñando:

—¡Esto no es para ti! Sólo los mayores pueden transportar estos materiales. Tú eres una niñita flaca y sin fuerzas.

Manuela le contestó:

—Mire, creo que por lo menos la caja puedo llevarla.

Un poco desconfiado, se la entregó. ¡Pobrecita! ¡No se dio cuenta de que estaba mal cerrada! Así que cuando la cogió por el asa de la tapa, la caja se abrió y todas las herramientas se cayeron por las escaleras… Inmediatamente el empleado le gritó:

—¡Lo sabía! Anda, niña, vete de aquí antes de que ocurran más desastres.

Asustada por la brutalidad del hombre, Manuela se marchó.

Unos minutos más tarde divisó al jardinero con unas flores que iba a plantar. Pensando que quizá en los arriates podría ser útil, salió corriendo hacia él y, segura de la respuesta afirmativa, le preguntó:

¿Le puedo ayudar a plantar esas bonitas flores?

—¿Así, tan «elegantemente» vestida? Para esta faena hay que llevar una ropa adecuada. Además, no es una cosa fácil trabajar con la tierra, para nada; hace falta experiencia y mucha delicadeza. Seguro que aún no entiendes de plantíos, ¿verdad?

Confundida una vez más, Manuela decidió regresar a la clase y esperar que llegara la hora de volver a casa… Pero a mitad de camino, recordando todo lo que le había sucedido, no aguantó y empezó a sollozar, casi a llanto partido. Entonces se sentó en uno de los bancos del jardín y dejó correr las lágrimas.

En determinado momento sopló uno de esos ventarrones de otoño, que hacen que las hojas de los árboles caigan como copos de nieve. La escena la distrajo un poco ya que al estar anocheciendo el paisaje se volvía sumamente hermoso. Entonces sintió que algo le rozó la cara: un papelito que acabó aterrizando a unos metros de distancia.

«Barrer este suelo yo sola no puedo hacerlo, pero al menos quitar ese papel de ahí, sí; porque su sitio no es el césped», pensó consigo misma. Se acercó a recogerlo y vio que era una estampa de Santa Teresa del Niño Jesús, con la siguiente frase: «Piensa que Jesús está en el sagrario expresamente para ti, ¡sólo para ti!».

«Jesús en el sagrario… —reflexionaba—. ¡Qué feo por mi parte! Me estoy preparando para la Primera Comunión y ni siquiera me vino a la mente la idea de ir a visitarlo». Inmediatamente se levantó y, enjugándose las lágrimas, se dirigió a la capilla de las religiosas, a la que todos los estudiantes tenían libre acceso.

En el lugar se respiraba mucha paz y recogimiento; era pequeño, pero muy acogedor y piadoso. Se arrodilló, rezó un poquito en silencio, confiando sus intenciones al pie del altar. Después de un rato en oración se sentó en el banco, agachó la cabeza y contempló de nuevo la estampa de Santa Teresa, que literalmente había bajado del cielo a fin de llevarla junto al Santísimo Sacramento. Leyó y releyó aquella frase varias veces, encantada con lo que decía. De pronto, un suave ruido interrumpió sus pueriles meditaciones. Levantó la mirada y se dio cuenta de que la puerta del sagrario, de donde había venido el sonido, ¡estaba abierta! «Qué extraño…, cuando yo llegué no estaba así», se dijo. Enseguida notó la presencia de alguien a su lado. Se giró y…

Para Dios siempre seremos útiles, con tal de que correspondamos al amor que Él nos tiene

Manuela, te estaba esperando.

Era Jesús, que le abría sus brazos y la estrechaba contra su divino Corazón.

—Señor, ¿me estabas esperando?

—Sí, hija mía. Si fueras la única pecadora del mundo, me habría encarnado sólo para redimirte. Pero no me detendría ahí: me habría escondido bajo las especies de pan y vino, tan sólo para alimentarte y convivir contigo.

¿Puedo serte útil en algo, Señor?

—Sí. Dame tu amor, que nunca será inútil para mí; al contrario, me agrada enormemente.

Manuela recibió otro abrazo del Señor y cuando quiso darse cuenta la visión había desaparecido. Pero aquella gracia marcó profundamente su alma.

De ahí en adelante, nunca perdería la mínima oportunidad de visitar al Santísimo Sacramento, pues recordaría que Cristo habría venido a la tierra únicamente para salvarla y que para Él siempre seremos muy útiles, con tal de que le entreguemos todo nuestro corazón, correspondiendo al amor que Él nos tiene. 

 

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