Doña Lucilia poseía un conjunto armónico de virtudes que le permitía unir la bondad a la firmeza, la misericordia a la justicia, la afabilidad a la seriedad de espíritu, y discernir lo que las situaciones y las personas tenían de bueno o de malo.

 

Uno de los muchos dones con los que la Providencia quiso colmar a Dña. Lucilia, a fin de que ella cumpliera de modo eximio su misión de madre y formadora, fue el discernimiento de las psicologías.

Distinguía, por ejemplo, de entre los amigos del Dr. Plinio los que lo eran auténticamente de algún que otro que no lo era. Dos episodios demuestran la singularidad de ese don.

Una vez, el Dr. Plinio convidó a un joven colega suyo de los círculos católicos a que fuera a cenar a su casa. Durante la comida Dña. Lucilia observaba discretamente al invitado y entrevía algo peculiar en él. Así que se marchó, le dijo a su hijo:

—Ten cuidado con esa mano… la manera como sujeta el tenedor es muy extraña…

Pronto los hechos confirmaron su presentimiento: poco tiempo después ese joven abandonó a sus correligionarios, causándole grandes sinsabores al Dr. Plinio.

En otra ocasión, invitó a almorzar también en su casa a uno de sus amigos más allegados, que pertenecía a las Congregaciones Marianas. Durante la comida sonó el teléfono. A continuación, se acercó la empleada a avisarle al Dr. Plinio de que el Sr. X tenía un asunto urgente que tratar con él. Entonces interrumpió el almuerzo para atenderlo. Como el teléfono estaba en una sala contigua, Dña. Lucilia y el visitante también se dirigieron hacia allí; en los temas tratados en esa llamada se jugaban altos intereses de la causa católica.

Terminada la llamada, volvieron a la mesa y la conversación retomó su curso. Cuando el visitante se retiró, Dña. Lucilia le preguntó al Dr. Plinio:

—¿Viste su reacción mientras hablabas por teléfono?

—No, mamá, estaba tan absorto en la conversación que no presté atención.

Con un tono de voz grave, pero que dejaba traslucir aún más todo el afecto que le profesaba, le advirtió:

—Hijo mío, cuidado con ese amigo tuyo… Siempre que estabas con una fisonomía preocupada, él se manifestaba contento; cuando le dabas una buena respuesta a tu interlocutor y le ponías los puntos sobre las íes, permanecía indiferente o mostraba tristeza… ¡Ese no es tu amigo!

Poco después, el Dr. Plinio recibía de ese «amigo» una verdadera puñalada trapera…

Uno se puede preguntar cómo Dña. Lucilia, una persona tan reconocidamente bondadosa, tenía una desconfianza que la llevaba a discernir el mal a través de detalles aparentemente insignificantes. De hecho, el concepto de bondad que se difundió en numerosos medios católicos, en especial a partir de finales de los años treinta, era bastante distinto de la verdadera concepción que de esa virtud enseña la Iglesia.

Desde entonces existe la tendencia a confundir la bondad con una complacencia respecto a ciertas formas de mal, lo que redunda casi siempre en cerrar los ojos obstinadamente ante él, como si no existiera.

Muy diferente era el alma de Dña. Lucilia, en la cual se reunían, en una admirable síntesis, la bondad y una inquebrantable firmeza de principios; la misericordia y un aguzado sentido de la justicia; la afabilidad y una entera seriedad de espíritu. Este conjunto armónico de virtudes le permitía, con cierta frecuencia, percibir lo que las situaciones y las personas tenían de bueno y de malo.

Un afectuoso engaño

Siempre maternal, Dña. Lucilia se compadecía de un modo muy especial de los desvalidos, a quienes dispensaba, cuando lo necesitaban, todo tipo de afabilidad y consuelo.

La manera como trataba a uno de sus parientes lejanos, que había tenido la desgracia de quedarse ciego de niño por una negligencia médica, es un ejemplo de esos atributos.

El hecho de que él fuera ateo declarado hacía que Dña. Lucilia tuviera todavía más pena del infeliz. Por eso no perdía la oportunidad de hacerle algún bien, con la intención de tocar su alma. Con frecuencia lo recibía para almorzar o cenar, y en esas circunstancias lo entretenía largas horas. Acto de caridad del cual también participaban el Dr. João Paulo (su marido) y el Dr. Plinio.

Sabiendo que este pariente suyo tenía muy buen apetito, y conociendo su moderación, Dña. Lucilia convino con la empleada que cuando le hiciera una señal se acercara con la bandeja y, sin que él lo notara, le sirviera un poco más. Ahora bien, él tenía el hábito de recorrer con el tenedor los bordes del plato y después toda la superficie, en busca de los alimentos. De repente, cuando creía que ya había terminado, encontraba —con evidente agrado— ¡otra porción de comida!

Doña Lucilia procedió así hasta la avanzada vejez de ese pariente, satisfaciendo no sólo sus gustos gastronómicos, sino también disponiéndose para la conversación que más le agradara. Era la solicitud llevada al último extremo.

«¡Pobrecita, no hagas eso!…»

En Dña. Lucilia, ese deseo de hacer el bien era tan grande que abarcaba incluso a los seres más insignificantes.

Un día, durante la comida, el Dr. Plinio notó un movimiento extraño fuera de la casa debajo del follaje. Sorprendido, se lo comentó a Dña. Lucilia:

—Mamá, mira qué cosa más rara aquel movimiento de allí.

Ella no dijo ni sí ni no, eludiendo contestar.

Únicamente asintió:

—Ya. Algo había percibido.

—Pues yo sólo lo estoy notando ahora —respondió, más categórico.

Entonces él se dirigió a la empleada que les servía la mesa diciéndole:

—Anna, vaya a ver qué es lo que hay en aquel muro.

Doña Lucilia permaneció en silencio. La criada sonrió y, con su particular pronunciación portuguesa, le dijo:

—«Seu doutôire»1, ¿no se ha dado cuenta? Dña. Lucilia está disimulando.

—¿Y qué me está ocultando?

—Una gata que está allí con sus crías.

El Dr. Plinio se disgustó, pero no con su madre —¡eso nunca!—, sino con la idea de ver el muro lleno de gatitos andando de un lado a otro: en poco tiempo habrían crecido y el jardín estaría superpoblado de esos simpáticos animales; cuando menos se lo esperaran, empezarían a colarse en la casa. Si fuera uno o dos, tendría un pase, pero una camada entera…

Inmediatamente, con decisión, le dijo a la criada:

—Coja una escoba o la manguera de regar el jardín y eche a la gata con todos sus gatitos fuera del terreno de nuestra casa.

Doña Lucilia, con pena de la gata, se vuelve hacia su hijo y ligeramente afligida le dice:

—¡Ay, pobrecita! No hagas eso. ¿No ves que puede perder a alguna de sus crías y no volver a encontrarla nunca?

Su corazón materno se sentía como desgarrado ante tal perspectiva. No obstante, su hijo intentó argumentarlo:

—Mamá, ella no tiene raciocinio. Pierde a una cría como uno de nosotros pierde un pelo del cabello.

Pero Dña. Lucilia quería, más que hacer un silogismo, tocar sus sentimientos:

—¡Pobrecita! No hagas eso.

«Pobrecita» era dicho con tanta bondad y tanta pena, que el Dr. Plinio no resistió y le dijo a la criada:

—Anna, cuide de esa gata y llévele leche todos los días.

Aquella gata, como ser irracional, no podía tener conocimiento de su propia existencia. Pero ya que sobre ella había posado la compasión, llena de dulzura, de Dña. Lucilia… en vez de un chorro, habría leche para toda la gatería.

Extraído, con algunas adaptaciones, de:
«Doña Lucilia». Città del Vaticano-Lima:
LEV; Heraldos del Evangelio, 2013,
pp. 360-362; 372-374.

 

Notas

1 Es decir: «Sr. doctor», con un acento cerrado y muy popular [N. del T.].

 

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