Sinfonía de admiración y jerarquía

La vida de la Sagrada Familia es el ejemplo máximo de las relaciones, marcadas por el constante intercambio de admiración, obediencia y humildad entre sus miembros, y teniendo a Dios mismo como base y centro.

Todo cristiano debe desear la total unión e identificación de espíritu con Dios, como dice el Señor: «Sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto» (Mt 5, 48). Para ello, es muy útil y conveniente tener en el corazón y en la mente la vida oculta de la Sagrada Familia, y procurar con devoción y respeto conocer y amar cada vez más este modelo, adorando a Nuestro Señor Jesucristo y venerando a la Virgen con culto de hiperdulía y de protodulía a San José.

¡Cuánto podemos aprender de esa intimidad entre los tres, aunque no hayan sido escritos todos los hechos que allí sucedieron!

Un corazón divino y humano

Consideremos la figura de Nuestro Señor Jesucristo. Dios se hizo carne y habitó entre nosotros (cf. Jn 1, 14). En esa humanidad de Jesús, unida a la divinidad en la persona del Verbo, es sobre la que primero debe posarse nuestra mirada y arrebatarse nuestro amor.

Si en Él no podemos comprender a Dios, por lo menos comprendemos al hombre, dotado de un corazón capaz de todas las emociones naturales y que poseía, en perfecto orden, disciplina y equilibrio, nuestros propios sentimientos elevados a un plano infinito. ¡Cómo desearíamos contemplarlo a los 30 años, en su belleza humana iluminada por la divinidad, lleno de atractivos, en una majestad imperial y una suavidad grandiosa!

¿Cómo habría sido la divina mirada del Señor? ¿Cómo sería la serenidad de su semblante, la manifestación de su afecto y bondad a través de una sonrisa? ¿Cuáles eran las alegrías y las tristezas que impregnaban su alma? El amor que sentía por los demás hombres, sus hermanos, le hacía regocijarse en sus alegrías y sufrir a la vista de sus males, yendo al encuentro de todos los dolores morales, indiferencias, ingratitudes, decepciones, desprecios…

El Señor, tan puro, bueno y majestuoso, difundía una paz perfumada y deliciosa, que llenaba las almas y saciaba la inmensa necesidad que todo corazón humano tiene de amar y ser amado.

Durante treinta años Jesús convivió con la Virgen y San José bajo el mismo techo, en una atmósfera de pobreza y grandeza, de amor y de paz, en el silencio, en el aislamiento, en la esclavitud recíproca…

Allí creció en sabiduría y en gracia (cf. Lc 2, 52), preparado de lejos por la acción divina para su gran misión en el futuro y acompañado de cerca por una fisonomía maternal, la imagen admirable de la pura dedicación, María Santísima, que le manifestaba todo su cariño, en una mezcla de adoración y obediencia, y la alta comprensión que tenía de su destino.

Allí, siendo adolescente, fue instruido por San José en el oficio de carpintero, aprendiendo a manejar las herramientas adecuadas. Pasó treinta años honrando el trabajo y glorificando la humildad, para enseñarnos el camino del Cielo mediante la abnegación, la mortificación y la penitencia.

Un corazón sabio y maternal

En ese ambiente, el Sagrado Corazón de Jesús encontraba una réplica perfecta de sí mismo, guardadas todas las proporciones, en el Inmaculado Corazón de su madre.

Ya en el episodio de la Anunciación, cuando Nuestra Señora recibe el inmenso honor de traer a Dios al mundo, y especialmente a partir del nacimiento del Niño Jesús, apreciamos en Ella la paradoja de reunir los atributos más elevados de la naturaleza femenina: virginidad y maternidad. Poco después, entra en el Templo para entregar a su primogénito como víctima expiatoria por los pecados de la humanidad.

Siempre muy recogida, conservando todas las cosas en su corazón (cf. Lc 2, 19.51), la Santísima Virgen debía aplicar constantemente su instinto materno y su sentido psicológico sobre Él, aliados a los dones sobrenaturales que poseía. Ahora bien, es propio de la naturaleza humana la tendencia a querer conocer más cuanto más conoce. Y Ella, que sabía más que todos los ángeles y santos juntos, tenía sin duda un enorme deseo de comprender más. Al mismo tiempo, el Niño-Dios debía alegrarse de despertar santas curiosidades en su madre, propiciando las condiciones para que Ella hiciera preguntas. Y María, con tono respetuoso, preguntaba siempre que podía.

En ciertos momentos, era Jesús quien, de manera muy natural, la interrogaba, para ayudarla a explicar sus impresiones y darle el mérito de su respuesta. Pero su hijo la inspiraba en su comentario, con mucha suavidad, para que pudiera concluir lo que Él quería. De modo que cuando concluía su explicación, María le agradecía su pregunta, porque era Ella quien había aprendido.

Durante treinta años Jesús convivió con la Virgen y San José bajo el mismo techo, en una atmósfera de pobreza y grandeza, de amor y de paz, acompañado de cerca por la mirada de su Madre Santísima
La Virgen Blanca – Colección privada

Es evidente que Nuestra Señora tenía una fe muy ilustrada por fenómenos místicos, para que no desfalleciera luego durante la crucifixión. Los teólogos son unánimes en afirmar que todo don o privilegio concedido a un santo también le fue otorgado a María en sumo grado, siempre que le conviniera.1 Ahora bien, si el Señor se transfiguró para los tres apóstoles en el Tabor y posteriormente le reveló tantos misterios divinos a San Pablo, durante su vida en Nazaret debió transfigurarse varias veces ante la Santísima Virgen.

Incluso podemos imaginar que, mientras dormía, a menudo viera al Niño Jesús en su esplendor y gloria. De hecho, Él mismo debió inspirar los sueños de su madre por la noche, para darle una noción real de sí mismo. Cuando se despertaba, la mirada de María se dirigía inmediatamente hacia su hijo y lo contemplaba durmiendo sereno, en una adorable inocencia. Era la humanidad del Verbo Encarnado la que se hacía manifiesta, para acostumbrarla a contemplar los lados sobrenaturales en los aspectos humanos y así ampliar su discernimiento.

Un corazón fuerte y paterno

Por último, nos queda considerar el corazón fuerte y dulce, grave y afable, lleno de energía y resolución, de un hombre que desempeñó un papel de suma importancia en los misterios de la sagrada infancia del Señor: San José.

El título de mayor poder y honor de este noble varón es el de ser llamado padre de Jesús. Sabemos que, según el derecho de propiedad, si alguien es dueño de un árbol plantado en su terreno, también lo es del fruto que ese árbol produce. Ahora bien, Jesucristo es el fruto bendito de la Santísima Virgen, la cual pertenece a José en calidad de legítima esposa. Por lo tanto, más que por simple adopción, es padre por ser esposo y salvaguarda de la virginidad de aquella que dio a luz al Hijo de Dios.

Además, al haber nacido Jesús en la tierra, sujeto al hambre y al frío, expuesto a las persecuciones y las injurias, el Padre celestial le dio a su Unigénito un guardián que lo gobernara y defendiera, y le proporcionara un hogar, alimento y protección.

Pero la explicación de la paternidad legal y nutricional no expresa toda la realidad. En efecto, la generación de los hijos no se basa única ni principalmente en el aspecto biológico, aunque éste sea indispensable conforme a las leyes de la simple naturaleza. Para que los hijos sean concebidos debe existir primero, en condiciones normales, el consentimiento de ambos cónyuges. Y éste es el aspecto más noble de la generación, pues implica la racionalidad del hombre y no la mera dimensión corpórea.

Ahora bien, cuando tuvo clara noticia del milagro ocurrido en Nuestra Señora en la Anunciación, el Santo Patriarca exultó con estremecimientos de adoración y gratitud, conformándose enteramente a lo obrado por Dios en el seno virginal de su esposa (cf. Mt 1, 24). Y como el Todopoderoso nunca destruye la naturaleza, sino que la sublima siempre, quiso que José, con su aceptación voluntaria, excluido el acto natural de la generación, fuera padre con pleno derecho al fruto de las entrañas de María.

Por eso, como emisario de la voluntad divina, el ángel le ordena que le pusiera el nombre al niño por nacer y recibiera a su esposa ya con los signos de la divina gravidez (cf. Mt 1, 20-21). De esta forma, el matrimonio entre la Virgen y San José no sólo fue verdadero, sino también fecundo, aunque por medio de un milagro, convirtiéndose en padre virginal del Niño Jesús.

José vivió exclusivamente para Jesús y María, dedicado a amparar y exaltar a ambos. Cuando ponía su mirada profundamente en el niño, tales eran su encanto y admiración que iba modelando su propia personalidad según lo que analizaba. Y para con Nuestra Señora era un sostén, un amigo, un consolador.

En circunstancias en las que comprendía que era su deber extinguirse, lo vemos desvanecerse como humo de incienso. Así ocurrió durante la visita de los Reyes de Oriente y en la presentación en el Templo, episodios en los que la atención se centró más particularmente en María Santísima. En cambio, cuando en la huida a Egipto fue necesario llevar la delantera, ejerciendo el oficio propio de un cabeza de familia, vuelve a aparecer. Y más tarde, cuando Nuestro Señor Jesucristo se había desarrollado plenamente, San José sintió que su misión ya había sido cumplida y se ocultó de nuevo.

El Santo Patriarca es para nosotros un admirable modelo de humildad y de completo olvido de sí mismo. Sin embargo, llamado a tan grandiosa misión, poco se sabe de él. Así pues, San José nos da la gran lección de cómo toda autoridad humana debe doblegarse y dejar el sitio cuando los intereses de Dios se manifiestan en este sentido.

Sinfonía de la admiración y de la perfecta jerarquía

En la Sagrada Familia se daba una coyuntura paradójica, creada por la Providencia, por la cual el que más debía mandar era el que más obedecía.

El Creador, al presentarse como un niño, quiso tanto hacer valer esta regla de la paradoja que se ofreció como esclavo de María, por su total dependencia de Ella en los nueve meses que estuvo en su claustro materno. Se alegraba de sentirse hijo y quiso permanecer en las manos de la Virgen y de San José durante toda su vida familiar, como niño, como joven y ya como hombre maduro, hasta el momento en que abandonó el hogar para empezar su vida pública.

La Madre de Dios, elegida en el orden de la creación para ser elevada al plano hipostático relativo, la más santa de las puras criaturas, se sometía a su esposo.

José, por su parte, era inferior a Nuestra Señora y al Niño Jesús; pero en cuanto esposo y padre tenía el mando. Celoso, por excelencia, del cumplimiento de todos sus deberes conyugales, los guiaba, los conducía.

El matrimonio entre la Virgen y San José no sólo fue verdadero, sino también fecundo, aunque por medio de un milagro, convirtiéndose en padre virginal de Jesús
La Sagrada Familia – Museo Nacional del Virreinato,
Tepotzotlán (México)

¿Qué sucedía en las relaciones de esta verdadera trinidad en la tierra? Se trataba de una sinfonía de la admiración, de la comprensión de la gracia en unos y otros, de la que todos se beneficiaban, creando una unión cuya base y centro era Dios mismo.

Esto demuestra lo mucho que Dios ama la autoridad y quiere que se respeten las mediaciones. La idea de que todos los hombres son iguales se desmorona ante el ejemplo de la Sagrada Familia, en la que encontramos la escuela de la perfecta jerarquía. Cuando la familia está equilibrada, el varón tiene un papel de dominio más marcado que la mujer y los hijos; y el orden se establece a partir de este principio.

Vemos cómo en el paraíso el demonio quiso acabar precisamente con la maravilla de la desigualdad: Eva le dio un valor indebido al animal; y Adán, a su vez, sintió por ella un amor que ya no estaba enteramente fundado en Dios. Por eso se sometió a la mujer al aceptar el fruto prohibido y así ambos pecaron.

La escuela del ceremonial y la liturgia

Junto a esta elevación, en la Sagrada Familia todo transcurría en el ámbito ordinario de la vida de cada día, en una convivencia muy humana la mayor parte del tiempo.

¿Dónde estaba el palacio? ¿Dónde estaba la gran cuna para el niño? ¿La ropa, los ricos vestidos? ¿Y el honor debido a un rey? Podrían haber vivido en un edificio suntuoso; no obstante, abandonaron la cueva de Belén y, desde que regresaron de Egipto, vivieron en una casa sencilla y humilde. ¿Por qué?

La Providencia lo quiso así para subrayar el importante papel del ceremonial, porque cuando no se dispone de un palacio y se está obligado a vivir en una condición de pobreza, la decoración y la belleza de las paredes deben estar constituidas por la luz que proviene de las maneras ceremoniosas que allí se practican.

En la casita de la Sagrada Familia es donde aprenderemos los buenos hábitos y las formas educadas. En la pequeña Nazaret es donde recibiremos la lección de la grandeza y la escuela del ceremonial. Allí es donde comprenderemos que es indispensable hacerlo todo con pulcritud y elevación de espíritu constantes.

El culto divino y los ritos que luego surgieron en la Iglesia son el resultado del modo de relacionarse de la Sagrada Familia, la cual, a su vez, repetía de algún modo la divina e insuperable «liturgia» existente en las relaciones de las tres personas de la Santísima Trinidad.

Esa convivencia era el encanto de los ángeles, que debían sucederse para contemplar aquella magnífica ceremonia permanente, compuesta por un Dios hecho hombre, por la más excelsa de todas las puras criaturas y por el glorioso Patriarca de la Santa Iglesia.

Bajo el signo del triunfo

Sin embargo, ¿quién de entre la humanidad de aquel tiempo se enteraba de lo que ocurría en Nazaret?

La mayoría lo ignoraba por completo. Otros, a causa de su ambición, se espantaron al conocer los misteriosos acontecimientos que rodearon el nacimiento de Jesús: «Vino a su casa, y los suyos no lo recibieron» (Jn 1, 11). Muchos de los que entraron en contacto con la Sagrada Familia no se dieron cuenta de nada, porque no tenían suficiente fe…

Más tarde, otros, como los fariseos y Herodes, se reirían de Jesús. Son éstos los sensuales, que no lo entienden a pesar de tener delante a la verdad: «La luz brilla en la tiniebla, y la tiniebla no lo recibió» (Jn 1, 5). Y se llega a la aberración del contraste: «El buey conoce a su amo, y el asno el pesebre de su dueño; Israel no me conoce, mi pueblo no comprende» (Is 1, 3).

Vino para todos, pero pocos, muy pocos, escucharon la voz de Dios; éstos son los hombres de buena voluntad.

La convivencia de la Sagrada Familia reflejaba la divina «liturgia» existente en las relaciones de las tres personas de la Santísima Trinidad
Monseñor João en agosto de 2007

Aquel niño, nacido bajo el signo de la persecución que culminaría en su pasión y muerte de cruz, vino también bajo el signo del triunfo, pues obró su propia resurrección. Quiso sufrir por nosotros, pero nunca renunció a su realeza, como le dijo a Pilato: «Tú lo dices: soy rey» (Jn 18, 37). Su religión, su revelación, la infalibilidad de la verdad que confirió a la Iglesia, la santidad que nos trajo son inmortales e invencibles.

Aquel niño dividió la historia hasta el final de los tiempos, siendo causa de elevación para los que creen en Él y causa de caída para los que lo abandonan y lo rechazan (cf. Lc 2, 34-35).

En función de Jesús, de María y de José se revelan los pensamientos de los corazones y se produce la división entre los que estarán a la derecha o a la izquierda del divino Juez en el último día; entre los que son de Dios y los que son de Satanás; entre los que irán al Cielo y los que serán arrojados al Infierno. ◊

Fragmentos de exposiciones orales
pronunciadas entre 1992 y 2009, a sí como
de la obra San José: ¿Quién lo conoce?…

 

Notas


1 Cf. Garrigou-Lagrange, op, Réginald. La Mère du Sauveur et notre vie intérieure. Lyon: Les Éditions de l’Abeille, 1941, pp. 135-136; Royo Marín, op, Antonio. La Virgen María. Teología y espiritualidad marianas. 2.ª ed. Madrid: BAC, 1997, p. 47.

 

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