San Hermanno José – Un segundo José

Su castidad intachable lo elevó a un especial grado de unión con la Santísima Virgen, reservado a pocos en la historia, permitiéndole a Hermanno participar en un circuito de gracias místicas de carácter esponsalicio cuyo origen se remonta al desposorio virginal de María y José.

¿Cómo sería el trato embebido de elevación y respeto entre San José y la Santísima Virgen? Cuántas veces el Santo Patriarca no tuvo ante sí a la Reina del universo inclinada para servirle, y aceptó sus favores. Y, por si fuera poco, su inmaculada Esposa se aconsejaba con él, intercambiaba opiniones y acataba sus órdenes. Pensemos también en los momentos en los que él llevaba al Niño Jesús en sus brazos virginales, o en aquellos en los que lo veía realizando los actos de la vida común en la casa de Nazaret, o incluso cuando lo contemplaba inmerso en coloquios con el Padre eterno… ¡Qué bendición!

La convivencia llena de cariño y de respeto entre la Virgen y San José debe ser la matriz de las relaciones humanas en esta tierra. ¿Cómo conseguirlo?

Hay una expresión alemana que caracteriza cierto tipo de cariño en las relaciones humanas y que, por analogía, podría definir la convivencia descrita anteriormente: zusammen sein. Ese «estar juntos», ese quererse bien como lo vivió la santa pareja en la tierra, debe ser la matriz de una convivencia agradable y sobrenatural, para quien anhela la felicidad. Pero ¿cómo encontrarla?

Los santos nos muestran el camino. Consideremos, por ejemplo, la trayectoria de un varón especialmente escogido…

Relación celestial, iniciada en la infancia

Colonia, siglo xii. En esta atractiva ciudad alemana había un monasterio conocido como Santa María la Alta, más tarde llamado Santa María del Capitolio. En la iglesia de esta casa religiosa fue donde tuvo lugar un significativo encuentro entre dos niños: uno se llamaba Hermanno; el otro, Jesús. La inocencia del primero le atrajo al segundo, la propia Inocencia encarnada, el Hijo de Dios hecho hombre.

Hermanno tenía 7 años cuando comenzó sus estudios. Su carácter dócil e inteligente le facilitaba el seguimiento de las clases, sirviéndole de apoyo a las virtudes que practicaba desde su más tierna infancia. Sin embargo, a diferencia de otros chicos de su edad, no le gustaba distraerse con los juegos que normalmente entretenían a los demás y, por eso, evitaba las diversiones con sus compañeros para acudir a la iglesia del monasterio.

Se arrodillaba ante una imagen de la Virgen con el Niño Jesús en brazos y, deseoso de comunicarse con ambos, les decía todo lo que llevaba en su pueril corazón, mirando ora al divino Infante, ora a María Santísima. No obstante, para disgusto suyo, las imágenes no le respondían nada… El piadoso muchacho abandonaba la iglesia y al día siguiente la escena se repetía.

Queriendo hacerle un regalo a su Señora, Hermanno le ofrece todo lo que tenía: una manzana, símbolo de la total entrega de sí que haría en el futuro

En una ocasión insistió de un modo diferente. Queriendo hacerle un regalo a su amada Señora, le llevó una manzana, ya que era todo lo que tenía. Cuando llegó ante la imagen, se puso de rodillas, levantó los brazos y amablemente le dijo: «Señora, ya sabéis que soy pobre y que no tengo otra cosa que ofreceros, ni de más precio, ni de mejor gusto. Si es improporcionado para vos este regalo, tomadlo siquiera para ese Niño, pues no ignoráis [que] no hay otro más de mi cariño con quien pueda repartir lo poco que tengo».1

Para su alegría, milagrosamente la imagen de Nuestra Señora se movió y, con indescriptible bondad, extendió la mano para recibir la sencilla ofrenda. Hermanno se dirigía a María con la ternura de un niño y Ella se manifestaba con maternal afecto.

Amigo del Niño-Dios

Otro día, mientras paseaba por el interior de la iglesia, se encontró con una escena encantadora: dos niños jugaban a los pies de una hermosa Señora. Al ser visto por Ella, Hermanno fue inmediatamente invitado a quedarse con los niños. La belleza virginal de aquella Dama lo atrajo, pero con infantil sencillez le respondió que no podía acercarse más a causa de la reja que los separaba.

Ahora bien, quien se había manifestado era la propia Virgen Santísima, la cual, a través de su piadosa imagen, le llamaba a jugar con su divino Hijo y con San Juan Bautista, que estaban a sus pies.

Enseñándole a trepar la reja, Nuestra Señora ayudó al pequeño Hermanno a superar ese «obstáculo», indicándole los lugares donde debía poner los pies para subir. Permaneció allí un tiempo, conviviendo con los santos niños.

Cuando terminó aquel inocente entretenimiento, tuvo que hacer el recorrido inverso de la «escalada»… Con ayuda de la Virgen la empezó de nuevo, pero antes de llegar al suelo se enganchó con un clavo que había en la pared y acabó lesionándose cerca del corazón. Más tarde, esa herida se convertiría en llaga, que permanecería hasta el día de su muerte.

Sin embargo, este hecho no le impidió acudir en otras ocasiones a la misma iglesia; al contrario, su amor a Nuestra Señora, fortalecido por esta prueba, no hizo sino aumentar. Su afecto era desinteresado, lo opuesto al amor egoísta y sentimental cuyos efectos podemos ver en las alegrías frenéticas y efímeras de hoy…

Entrada en la vida religiosa

Se cuenta que conocidos de la familia, admirados por la precocidad de la vida interior de Hermanno, le aconsejaron que ingresara en la orden premonstratense, de los hijos espirituales de San Norberto. Así pues, como era corriente en la Edad Media, las puertas del monasterio de Steinfeld se abrieron para recibir a esta insigne vocación cuando tan sólo tenía 12 años.

Sin dificultad, el novicio adquirió los hábitos y costumbres de la vida monástica, lo que acentuó su dependencia de la Santísima Virgen, quien, a su vez, dejaba traslucir en las más variadas circunstancias la confianza que depositaba en él.

De hecho, la orden premonstratense vio brillar de modo especial en ese religioso las virtudes del esposo de María, hasta tal punto que en el monasterio se creó la costumbre de llamarle Hermanno José. Aunque, por humildad, manifestara cierta contrariedad a ese honroso título, no tardaría en llegar la aprobación del Cielo al respecto…

La recompensa por la virginidad consagrada

Un día, estando en el coro, tuvo una visión. Dos ángeles hablaban de las virtudes de un varón, y Nuestra Señora, resplandeciente de belleza, estaba junto a los espíritus celestiales. Hermanno los escuchaba atentamente, mientras contemplaba a su amada Señora:

—¿A quién daremos por esposa a esta soberana Princesa y Virgen purísima? —preguntó uno de los ángeles.

—¿Quién habría más a su gusto que este religioso? —respondió el otro.

—Ven, pues —prosiguió el primero, dirigiéndose a Hermanno—, acércate y recibirás la mayor dicha que, en premio a tu devoción y virginal pureza, el Cielo te ha reservado.

En el momento que, impelido por la obediencia, se acercó a la Reina de las vírgenes, uno de los ángeles le dijo:

Conviene que así sea, José, porque el Altísimo ha ordenado que desposes a esta castísima Doncella.

Desconcertado, el humilde monje no quería atribuirse el nombre del casto esposo de María, creyéndose indigno de tal honor. Entonces se acercó uno de los embajadores celestiales y, tomando la mano de Hermanno, la unió a la de Nuestra Señora, realizando el sublime desposorio con estas palabras:

Mira que te hago entrega de esta soberana Doncella, para que la tengas y reconozcas por tu Esposa, así como en otro tiempo fue entregada y desposada con San José. Y como prenda carísima de esta celestial Esposa, en adelante José también será tu nombre.

De los desposorios entre la Virgen y San José se originaron otras uniones espirituales, como la establecida entre María y Hermanno

Podría decirse que, del desposorio virginal de María y José se originaron otras uniones espirituales a lo largo de los siglos, con la Sagrada Familia como arquetipo. Y no sería difícil conjeturar la posibilidad de que Hermanno participara en este circuito de gracias místicas de carácter esponsalicio, en cuanto religioso. Su castidad lo elevaba a un grado especial de unión con la Santísima Virgen, reservado a pocos a lo largo de la historia. Se trataba de un alma que parecía estar más en el Cielo que en la tierra, en la que la gracia divina había encontrado el cauce que necesitaba para establecer entre los hombres una nueva convivencia con Nuestra Señora.2

Desposorios de la Santísima Virgen – Iglesia de San Pedro, Aviñón (Francia)

Así, desde aquel día, su virginidad consagrada recibió las bendiciones de las sagradas nupcias: María se convirtió, oficialmente, en la Guardiana de su corazón, acompañándolo día y noche en el monasterio.

Extremos de afecto de una amistad impar

En una ocasión, mientras caminaba por el claustro, Hermanno tropezó con una piedra y cayó bruscamente al suelo. Los monjes que se encontraban cerca corrieron a socorrerlo y vieron que le salía sangre de los labios. Sin embargo, él permanecía tranquilo y sereno, controlándose para no exteriorizar el terrible dolor que sentía.

Entonces se le apareció la Santísima Virgen y le preguntó:

Dime, querido esposo, ¿qué te ha sucedido?

Señora, he perdido en una caída que di dos dientes y estoy padeciendo vehementísimos dolores —respondió Hermanno, con sencillez.

Al instante, para aliviar el sufrimiento de su amado, Nuestra Señora le restituyó los dientes perdidos.

Modelo de religioso

Cabe señalar que en la vida religiosa el amor a Dios se manifiesta en el amor al prójimo y en las buenas obras realizadas; de lo contrario, reinan en ella el egoísmo y la soberbia.

La caridad evangélica de este santo, fortalecida más tarde por la unción sacerdotal, era uno de los efectos más claros de su relación con la Santísima Virgen, extendiéndose con naturalidad a sus hermanos de hábito. Se dice que su corazón era como un «hospital general», un refugio al que podían acudir los demás frailes, los afligidos y todos aquellos que buscaban una acogida segura, con la certeza de que la encontrarían en el apoyo fraterno del religioso.

Pero sus buenos ejemplos se hallaban, sobre todo, en el sufrimiento. La vida de Hermanno estuvo marcada por ininterrumpidas mortificaciones corporales, ayunos y abstinencias. Pasaba horas en vigilias nocturnas, rezando o meditando, y era constantemente asaltado por tentaciones y enfermedades.

Además, sufría de fuertes migrañas, dolencia que sobrellevó hasta el final de su vida con verdadera resignación y espíritu de sacrificio. Con esta enfermedad Dios le ponía a prueba, bien antes, bien durante la celebración eucarística. A veces, sin ninguna explicación física, el dolor de cabeza cesaba en el momento en que subía los escalones del altar; en cambio, otras veces, cuando se acercaban ciertas solemnidades de la Iglesia, la jaqueca aumentaba. Ignorando tales molestias, Hermanno no llevaba cuenta del tiempo y permanecía en el presbiterio, o en el canto del oficio, hasta el final del acto litúrgico, sin dejar que nunca se notara el malestar que sentía.

Arrobamientos místicos en el altar

Las misas de Hermanno parecían acompañar las glorias de la eternidad… Durante años, raptos místicos y éxtasis lo detenían en plena celebración: permanecía quieto varias horas, sin mover los labios ni pestañear. Algunas personas, impresionadas por la escena, se acercaban para analizar su fisonomía, que en esas ocasiones manifestaba una pureza angelical. Pero la proximidad de otros no interfería en el fenómeno, y seguía inmóvil. Cuando «despertaba», continuaba la misa exactamente donde la había dejado, sin dificultad alguna.

San Hermanno José – Iglesia de San Pancracio, Kirchenweg (Austria)

No obstante, algunas religiosas se sintieron molestas por la larga duración de estas eucaristías y le dijeron al santo que carecían de recursos para conseguir más velas, ya que se agotaban más rápido de lo previsto. Para ayudarles a resolver el «problema», que era más espiritual que material, Hermanno obró un milagro: la cera de las velas no se consumía mientras duraba la renovación del santo sacrificio.

En el período que estuvo ejerciendo de sacristán del monasterio, demostró especial celo por la limpieza de todo lo relacionado al culto del Santísimo Sacramento, como corporales, albas y sobrepellices; y por el orden de los objetos litúrgicos, como aconseja la regla premonstratense. Cuando administraba los sacramentos, un joven sacristán se empeñaba en ayudarle, especialmente en las misas. Admirado por el recogimiento del santo durante y después de la celebración, se sentía atraído por una celestial fragancia que impregnaba el lugar, que atribuía a la castidad de Hermanno.

El final de una existencia angelical

Al final de su vida terrena, Hermanno José recibió como premio la plenitud de la unión con la Santísima Virgen por toda la eternidad

En 1241 llegaba a su fin su trayectoria, marcada por el sufrimiento, las pruebas y los milagros. Con más de 90 años, Hermanno entregaba su alma a Dios en el monasterio cisterciense de Hoven.

Se cuenta que siete semanas después de su fallecimiento su cuerpo aún estaba incorrupto. Durante el traslado al monasterio de Steinfeld, la gente se aglomeraba alrededor del féretro para pedir gracias y curaciones; muchos se convirtieron al sentir el perfume que emanaba de su cuerpo virginal, al igual que había sucedido en vida.

Aún hoy, en medio de los horrores de todo tipo que nos rodean, la vida de este bienaventurado nos atrae a la práctica de la virtud angélica. Conforme lo describió uno de sus biógrafos, fue «virgen en el corazón, virgen en los ojos, virgen en los oídos, virgen en el olfato, virgen en el gusto, virgen en el tacto; de tal suerte, que respiraba fragancias de virginal pureza por todos sus sentidos y por todos sus miembros».3

En resumen, San Hermanno José supo encontrar en su relación con María Santísima, el Vas spirituale donde los santos custodian su castidad, la verdadera felicidad en esta tierra. ◊

 

Notas


1 Noriega, José Esteban de. El segundo esposo de María. Vida maravillosa del Beato Joseph Hermanno. Madrid: Miguel de Rezola, 1730, p. 9.

2 En sus homilías sobre el Cantar de los Cantares, San Gregorio de Nisa toma el matrimonio humano como punto de partida para comprender el matrimonio espiritual, que consiste en la unión del alma con Dios. Esta unión se expresa en el misterio de la Encarnación y tiene como arquetipo la unión de Cristo con la Iglesia (cf. San Gregorio de Nisa. In Canticum Canticorum. Homilía 1; 4: PG 44, 770-771; 835-838).

3 Noriega, op. cit., p. 157.

 

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