San Alberico – Líder de una rebelión monacal

El Espíritu Santo no actúa en conformidad con el espíritu del mundo y, para santificar a las almas, suscita la oposición de las costumbres del tiempo. Lo quieran los hombres o no, la mano de Dios está ahí.

Los recién llegados eran objeto de comentarios en toda la región. No había duda de que eran religiosos. Pero ¿a qué Orden pertenecían? Nadie lo sabía. Algunos más informados afirmaban que eran monjes rebeldes que, descontentos con su monasterio, decidieron fundar una nueva casa con otro reglamento, habiéndose instalado allí. Ellos mismos levantaron las paredes de su vivienda. Trabajaron con ardor, interrumpiendo la tarea tan sólo para los momentos de oración.

Aquellos hombres suscitaban opiniones bien diversas a su respecto. Una parte del pueblo y de las autoridades religiosas los criticaban por sus maneras y costumbres, por la vestimenta que adoptaron, por la austeridad de sus normas. Era, según se decía, una disciplina demasiado rígida, una concepción estrecha de la fe, inadecuada para un mundo en evolución. Los sentenciaban condenados a la desaparición.

Por otro lado, estaban los que admiraban la radicalidad de ese puñado de hombres. ¿No había dicho el Salvador que la puerta de la salvación es estrecha (cf. Mt 7, 14) y que en el Cielo solamente entran los que hacen violencia (cf. Mt 11, 12)? Sí, algunos pensaban que la rigidez en la forma de vida de esos monjes no era un problema, sino el remedio para la sociedad y para la Iglesia.

La inmensa mayoría de la gente, no obstante, admiraba en silencio lo que veía como heroísmo, virtud y santidad. Titubeaba en aplaudir, porque se sentía compelida a imitarlos, pero no tenía el valor necesario para seguir el mismo camino.

¿Quiénes eran esos hombres que provocaban apreciaciones tan dispares?

Un grupo de monjes guiados por varones intrépidos que, a finales del siglo XI, decidieron llevar a cabo una revuelta… ¡santa! Fundaron la Orden cisterciense, arrastraron tras de sí a multitudes y revigorizaron una era histórica.

La crisis en la Iglesia y el detonante de una santa rebelión

A lo largo de su existencia dos veces milenaria, la Iglesia ha atravesado por numerosos momentos difíciles. No obstante, la crisis por la que pasó en torno al año 1000 parecía indicar que la Esposa Mística de Cristo —inmortal por promesa divina— había entrado en agonía. Los escándalos y los abusos se multiplicaban por todas partes, a menudo provocados por eclesiásticos y pastores indignos de su cargo y negligentes con sus ovejas. El edificio del catolicismo estaba minado en su propia estructura jerárquica.

El Espíritu Santo, sin embargo, no dejó de engendrar almas santas en aquel período. Así pues, el siglo que siguió a la crisis vio florecer diversos movimientos religiosos sedientos de una vida más perfecta. Una brisa de fervor y de virtud recorrió Europa.

Estos sentimientos animaron a un monje benedictino, que sería conocido por las generaciones futuras como San Roberto de Molesme, a iniciar una reforma en el seno de su Orden. ¿Su deseo? Sencillamente regresar al rigor de la observancia de la Regla del gran patriarca San Benito, porque para él sus hijos espirituales ya no vivían el ideal de santidad de los primeros ermitaños.

El anhelo de Roberto sonó en los medios monásticos como un grito de sublevación. Y la Historia probaría que, de hecho, él y sus seguidores promovieron una santa rebelión.

Primer intento en Molesme

En 1075, Roberto y otros siete compañeros comenzaron una experiencia en Molesme, Borgoña. Entre estos pioneros, había uno que destacaba por su santidad y ardor: Alberico.

Poco se sabe de su vida antes de unirse a Roberto. La tradición cisterciense da por sentado que era un caballero de origen noble, y los primeros documentos históricos de la Orden se limitan a describirlo como un monje «letrado, versado en las ciencias divinas y humanas, que amaba la Regla y a sus hermanos».1 Pero los rasgos de su personalidad fuerte y audaz se evidencian en la historia de la fundación del Císter.

No era fácil realizar el anhelo de Roberto y Alberico, pues se oponía al ideal religioso del tiempo. Pronto aparecieron las críticas externas, procedentes sobre todo de eclesiásticos y de otros monjes, quizá porque la austeridad de la Orden naciente hiriera su conciencia, o incluso porque los fieles confrontaban uno y otro estilo de vida monacal y pensaban que los reformadores iban más en la línea de los consejos evangélicos. La comparación popular generó ciertamente un gran malestar, seguido de envidia, en los clérigos relajados.

En el destacado, fundadores de la Orden cisterciense – Abadía de Mariawald, Heimbach (Alemania); al fondo, abadía de Molesme, Laignes (Francia)

La venganza de la mediocridad

La primera sacudida que sufrió la nueva fundación fue una división interna. En pocos años Molesme se había desarrollado y había reclutado a nuevos miembros, pero no todos se habituaron al rigor de las costumbres.

Los descontentos afirmaban que la reforma de Roberto era una utopía y, aprovechándose de una ausencia temporal del abad, pretendieron suavizar la Regla. A ellos se opuso un núcleo fervoroso, encabezado por Alberico, que entonces ocupaba el cargo de prior. La discusión se calentó, transformándose rápidamente en una pelea física. Los laxistas ganaron: golpearon al prior y lo encerraron en una celda.

Con el regreso de Roberto, el puñado fiel entendió que ya no era posible realizar su sueño en Molesme, porque la mediocridad había invadido el monasterio.

¿Era muy dura la vida que proponían Alberico y sus compañeros? Sí, de hecho lo era y ellos lo sabían muy bien. Sin embargo, el mundo había llegado a tal extremo de pecado, que se había hecho necesaria la presencia de hombres que llevaran la virtud y la santidad también hasta el extremo. Y esta radicalidad, la comunidad de Molesme la rechazó.

Nace Císter

Roberto y Alberico, acompañados de veinte frailes fervorosos, dejaron entonces Molesme en busca de un lugar donde pudieran continuar su «rebelión».

Lo encontraron próximo a Dijon, en el valle del Saona, y allí se establecieron el 21 de marzo de 1098. El sitio estaba deshabitado y era pantanoso, lleno de juncos, llamados cistels por los medievales. Por eso la nueva abadía, construida con ahínco por los religiosos, enseguida pasó a ser conocida como Cîteaux, «Císter» en español.

Habiendo vivido allí un año, Roberto recibió órdenes de volver a Molesme, conforme la decisión de un legado pontificio. Al frente del Císter quedó Alberico, con la misión de continuar la fervorosa revuelta.

El abad de los monjes blancos

San Alberico ocupó el abadiato durante diez años. Período tremendo, en el cual la penuria de alimento y la escasez de vocaciones estremecieron la comunidad. Las pruebas, sin embargo, no sacudieron para nada su fe.

Insaciable de radicalidad, este monje «rebelde» decidió renovar la indumentaria. En aquel tiempo, el hábito de color negro se había hecho universal. Alberico, no obstante, determinó que sus religiosos vistieran un hábito de lana blanca, cuyo tejido, de calidad inferior, era más conforme a la Regla de San Benito y a la pobreza evangélica.

Se cuenta que una noche, mientras él y los otros monjes rezaban en conjunto, la Madre de Dios se les apareció llevando «en sus manos un manto blanco y resplandeciente, que impuso sobre la cabeza del asombrado abade».2 Así, las vestiduras níveas de los cistercienses empezaron a simbolizar su vida de perfección, y el pueblo, en su admiración, comenzó a llamar a aquellos hombres austeros «monjes blancos».

También fue Alberico el que consiguió la protección pontificia para el monasterio de Císter e instituyó los hermanos conversos o hermanos legos, los cuales a pesar de vivían en la comunidad no profesaban votos.

Quien primero invocó a la Virgen como «Nuestra Señora»

Las narraciones históricas cistercienses conservaron pocos rasgos biográficos sobre él, pero la tradición de la Orden preservó hasta nuestros días su memorable devoción mariana: «María, Reina de los ángeles, era la luz del santo abad, Alberico».3

A él se le atribuye la costumbre de invocar a María como «Señora».4 En la piedad medieval, los fieles se dirigían más frecuentemente a la Madre de Dios como «la Virgen». Pero cuando Alberico les predicaba a sus monjes en el capítulo la llamaba «mi Señora».

¡Cuántas veces la comunidad presenció al abad hablar de Ella como un niño encantado con su madre! Aquella feliz expresión se volvió corriente entre los monjes blancos, siendo costumbre repetir: «La Señora de Alberico nos ayudará». Y la Señora de Alberico enseguida se convirtió en Nuestra Señora del Císter, para ser hoy, en los labios de cualquier alma afligida, Nuestra Señora.

La última y más grande prueba

En otoño de 1108, Alberico enfermó gravemente y todo parecía indicar que la santa rebelión había sino vana: los monjes blancos habían causado admiración en el medievo, pero atrajeron a pocos seguidores. Císter era como una plaza sitiada que se rendiría por falta de combatientes. Y Alberico lo sabía. La reforma, ¿habría sido realmente deseada por Dios?

Cuando Alberico cerró los ojos a esta vida el 26 de enero de 1109, ciertamente había vencido la última y más grande prueba: creer que, a pesar de todas las apariencias en contrario, su obra saldría adelante. Esta certeza no provenía de los hechos —pues la realidad a su alrededor indicaba lo opuesto—, sino de la fe.

¡Y la Orden triunfó! San Esteban Harding continuó la reforma cisterciense y, poco después, ingresó en las filas de los monjes blancos un joven brillante, un alma de fuego: San Bernardo, acompañado por treinta y un nobles, entre ellos un tío materno, cuatro hermanos y algunos primos. Bajo la égida del gran abad de Claraval, el espíritu del Císter —marcado por el anhelo de radicalidad— se extendería por toda Europa. A finales del siglo XII, menos de cien años después de la muerte de San Alberico, la Orden contaba con 343 monasterios. ¡La santa rebelión había triunfado!

«San Bernardo y sus compañeros ante el abad del Císter», de Michael Willmann – Catedral de San Juan Bautista, Varsovia

No parece exagerado afirmar que, en el origen de este éxito fantástico, hay un silencioso y sublime acto de fe de Alberico.

La disciplina rígida que impone el Evangelio

La reforma cisterciense deseaba un regreso a la observancia estricta de la Regla de San Benito. Ahora bien, la preocupación meticulosa con las normas, el apego a las costumbres antiguas, la ascesis intransigente o excesiva disciplina anhelada por San Alberico y los monjes blancos, ¿no eran contrarios a la dulzura y la suavidad del Evangelio? El propio Jesucristo, ¿no había censurado a los fariseos, escrupulosos cumplidores de la ley y las tradiciones, al respecto?

La comparación es inevitable, y salta a los ojos del católico contemporáneo.

La radicalidad de San Alberico, sin embargo, está en entera conformidad con la enseñanza de Nuestro Señor Jesucristo, quien dijo que no vino a abolir la Ley, sino a darle plenitud (cf. Mt 5, 17). Las recriminaciones dirigidas a la secta farisaica, tenida por radical, se debían a su hipocresía, pues sus miembros no vivían lo que enseñaban, dándole más importancia a las exterioridades que a la práctica real de los mandamientos.

En verdad, el Mesías trajo preceptos más rigurosos que los de la Ley mosaica, como se verifica, por ejemplo, en la discusión sobre la indisolubilidad del matrimonio y en la práctica del amor al prójimo (cf. Mt 5, 27-48). Y el cumplimiento de estos preceptos, fundado en la virtud teologal de la caridad, exige una postura interior que, como consecuencia, se exterioriza en hábitos y modos de vida, los cuales desde la Antigüedad han sido considerados a menudo por el mundo como exageración y fanatismo.

Ahora bien, Santo Tomás de Aquino5 enseña que la caridad puede aumentar hasta el infinito. En esta vida no hay límites para el amor a Dios: hay que apuntar siempre al extremo inalcanzable.

El mundo contemporáneo condena indiscriminadamente cualquier forma de radicalidad, pues parece ver en ella el origen de todos los conflictos, opresiones y guerras. No obstante, precisamente por la ausencia de hombres que no dudan en abrazar la radicalidad evangélica es por lo que la sociedad actual se encuentra a la deriva. 

 

Notas


1 ORIGINES CISTERCIENNES. Les plus anciens textes. Paris: Du Cerf, 1998, pp. 55-56.

2 BOLLANDUS, SJ, Ioannes. Acta Sanctorum. Ianuarii. Antuerpiæ: Ioannem Meursium, 1643, t. II, p. 755.

3 GOBRY, Ivan. Les moines en Occident. Cîteaux. Paris: François-Xavier Guibert, 1998, t. V, p. 28.

4 Cf. RAYMOND, OCSO, M. Tres monjes rebeldes. La saga de Citeaux. Barcelona: Herder, 1981, p. 217.

5 Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica. II-II, q. 24, a. 7.

 

DEJA UNA RESPUESTA

Por favor ingrese su comentario!
Por favor ingrese su nombre aquí

Del mismo autor

Artículos relaccionados