«¡Salvadme, Reina!»

Una injusta nota en el colegio llevó al pequeño Plinio a tachar su boletín de calificaciones, causándole un gran disgusto a su madre, Dña. Lucilia. Los días previos a que se demostrara la inocencia del niño fueron de mucha angustia, pero también una ocasión para recibir una de las mayores gracias de su vida. ¿No pasa usted también, lector, por situaciones difíciles? El relato del Dr. Plinio puede ayudarle…

Tenía yo la costumbre de levantarme tarde los domingos, pero ese día me desperté muy temprano, porque tenía poco sueño y no conseguía dormir más. Entonces decidí asistir a misa en la iglesia de los Salesianos —el santuario del Sagrado Corazón de Jesús [en São Paulo]— que estaba muy cerca de mi casa, a tan sólo tres o cuatro manzanas en terreno llano, lo cual no era nada para un niño. […]

Esperaba encontrar algún sitio libre en medio de la nave central, pero cuando entré me llevé una desilusión, pues vi una escena completamente diferente a lo que solía ser habitual para mí: iban entrando unos niños en fila, cantando y ocupando los bancos. Se trataba de una misa para los alumnos del Colegio Corazón de Jesús. […]

Tras la entrada de los niños, los fieles ocuparon las naves laterales. La iglesia estaba llena.

Empujado por la corriente, tuve que desplazarme casualmente hacia la nave a la derecha de quien entra, entendiendo que debía seguir la misa de pie, dejando los asientos para las mujeres. […] Después de todo, encontré un lugarcito vacío en el último o penúltimo banco, bien al fondo.

A los pies de María Auxiliadora

En cierto momento, los niños volvieron a cantar y entró el sacerdote. Comenzaba la misa.

A causa de las columnas, no lograba ver al celebrante, sólo seguía los movimientos de la gente, al levantarse y arrodillarse. Tampoco podía ver la imagen del Sagrado Corazón de Jesús del altar mayor. La única imagen que tenía ante mí era la de la Virgen, en el altar de la nave lateral, que estaba decorado con flores.

Era una hermosa imagen de María Auxiliadora, de mármol enteramente blanco, tan blanca que parecía hecha de nieve. Radiante, con una corona de reina en la cabeza, con el Niño Jesús en el brazo izquierdo y un cetro en la mano derecha. Sujetaba al Niño como una madre que lleva a su hijo, y el cetro como un general que empuña el bastón de mando. El Niño Jesús, también con una corona en la cabeza, estaba sonriendo y parecía contento de haber entregado el cetro a su Madre.

Ella mostraba una leve sonrisa, iluminada, inundada de felicidad, y me daba una idea de cómo sería su situación en el Cielo. Con tanta pureza, bondad, superioridad, grandeza y majestad, pero mirando a los fieles de una manera tan acogedora, tan noble, tan afable y tan misericordiosa que me dejó encantado.

También me vino a la mente la idea de que el Niño Jesús haría todo lo que Nuestra Señora le pidiera, así como yo hacía todo lo que mi madre quería, pues Ella poseía sobre Él una influencia similar a la que mi madre tenía sobre mí.

Pensé: «Si yo, que soy un trapo, amo tanto a mi madre, tanto y tanto, imagínate Dios, ¡que es infinito! ¿Cómo amará a su propia Madre? Pero también, ¿cómo será Ella para que Él la haya escogido como Madre? ¡Debe ser formidable!».

Y me dije: «De hecho, ¡qué buena es Ella! Si yo, falsario, me dirigiera al Sagrado Corazón de Jesús, no sería escuchado, porque no merezco ser ayudado, pero ¡Ella es el auxilio de los cristianos! Aquella que esté dispuesta a ayudar especialmente a todos los cristianos. ¡Yo soy cristiano! ¡Voy a rezarle! Quizá pueda solucionarme el embrollo en el que estoy metido».

«¡Salvadme, Reina!»

Entonces, sin saber muy bien qué decirle a la Virgen, vino a mis labios, instintivamente, una oración que había aprendido a rezar y que sabía de memoria, pero que nunca me había llamado especialmente la atención: la Salve Regina.

En latín, la palabra salve es un saludo. Así como hoy decimos «buenos días» o «buenas tardes», los antiguos romanos solían decir salve, y este saludo latino pasó en portugués y otros idiomas a la Salve, con el significado de «yo os saludo, ¡oh Reina!». Pero yo no lo sabía e interpreté el salve, pensando que estaba relacionado con el verbo salvar, como en portugués. Entonces yo quería decir «¡salvadme!».

Era un craso error. Estaba empezando a aprender latín, que es lo mismo que decir que me sabía unos pocos rasguños… Pero no pensaba en saludos ni protocolos en el momento en que naufragaba. Era un grito pidiendo auxilio, ¡un S.O.S.!

Y pensé: «¡Salve! ¡Qué buen hallazgo! Es la oración que necesito. Idealmente bien adaptada a mi enorme apuro. Estoy en una circunstancia en la que realmente necesito que alguien me salve. Voy a pedirle a la Virgen insistentemente que me proteja, me ayude y me salve, ¡porque estoy perdido!».

Caí de rodillas ante aquella imagen de María Auxiliadora y comencé a rezar la Salve. Era la primera vez que rezaba esta oración con todo el fervor de mi alma y con un enorme deseo de ser escuchado:

Salve, salve… ¡Salvadme, salvadme! ¡Salvadme de ese aprieto, salvadme de esa dificultad! ¡Quiero absolutamente ser salvado!

Una luz y una sonrisa

La misa seguía su curso.

Estaba pensando yo en Nuestra Señora y rezando la Salve cuando, en cierto momento, fijándome en aquella imagen, sucedió algo. ¡Era tan maternal! Tuve la singular impresión de que me miraba, llena de bondad, de misericordia y ternura, como si me conociera […].

María Auxiliadora – Santuario del Sagrado Corazón de Jesús, São Paulo

Me pareció sentir toda la lástima que la Virgen tenía por mí. Ella veía mi alma y, sin querer juzgarme, comprendía el drama en el que yo estaba inmerso, deseosa de ayudarme y acariciarme.

En ese momento me vinieron dos ideas juntas, como un rayo. La primera era: «¡Se parece a mamá!».

Y la segunda: «¡Mamá es tan, tan buena! Me lo soluciona todo y me acompaña en todas las ocasiones, pero… Nuestra Señora tiene una bondad mayor, ¡sin comparación! Es enormemente más habilidosa, indescriptiblemente más perfecta que mamá. ¡Es inimaginable! ¡No hay nadie como Ella!».

No logro describir cómo fue aquello. No fue ninguna aparición, visión, revelación o éxtasis. Por lo tanto, no hubo el más mínimo milagro, y los rasgos fisonómicos de esa imagen de mármol no se cambiaron en nada. Pero, por una imponderable impresión, vi en su mirada una luz para mí y en sus labios, una sonrisa.

En ese momento de dificultad, Plinio cayó de rodillas ante la imagen de la Virgen para pedirle que lo salvara de su aprieto

Tuve una especie de conocimiento personal de esa misericordia insondable y pensé: «¡No me esperaba tanto! En lugar de despreciar a este trapo, a este niño que pecó y que comparece ante Ella temblando, Ella deja caer el pétalo de una sonrisa».

Así que, por un movimiento de gracia —sin oír ninguna voz—, me pareció que la imagen continuaba expresándose a través de la mirada y me decía en el interior de mi alma: «¡Hijo mío, es verdad! Tú, de hecho, eres un trapo y nunca lo olvides en la vida, pero no me habías pedido aún mi apoyo. Soy buena, mucho más que tú eres ruin. Mi misericordia se extiende también a los trapos y tengo pena de ti, porque soy tu Madre. Pídeme perdón. Créelo, te quiero mucho. Te acerco a mí, te acaricio, te envuelvo, te inundo y te purifico con mi afecto».

Y sentía que si por casualidad yo quisiera huir Ella me tomaría cariñosamente y me diría: «¡Hijo mío, vuelve! Aquí estoy».

Ya me había confesado y sabía que estaba absuelto, pero en ese momento fui tocado por la persuasión de que la sonrisa de Nuestra Señora me abría las vías de la misericordia. De Ella podría esperarlo todo. Ella taparía lo que yo había hecho y me daría el valor y la fuerza para enmendarme. Profundamente arrepentido, comencé a pedirle perdón a la Virgen, mil veces, no a causa del mal resultado que podría derivarse de mi acción, sino por haberla ofendido y, en mucha menor medida, por haber ofendido a mi madre también.

Tuve simultáneamente una enorme contrición y una sensación de un gran perdón, acompañado de un auxilio suave, bondadoso y alentador. […]

«Con Ella, saldré adelante»

En la expresión de la Virgen sentí también una especie de promesa, como si Ella me hablara a mi alma: «Hijo mío, hago una alianza contigo: ¡nunca te abandonaré! Confía, porque yo te ayudaré».

Plinio entre sus compañeros en 1921, año en que tachó el boletín de notas

Me dije a mí mismo: «He entendido la lección: no merezco recibir fuerzas para seguir mi camino, pero si me aferro a Ella, ¡todo cambiará! ¡Qué dulce y agradable es recurrir a Ella! ¡Qué paraíso para el alma! ¡Ése es mi camino! Confiaré en Nuestra Señora toda mi vida. Con Ella, saldré adelante. Sin Ella, iré al infierno».

Y había algo en la imagen que me infundía la convicción de que, en todas las aflicciones, peligros y hasta infidelidades a lo largo de mi vida, cuando la mirara o me acordara de Ella, pidiéndole su auxilio, Ella tendría pena de mí y me acogería, pues era la llave de todas las soluciones. Acabaría yo ganando la batalla de mi vida, siendo un católico eximio e incluso un héroe. Por lo tanto, la serenidad, la tranquilidad y el frescor de alma que aquella promesa me comunicaba me acompañarían hasta el final de mis días.

Mientras rezaba, cada una de las palabras de la «Salve Regina» llenaba el corazón del joven Plinio de una luz maravillosa

Nuestra Señora me hacía ver toda la belleza y suavidad del camino que se abría ante mí, si permaneciera unido a Ella, refugiado a sus pies, viviendo de su afecto, de su cariño, de su compasión y de su misericordia. Y mi afectividad encontraba en esto el ambiente que le era propio.

Percibí que Ella también quería ser amada enteramente por mí, como si me dijera: «Me doy enteramente a ti, pero tú debes darte enteramente a mí. Camina por las vías de la fidelidad, dile “no” a los hombres de la Revolución, para decirme “sí” a mí, que soy la Reina del Cielo y de la tierra. Lucha y combate, pues un día verás que tus ideales se harán realidad. Ámame toda tu vida y yo te amaré hasta la eternidad».

Entonces, allí mismo hice el propósito de ser muy devoto suyo hasta la muerte y de no olvidarme nunca cómo Ella me había socorrido. Y respondí interiormente: «¡Madre, tuyo soy!».

«Soy buena para con todo el mundo»

Sentí que la Virgen tenía una pena especial de mí, por ser yo tan débil. Sin embargo, tenía la clara cognición de que esa compasión no constituía un privilegio hacia mí, sino que era su actitud para con todos los hombres, lo que me dejaba muy conmovido y encantado.

No me tenía yo por una persona a quien Ella hubiera amado especialmente, sino tan sólo unum ex populo1 y pensaba: «Así como Nuestra Señora me atiende ahora, veo que Ella atiende a todos los fieles. Yo sólo soy uno de entre los que están en esta iglesia. También tiene pena de todos los pecadores que llenan las calles, las casas, los tranvías y los automóviles; de cualquiera, por peor que sea, siempre y cuando tenga deseo de enmendarse. No obstante, muchos de ellos la rechazan…».

Y me pareció que Ella estaba insinuando lo siguiente: «¡Si quieres que otros se beneficien de esta bondad, diles que soy buena para con todo el mundo!».

«Madre de misericordia»

Mientras la misa continuaba, yo seguía rezando la Salve, una, dos, no sé cuántas veces, invadido por una enorme alegría, ¡entusiasmadísimo! Cada una de aquellas palabras, que antes había repetido como un loro, adquirían belleza para mí y parecían llenar mi corazón como una luz maravillosa, con la impresión inefable de que la Virgen les daba valor y sentido. Iba entendiendo punto por punto lo que estaba rezando y me decía a mí mismo:

El Dr. Plinio venera una imagen de María Auxiliadora con ocasión de su fiesta, el 24 de mayo de 1991

¡Salve, Reina!

«¡Aquí está el salvavidas! Soy tan miserable que si no me aferro a Ella no habrá salida para mí. Ella resuelve el asunto…».

Madre de misericordia,…

«La palabra madre ya indica la idea de misericordia, pues las madres son misericordiosas, pero Ella es toda hecha de misericordia. ¡Qué bien pensado está esto! ¡Qué cosa tan formidable, extraordinaria!». […]

«Vida, dulzura y esperanza nuestra…»

Vida

Pensaba: «¿Lo ves? ¡Ella es mi vida! Me sentiría destrozado si Ella no tuviera pena de mí y no abogara mi causa ante su Hijo. ¡Quiero vivir con Ella!».

Dulzura…

«¡Qué suave es Ella! Mi dulzura es la Virgen, que me atiende en esta situación. ¿Qué dulzura quedaría en mi vida si no tuviera la posibilidad de rezarle a Ella?».

Esperanza nuestra…

«¡Mi esperanza es Ella y nadie más! Si no cuida de mí estoy perdido y sin solución en la tierra, pero con Ella tengo esperanza».

¡Salve!

«Ya que sois así, ¡salvadme!».

«Al final de mi vida, ¡veré a Jesús!»

A ti clamamos los desterrados hijos de Eva.

No sabía muy bien qué significaba la palabra desterrado, pero entendí que se trataba de una situación muy infeliz y me decía a mí mismo: «¡Ésta es la oración por mi caso! ¡Así es! Estoy desterrado y estoy clamando».

A ti suspiramos, gimiendo y llorando…

«Sólo me falta llorar —pues no soy muy dado al llanto—, pero gimo tanto como puedo. Soy todo un gemido…».

En este valle de lágrimas.

«¡Es eso mismo! Estoy nadando en mis propias lágrimas. ¡Cuánto llanto interior! ¡Cuánto llanto sin lágrimas, en esta alma que sufre tanto, a una edad tan prematura!».

Ea, pues, abogada nuestra…

Aquel día, la Virgen estableció con él una relación de bondad, por la cual el Dr. Plinio nunca perdió la confianza en su misericordia

«Entiendo: necesitaba a alguien que abogara mi causa ante Nuestro Señor Jesucristo, mi juez. Ella es mi abogada, que tiene una especie de parti pris2 por mí y permanece a mi lado en cualquier circunstancia. Tiene la misión de conmoverme, de acercarme a Jesús y lograr que Él me perdone. Hay alguien que une mi imperfección irremediable con su celestial perfección. Entonces, ¡terminaré ganando!

Vuelve a nosotros esos tus ojos misericordiosos.

«Ella me está mirando desde el Cielo. ¡Todo va a salir bien!».

Y después de este destierro, muéstranos a Jesús, fruto bendito de tu vientre.

«Entonces, tras salir de este aprieto, al final de mi vida, ¡aún veré a Jesús!».

Y así sucesivamente, fui rezando toda la Salve, con una emoción interior muy fuerte, teniendo la impresión de que Ella me sonreía aún más.

«Permanecí tranquilo el resto de mi vida»

Este hecho produjo en mi alma un auténtico giro. Sentía que su compasión, incidiendo sobre mi miseria como la luz del sol incidiría sobre una pared, me había regenerado.

Terminó la misa. Salí de la iglesia reconfortado, animado, sintiéndome cambiado y llegando a la siguiente conclusión: «¡Confiaré! Todo se resolverá y mamá “estará bien” conmigo de nuevo, porque Nuestra Señora ha rezado por mí y solucionará mi caso». […]

A partir de ese día, Ella estableció conmigo una relación de bondad y yo nunca perdí la confianza en Ella. Permanecí tranquilo el resto de mi vida, pues, fuera lo que fuera, una vez que me sentí envuelto por esa misericordia, pude descansar. ◊

Extraído de: Notas Autobiográficas.
São Paulo: Retornarei, 2012, t. III, pp. 186-207.

 

Notas


1 Del latín: uno de entre el pueblo.

2 Del francés: decisión tomada de antemano a favor de alguien, antes de conocer un hecho determinado.

 

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