Rey de la eternidad

Antes de ser flagelado, coronado de espinas y crucificado, Jesucristo declara ante Pilato su soberanía sobre toda la creación: «Soy Rey».

Evangelio de la Solemnidad de Jesucristo,
Rey del Universo

En aquel tiempo, 33 entró otra vez Pilato en el pretorio, llamó a Jesús y le dijo: «¿Eres tú el rey de los judíos?». 34 Jesús le contestó: «¿Dices eso por tu cuenta o te lo han dicho otros de mí?». 35 Pilato replicó: «¿Acaso soy yo judío? Tu gente y los sumos sacerdotes te han entregado a mí; ¿qué has hecho?». 36 Jesús le contestó: «Mi reino no es de este mundo. Si mi reino fuera de este mundo, mi guardia habría luchado para que no cayera en manos de los judíos. Pero mi reino no es de aquí». 37 Pilato le dijo: «Entonces, ¿tú eres rey?». Jesús le contestó: «Tú lo dices: soy rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad. Todo el que es de la verdad escucha mi voz» (Jn 18, 33-37).

I – La más auténtica de las monarquías

Al recorrer las páginas del Antiguo Testamento, nos encontramos con un episodio de la historia de la nación elegida que llama especialmente la atención. ¿Cuál es su verdadero significado?

En determinado momento, los israelitas se sienten inferiores con relación a los otros pueblos gobernados por reyes, mientras que ellos viven en un régimen teocrático, dirigidos por Dios a través de los jueces. Entonces le piden a Samuel un monarca. Discuten con el profeta, que se indigna, pero después de todo son atendidos en sus anhelos. Finalmente, llega el momento de instaurar el nuevo régimen y Dios mismo ordena a Samuel que unja rey a Saúl (cf. 1 Sam 8, 4-22; 9, 17; 10, 1).

Ahora bien, esa monarquía así instituida nace de una infidelidad, y las palabras divinas, que le explican al último juez de Israel las razones que llevan al pueblo a actuar de esa manera, no dejan lugar a dudas: «No es a ti a quien rechazan, sino a mí, para que no reine sobre ellos» (1 Sam 8, 7). Por lo tanto, la nación elegida ya no quería ser gobernada directamente por Dios. Añádase también que las ventajas del personaje escogido parecen ser bastante terrenas y naturales: «No había entre los hijos de Israel nadie mejor que él. De hombros para arriba, sobrepasaba a todo el pueblo» (1 Sam 9, 2). A juzgar por la descripción, sólo bastó una presentación física prominente y treinta centímetros más de altura que el hombre promedio para conferirle a Saúl el título de la supremacía.

¿No habrá sido Dios quien inspirase en el fondo del alma de los israelitas el deseo de una realeza que sería instaurada de forma inédita en la faz de la tierra, vinculada a la eternidad?

Sin embargo, se pueden hacer conjeturas sobre las causas de lo ocurrido. ¿No habrá sido Dios quien inspirase en el fondo del alma de los israelitas el deseo, quizá implícito, de una realeza que sería instaurada de forma inédita en la faz de la tierra y, en cierto modo, vinculada a la eternidad? ¿No estaban esperando un rey muy por encima de cualquier imaginación humana? Bajo la influencia de dicha inspiración, bien distinta tendría que haber sido la formulación de la súplica de los ancianos al profeta: «Samuel, intercede por nosotros ante Dios. Esos reyes que gobiernan otras naciones son hombres miserables, egoístas y ególatras, que desprecian la naturaleza humana y buscan esclavizar a sus súbditos, a su servicio y para su gloria personal. Pídele al Señor un monarca como nunca le ha sido dado a ningún pueblo. Que sea él entre nosotros el reflejo de la bondad divina. Que reine sobre nosotros como Dios mismo y nos alcance la más hermosa manifestación de nuestra teocracia».

Pero, enloquecidos por el ansia de ser «como todos los otros pueblos» (1 Sam 8, 20), no supieron interpretar el soplo de la gracia. Muy por el contrario, lo materializaron, diciendo únicamente: «Danos un rey para que nos gobierne» (1 Sam 8, 5), y solicitaron la humanización de aquello que Dios ciertamente quería darles, con inmensa abundancia, en el campo sobrenatural.

No obstante, Dios aprovechará esa infidelidad para realizar la mayor de las maravillas, incomparablemente superior a lo que los hebreos deseaban: una vez fundada la monarquía en Israel y, después, establecida la nueva dinastía a partir de David, de ella nacerá el verdadero Soberano, no sólo del pueblo judío, sino de todo el universo. Rey de majestad y grandeza divina, cuyo origen se pierde en la eternidad, que baja de alturas infinitas para salvarnos; Rey que da su preciosa sangre por sus súbditos: Cristo Rey, a quien celebramos en esta solemnidad.

II – Solemne proclamación contra el relativismo

El papa Pío XI1 enseña cómo, a lo largo de la historia, las fiestas de la Santa Iglesia nacieron y fueron añadiéndose al año litúrgico, instituidas y organizadas por la cátedra infalible de Pedro con el fin de beneficiar a los fieles en función de las necesidades de cada época. Así, al rendir culto a los mártires, desde los primeros tiempos, la liturgia incentivaba la fidelidad, haciendo que las personas se sintieran apoyadas con su ejemplo y no renegasen de la fe en ninguna circunstancia. Más tarde, debeladas las persecuciones por la acción de la gracia y entrando los cristianos en un período de paz, también se conmemoraron las vírgenes, los confesores y las viudas, figuras innumerables con las que la Iglesia se iba enriqueciendo. Surgen entonces las fiestas de la Virgen y, al final de la Edad Media, cuando disminuye el fervor por el Santísimo Sacramento, se constituye una celebración propia, con la intención de adorar al sagrado cuerpo de Cristo bajo las especies eucarísticas. Posteriormente, al medrar la frialdad rigorista que los errores del jansenismo habían propagado, fue instituida la festividad del Sagrado Corazón de Jesús. Infundir ánimo y reencender la esperanza de la salvación eterna fue su efecto.

Cristo bendiciendo – Catedral de la Santa Cruz y Santa Eulalia, Barcelona (España)

Por fin, el 11 de diciembre de 1925, cuando ya se dejaba sentir la terrible y avasalladora ola de laicismo que invadiría todos los países y llevaría a la humanidad a darle la espalda a Dios, en el momento en que muchos católicos entregaban su sangre en defensa de Cristo y de su Iglesia, el papa Pío XI2 hizo uso del poder conferido a Pedro con las llaves del Reino de los Cielos y proclamó con su voz infalible: ¡Cristo es Rey! La encíclica Quas primas, en la que se establecía la fiesta de la realeza de Nuestro Señor Jesucristo al final del año litúrgico,3 tenía un especial significado como oposición al relativismo y al ateísmo: declaraba al mundo que todo tiene su fin y su principio en Cristo, Rey del Universo.

III – Jesús declara su realeza

En la primera lectura (Dan 7, 13-14) de esta liturgia, la visión de Daniel nos muestra a Jesús en la manifestación de su grandeza regia: «A Él se le dio poder, honor y reino. Y todos los pueblos, naciones y lenguas lo sirvieron» (7, 14a).

Al establecer la fiesta de la realeza de Nuestro Señor Jesucristo al final del año litúrgico, la Santa Iglesia declara al mundo que todo tiene su fin y su principio en Cristo, Rey del Universo

En efecto, Él es el Rey glorioso, coronado en la eternidad y poseedor de la autoridad sobre toda la creación. Pero, paradójicamente, el Evangelio de San Juan presenta la figura de ese rey en una situación de humillación, con las manos atadas, a punto de ser flagelado, coronado de espinas, condenado por su propio pueblo, muerto y crucificado. Entonces, comienza uno de los diálogos más bellos de todas las Escrituras.

 

El gobernador interroga al Todopoderoso

En aquel tiempo, 33 entró otra vez Pilato en el pretorio, llamó a Jesús y le dijo: «¿Eres tú el rey de los judíos?».

«Jesús ante Pilato», de Fra Angélico – Museo de San Marcos, Florencia (Italia)

De la pregunta se desprende que el gobernador ya había oído las denuncias de los miembros del sanedrín contra el divino prisionero (cf. Mc 15, 3; Jn 18, 28-30) y deseaba conocer sus intenciones. ¿Pretendería subir al trono de Israel y sublevar a los judíos contra el dominio de Roma (cf. Lc 23, 1-2)? ¿Se habría arrogado, de hecho, el título de Mesías cuando fue aclamado por la muchedumbre como Hijo de David al entrar en Jerusalén unos días antes (cf. Mc 11, 9-10)? Con todo, el romano veía ante él a un varón tan respetable, virtuoso, equilibrado y sumiso. ¿Realmente se trataba de un revolucionario?

34 Jesús le contestó: «¿Dices eso por tu cuenta o te lo han dicho otros de mí?».

La interrogación con la que Jesús replica a la de Pilato está llena de simbolismo. Este último se erige en señor absoluto con respecto a Él, puesto que va a juzgarlo. Ahora bien, Jesús es el Todopoderoso y, si lo hubiera querido, habría hecho que su interlocutor volviera a la nada, o incluso podría haberlo borrado de la memoria de los hombres. Sabía que los judíos lo habían calumniado y que el gobernador obraba presionado por ellos, temiendo que sus intrigas le perjudicaran ante el emperador. Por eso le responde con calma, confrontándole con el problema, como si lo amonestara: «¿Eso viene de tu interior o tienes miedo de las calumnias que dirán contra ti?».

Ante Pilato, representante del poder supremo de la época, Jesús da de sí mismo y de su autoridad regia una visión sobrenatural, que será odiada y perseguida a lo largo de la historia

«Insinúa Jesús con estas palabras —comenta Teofilacto— que Pilato es un juez parcial, como si dijera: “Si dices esto por ti mismo, manifiesta las señales de mi rebelión; pero si lo oíste a otros, abre una indagación en regla”». 4 Y San Agustín destaca: «Muy bien conocía Jesús tanto su pregunta como la respuesta que le había de dar Pilato, pero quiso que fuera expresada con palabras, no para que Él la conociera, sino para que quedase escrito lo que quiso que nosotros supiéramos».5

Jesús, signo de contradicción

35 Pilato replicó: «¿Acaso soy yo judío? Tu gente y los sumos sacerdotes te han entregado a mí; ¿qué has hecho?».

El gobernador, alegando que no le concierne la prisión del Señor, argumentará todavía que fueron los propios judíos los que se lo habían entregado. Ésa era la ocasión elegida por Jesús para declararse rey, a pesar de encontrarse en circunstancias que sugerían lo opuesto. Había entrado en Jerusalén aclamado como rey, pero dicha aclamación correspondía a una concepción baja, naturalista y terrena de la realeza. La nación quería llevar en triunfo a un poderoso de este mundo, a un mesías político, el cual, auxiliado con milagros, debería alcanzarle una salvación estrictamente humana: la eliminación de los impuestos y la supremacía sobre los romanos.

En relación con esa mentalidad materialista, el Señor será piedra de escándalo y signo de contradicción (cf. Lc 2, 34). Ante Pilato, representante del poder supremo de la época, dará de sí mismo y de su autoridad regia una visión muy diferente —la única válida—, toda ella sobrenatural, que será odiada y perseguida por no pocos a lo largo de la historia, pero que permanecerá como signo del cristianismo hasta el final de los tiempos.

La omnipotencia de la verdad

36 Jesús le contestó: «Mi reino no es de este mundo. Si mi reino fuera de este mundo, mi guardia habría luchado para que no cayera en manos de los judíos. Pero mi reino no es de aquí».

Es posible que alguien concluya que, con esa revelación, Jesús renuncia a su dominio sobre el mundo. Dicha afirmación carece de sentido al ser Él el Omnipotente, a quien el universo entero le está sometido. Al contrario, quiere recordar que ante todo es el Hombre-Dios, como explica Santo Tomás al citar el pensamiento de San Juan Crisóstomo sobre este pasaje del Evangelio: «Tú preguntas si soy rey; y yo te digo que sí. Pero por un poder divino, porque para eso he nacido del Padre, de una natividad eterna, como Dios de Dios, e incluso rey de rey».6

Por consiguiente, el verdadero alcance de su declaración es este: «Mi reino no es como los gobiernos de este mundo, ni de acuerdo con sus máximas». Más aún: como autor de la gracia y, principalmente, por la Redención que obraría, Jesús es el Rey de los corazones. Vino a ofrecer a los hombres la filiación sobrenatural, la cual no consistía en una adopción según el concepto humano, sino en la participación real en su naturaleza divina, como dirá más tarde el apóstol San Juan: «Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!» (1 Jn 3, 1). Sí, hijos de Dios, herederos del trono celestial y príncipes de una casa eterna.

Nuestro Señor es el Rey de los corazones, porque vino al mundo a ofrecer a los hombres la filiación sobrenatural, la cual consiste en la participación real en su naturaleza divina

Algo había entendido Pilato del significado de la respuesta de Jesús. Inseguro y asustado, quizá recibiera una gracia dada por el propio Salvador. Así que manifestó la inquietud que lo invadía ante aquel majestuoso e incomparable acusado que se proclamaba Rey de la eternidad.

37a Pilato le dijo: «Entonces, ¿Tú eres rey?»

Una vez más, Jesús no negará su realeza, y al respecto hará la última y más sublime de las afirmaciones: el Unigénito del Padre no vino a gobernar por la fuerza, sino por la omnipotencia de la verdad. Traía la explicación y el sentido de todo el orden de la creación, dando así comienzo al «Reino de la verdad y la vida, el Reino de la santidad y la gracia».7

37b Jesús le contestó: «Tú lo dices: soy rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad. Todo el que es de la verdad escucha mi voz».

Y concluyendo el diálogo —registrado en cada uno de sus detalles por el Discípulo Amado—, como una invitación extrema «estaba intentando persuadir a Pilato de que se uniera a aquellos que eran receptivos a su enseñanza».8 Como si le preguntara: «Y tú, Pilato, ¿oirás mi voz?». Pero el gobernador romano no quiso atender a ese llamamiento y condenó al Justo, movido por el apego a su cargo. Oigamos la voz de la Verdad y adoremos al divino Rey que hoy nos anima, a través de la liturgia, a meditar sobre los fundamentos de su realeza.

Cristo Rey – Iglesia de San Martín, Arnhem (Países Bajos)

IV – El triple fundamento de la realeza de Jesús

Rey por naturaleza divina

«El Señor reina, vestido de majestad; el Señor, vestido y ceñido de poder: así está firme el orbe y no vacila. Tu trono está firme desde siempre, y tú eres eterno» (Sal 92, 12), canta el salmo responsorial de esta solemnidad de Cristo Rey. En efecto, como Hijo unigénito del Padre y segunda persona de la Santísima Trinidad, existió siempre desde toda la eternidad y creó el universo como su reino, sobre el cual tiene el derecho de gobernar, siendo Señor absoluto de los ángeles y de los hombres, y el Dominador de los infiernos, entre otros títulos. Por lo tanto, la primera razón del poder regio de Jesús es su naturaleza divina. Ante todo, Él es Rey por ser Dios.

Sin embargo, no se les atribuye la realeza a las otras dos personas de la Trinidad, ni tampoco hay en la liturgia católica una fiesta para rendir culto al Padre y al Espíritu Santo como reyes, aunque hayan estado asociados al Hijo en toda la obra de la creación. ¿Por qué?

Rey en cuanto hombre

Para que alguien sea rey —en el estricto sentido del término— es indispensable que tenga la misma naturaleza de sus súbditos. Ahora bien, entre las personas divinas esa característica sólo se encuentra en el Hijo, pues fue el único que se encarnó, conservando en su humanidad la plenitud de la naturaleza divina. Y desde entonces, además de Creador y Señor, empezó a ser nuestra cabeza.

Siendo Rey por naturaleza divina y por todas las prerrogativas inherentes a la Encarnación, Jesús adquirió también el título de realeza por derecho de conquista, como Redentor

¿Y cuál fue el primer trono de su realeza? ¡María Santísima! En su claustro materno y virginal el Todopoderoso tomó configuración humana, se convirtió de hecho en rey y comenzó su reinado.

Pero era necesario que la gloria de Jesucristo, como Hijo del hombre, fuese total y, para ello, aunque hubiese recibido el título de rey por la Encarnación, convenía que también lo conquistara a través de la Redención.

Rey por derecho de conquista

Creados en gracia y gozando de la amistad de Dios en el paraíso terrenal, Adán y Eva, no obstante, pecaron, abandonando las maravillas de la participación en la naturaleza divina. En consecuencia, el Cielo se cerró y los hombres empezaron a ser concebidos en pecado, privados de la vida sobrenatural. Toda la humanidad, esclavizada y condenada a la muerte espiritual, se encontraba en las redes de Satanás.

Sin embargo, desde que el Verbo de Dios decidió encarnarse, su Corazón Sagrado, divino y humano, lleno de bondad, misericordia y amor, se sintió movido por el afecto hacia cada uno de nosotros como si fuéramos hijo único. Al derrotar al demonio, reparó la ofensa causada por la transgresión de nuestros primeros padres, nos liberó de la mancha original y nos abrió las puertas de la bienaventuranza; reconquistó y nos devolvió, en alto grado, lo que había sido perdido en el paraíso, trayéndonos el extraordinario premio de los sacramentos, sobre todo el bautismo y el perdón de los pecados, bienes insuperables por ser eternos, los cuales nos santifican y nos elevan hasta su naturaleza.

Nuestro Señor resucitado – Iglesia del Sagrado Corazón de Jesús, Tampa (Estados Unidos)

Además, en lugar de encarnarse en estado glorioso, asumió un cuerpo padeciente, hasta el punto de sufrir necesidades, angustias y penurias por nosotros, en toda su existencia terrena. Aun teniendo el poder de obrar la Redención del género humano con un simple acto de voluntad —¡sólo una sonrisa cuando nació, dirigida a su Santísima Madre!—, quiso cumplir su misión atravesando los tormentos inenarrables de la Pasión y entregando su propia vida. Permitió que fuera descargado sobre Él todo el odio que hay contra Dios, aceptó ser condenado en un juicio totalmente injusto y se dejó llevar por los verdugos a la muerte de cruz, cuando tenía poder para destrozarlos y aniquilarlos en un instante. Finalmente, con su Resurrección conquistó la nuestra y, habiendo subido al Cielo, sin cesar ofrece al Padre su sacrificio, a lo largo de la eternidad. Así, Él que ya era Rey, por naturaleza divina y por todas las prerrogativas inherentes a la Encarnación, adquirió todavía más auténticamente el título de la realeza como Redentor, por derecho de conquista.

La plenitud de la realeza

Sí, Nuestro Señor Jesucristo es Rey y su imperio se establece en dos etapas. En la primera, la de este mundo, su campo de realización es la Santa Iglesia Católica y su objetivo la santificación de las almas. La jurisdicción del Señor se ejerce en el interior de los corazones por la gracia y, en apariencia, deja actuar a los hombres según sus deseos, dado que aún están en estado de prueba. Legisla por la infalibilidad pontificia, juzga en el confesionario y ejecuta sus decretos de forma no manifiesta. Con todo, ese reino es invencible, como Él mismo lo afirmó cuando prometió la inmortalidad a su Iglesia, diciendo «el poder del infierno no la derrotará» (Mt 16, 18), y como ya prenunciaba también la profecía de Daniel: «Su poder es un poder eterno, no cesará. Su reino no acabará» (7, 14b).

Además de no ser destruida —a pesar de todas las tentativas de sus enemigos—, la Santa Iglesia irá produciendo incontables frutos a lo largo de los siglos, siempre superiores unos a otros; pero sus últimos y más hermosos aspectos relucirán en el fin del mundo, el día en que el divino Rey consuma su victoria sobre la muerte, el pecado y el demonio, y sea glorificado como fidelísimo Hijo del Padre.

Al fin del mundo, todos los hombres, buenos y malos, los que irán al Cielo y los condenados al infierno, verán de modo patente y ostensivo la gloria de Nuestro Señor Jesucristo como Rey

Entonces comenzará otra fase de su reinado. Por ello, en la segunda lectura (Ap 1, 5-8) de esta solemnidad, el libro del Apocalipsis nos presenta un horizonte hecho de grandeza que culmina en el Juicio final: «Jesucristo, el testigo fiel, el primogénito de entre los muertos, el príncipe de los reyes de la tierra. Al que nos ama, y nos ha librado de nuestros pecados con su sangre, […] a Él, la gloria y el poder por los siglos de los siglos. Amén» (1, 5-6). Todos los pueblos verán la gloria del Señor en cuanto rey —ahora de modo patente y ostensivo—, buenos y malos, los que van al Cielo y los condenados al infierno.

«Mirad: viene entre las nubes. Todo ojo lo verá, también los que lo traspasaron. Por Él se lamentarán todos los pueblos de la tierra» (Ap 1, 7). Restaurada la creación en su orden perfecto, Él la devolverá al Padre y dirá: «Aquí está el poder que he conquistado. Te entrego nuevamente el universo en tus manos». Y, en ese momento, nuestro Rey habrá recibido la plenitud de la realeza por derecho de conquista.

V – Somos del linaje del Rey

La solemnidad de Cristo Rey, al invitarnos a dirigir nuestra atención y nuestro corazón a esos panoramas grandiosos, pide la compenetración de especiales responsabilidades en nuestra vida.

Ya que participamos de la naturaleza divina y nos hemos convertido en hijos de Dios por el bautismo, entre otros privilegios nos cabe incluso su realeza, porque, además de ser cortesanos de Jesús, Rey de reyes, pertenecemos a su familia como verdaderos hermanos suyos, elevados a la categoría de príncipes. Quiere hacernos copartícipes de la felicidad que posee desde siempre como Hijo unigénito, gozando de la convivencia y familiaridad con el Padre y el Espíritu Santo, y nos asociará también a la manifestación de su magnificencia cuando venga en el fin de los tiempos. Ésa es nuestra nobleza.

«Cristo en Majestad», de Fra Angélico – Catedral de Orvieto (Italia)

Por consiguiente, si nos alegramos por ser del mismo linaje y de la familia real de Nuestro Señor Jesucristo, templos de la Santísima Trinidad, estamos obligados a llevar esa filiación hasta las últimas consecuencias en nuestra existencia diaria.

¡Señor, soy tuyo!

¿Qué pedimos en la Oración colecta de la misa de la solemnidad de Cristo Rey? «Dios todopoderoso y eterno, que quisiste fundar todas las cosas en tu Hijo muy amado, Rey del Universo, haz que toda la creación, liberada de la esclavitud del pecado, sirva a tu majestad y te glorifique sin fin».9 ¡Que las criaturas lo glorifiquen en su grandeza regia! Ahora bien, para glorificar a su soberano, un súbdito debe, ante todo, ser fiel a sus leyes y recomendaciones.

Alegrémonos de ser del mismo linaje y de la familia real que Nuestro Señor Jesucristo, y llevemos esta filiación hasta sus últimas consecuencias en nuestra existencia diaria

Las leyes de mi Rey se hallan en los diez mandamientos, en el Evangelio y también en mi interior, por el sentido moral que he recibido desde la infancia. Con relación a ellas he de ser enteramente recto, perseverar en la gracia de Dios, tratando de practicar la virtud al máximo, con aspiración cada vez más acentuada a la perfección y a la santidad, pues nada ofende más a este Rey que el pecado. Si, por el contrario, elijo el camino del vicio y deformo mi propia conciencia para vivir en el indiferentismo, renuncio a la participación en su realeza y seguiré a otros reyes: el demonio, el mundo y la carne.

En esta magnífica solemnidad de la realeza de Nuestro Señor Jesucristo, teniendo el alma inundada de tantas maravillas, bendiciones y gracias, deseo dirigirme a Él y decirle: «¡Señor, soy tuyo! ¡Soy tuya! A pesar de mis debilidades y flaquezas, reina en mi corazón, en mis pensamientos y sentimientos. Reina en mi alma a través de María Santísima, el trono que elegiste para nacer, Reina porque es tu Madre, y también mi Madre». ◊

 

Notas


1 Cf. PÍO XI. Quas primas, n.º 21-23.

2 Cf. Idem, n.º 25.

3 Según determinó el papa Pío XI en la encíclica Quas primas, la solemnidad de Cristo Rey se debería celebrar el último domingo de octubre: «Nos pareció también el último domingo de octubre mucho más acomodado para esta festividad que todos los demás, porque en él casi finaliza el año litúrgico; pues así sucederá que los misterios de la vida de Cristo, conmemorados en el transcurso del año, terminen y reciban coronamiento en esta Solemnidad de Cristo Rey» (Idem, n.º 31). En la actual liturgia, no obstante, se celebra el último domingo del tiempo ordinario.

4 TEOFILACTO, apud SANTO TOMÁS DE AQUINO. Catena Aurea. In Ioannem, c. XVIII, vv. 33-38.

5 SAN AGUSTÍN. «In Ioannis Evangelium». Tractatus CXV, n.º 1. In: Obras. 2.ª ed. Madrid: BAC, 1965, t. XIV, p. 565.

6 SANTO TOMÁS DE AQUINO. Super Ioannem. C. XVIII, lect. 6.

7 SOLEMNIDAD DE JESUCRISTO, REY DEL UNIVERSO. «Prefacio». In: MISAL ROMANO. Texto unificado en lengua española. Edición típica aprobada por la CEE y confirmada por la Congregación para el Culto Divino. 17.ª ed. San Adrián del Besós: Coeditores Litúrgicos, 2001, p. 404.

8 SAN JUAN CRISÓSTOMO, Homilía LXXXIV, n.º 1. In: Homilías sobre el Evangelio de San Juan (61-88). Madrid: Ciudad Nueva, 2001, t. III, p. 260.

9 SOLEMNIDAD DE JESUCRISTO, REY DEL UNIVERSO. «Oración colecta». In: MISAL ROMANO, op. cit., p. 403.

 

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