En proporción a los obstáculos que han de vencer, así crecen en la virtud las grandes almas. Este es el caso de Dña. Lucilia, a quien un inesperado y doloroso acontecimiento le reportaría mayores progresos espirituales.
En una ocasión, confinado en su lecho debido a un malestar severo y con fiebre alta, el querido padre de Dña. Lucilia, el Dr. Antonio, decía —quizá presagiando de una muerte inminente— que había visto entrar por la ventana de la alcoba al fantasma de un difunto amigo, el cual había llevado una vida poco encomiable, y que se sentó a los pies de la cama mirándole maliciosamente, como invitándole a que fuera con él al sitio donde se encontraba.
En este momento, Dña. Lucilia abrió la puerta y entró. Como pensaba que su padre estaba delirando, se le acercó y le puso la mano —que parecía hecha de satén— sobre la frente. Entonces, como quien despierta de una pesadilla, el Dr. Antonio creyó ver saltar por la ventana a su viejo conocido. Enseguida sintió un gran bienestar, se vio perfectamente recuperado y constató que la fiebre había desaparecido por completo.
Inusual pronóstico
Todos los años, el Dr. Antonio solía comprar el Almanaque de San Antonio, el cual, además de efemérides, siempre traía una reflexión para cada día. Al entregarle a su esposa, Dña. Gabriela, el de aquel año, le dijo:
—Sinhara —apelativo que le daba en la intimidad—, tome el nuevo calendario, luego póngalo ahí…
Y agregó pensativo:
—1909… —hizo unas anotaciones en un papel y continuó—. Este año moriré.
—¡Totó, no diga tonterías! —le contestó Dña. Gabriela, algo molesta.
El Dr. Antonio sonrió y añadió:
—Moriré este año, ya lo veréis…
De vez en cuando, durante las comidas, jugueteaba con el cuchillo, poniéndoselo sobre la muñeca. Al moverse éste un poco, decía:
—¿Lo veis? Esto es una señal de que voy a morir.
—¡No diga eso! ¡Habrase visto! —interrumpía enseguida Dña. Gabriela.
Hasta que llegó el momento: 12 de noviembre de 1909. He aquí como ocurrió todo:
«Partir c’est mourir un peu. Mourir…»
Encontrándose en la ciudad de Santos, en donde era socio de una empresa que negociaba con café, el Dr. Antonio se desmayó al bajar del tranvía. Alguien que estaba cerca lo reconoció:
—Pero ¡si es el Dr. Antonio Ribeiro dos Santos! Hay que avisar a su familia, que está hospedada en el hotel Parque Balneario…
E hizo que lo trasladaran hasta aquella empresa. Tras haber estado allí un tiempo, acostado sobre el mostrador, lo llevaron a casa de un socio.
Los médicos llegaron pronto y, después de examinarlo, no vieron otra salida que recomendar que lo dejaran descansar. Mientras tanto, familiares y amigos iban apareciendo y formando corrillos en una sala anexa. De repente, el Dr. Antonio pidió que llamaran a uno de sus hijos y nada más verlo, apoyándose sobre los codos, le dijo:
—Mira, Antonio, me siento mal…
Y sin más palabras cayó muerto.
La noticia del fallecimiento de una persona tan bien relacionada como el Dr. Antonio corrió rápidamente y causó consternación.
Doña Lucilia no había acompañado a su padre a Santos, sino que se quedó esperando a que éste le avisara para que fuera a encontrarse con él cuando terminara sus negocios. En ese ínterin, se enteró del doloroso desenlace; serían las dos o las tres de la tarde. Sufrió una conmoción tan fuerte que cayó en cama gravemente indispuesta.
El velatorio se realizaría en su propia residencia, la de la alameda Barón de Limeira, de São Paulo. A las diez de la noche llegó el cuerpo. Según la costumbre de la época, lo transportaron en un tren especial —compuesto únicamente por la locomotora, el ténder y un vagón fúnebre, todo recubierto con flores y tejidos negros— que avanzaba despacio tocando el silbato.
Doña Lucilia había permanecido recogida en su habitación, sumamente abatida, desde que recibió la noticia. Cuando se acercó el momento de cerrar el ataúd, se apresuraron a avisarle:
—Lucilia, si no vienes ahora ya no tendrás oportunidad de ver a tu padre antes de que lo entierren.
Sostenida por su marido, de un lado, y por un tío suyo, del otro, trató de recorrer la media manzana que separaba su vivienda de la casa paterna.
En aquel tiempo, los entierros se realizaban en un escenario impresionante: el cortejo hasta el cementerio estaba formado por carruajes antiguos, negros y dorados, adornados con plumas; los cocheros y lacayos, empleados de la funeraria, usaban sombreros de dos picos también con plumas, y trajes semejantes a los del Antiguo Régimen.
Conforme iba andando a lo largo de la luctuosa y extensa fila de carruajes, Dña. Lucilia sentía que le retumbaban cada vez más en sus oídos, casi se diría en el corazón, como golpes, los inquietantes sonidos de las herraduras de los caballos sobre las piedras del pavimento. Entonces le faltaron las fuerzas y se vio obligada a regresar a su casa. Así fue cómo en ese doloroso momento le fue imposible darle el último adiós a su muy querido padre.
Partir c’est mourir un peu,1 dicen los franceses; lo que nos inspira un pensamiento más triste: Mourir c’est partir pour toujours,2 dejando en el mundo de los vivos sólo nostalgias…
Ocasión para mayor progreso espiritual
Aquel doloroso acontecimiento significaría un hito en la vida de Dña. Lucilia. Nadie podría haber imaginado que el Dr. Antonio moriría tan repentinamente, y lo inesperado de este hecho hizo que fuera aún más cruel ese golpe, sobre todo para quien, como su hija, tanto lo quería. Con la desaparición de la figura protectora de su padre cambiaban numerosas circunstancias de su vida y se veía ahora enfrentándose a nuevas responsabilidades.
En proporción a los obstáculos que han de vencer, así crecen en la virtud las grandes almas, para lo cual Dios nunca falta con su gracia, principalmente cuando es implorada con confianza.
Este es el caso de Dña. Lucilia, a quien su nueva situación le reportaría mayores progresos espirituales. No hubo nada que le indicara que el presagio hecho por el Dr. Antonio acerca de su fallecimiento ese mismo año se cumpliría con tanta exactitud. La estima que le profesaba a su bondadoso padre, sumada a las apariencias de una salud normal reflejadas en la fisonomía de éste cuando partió hacia Santos, no permitieron que el discernimiento de Dña. Lucilia previera su muerte en aquella ocasión.
De ahí en adelante, pondrá un especial empeño en que los males inesperados jamás la cogieran desprevenida. La solidez en la práctica de esa virtud debe haberle costado un gran esfuerzo de alma a Dña. Lucilia, pues no hay nada que más desagrade al espíritu humano que considerar de cara las eventuales tragedias que puedan sobrevenir. ◊
Extraído, con adaptaciones, de:
Doña Lucilia. Città del Vaticano-Lima:
LEV; Heraldos del Evangelio, 2013, pp. 111-113.
Notas
1 Del francés: Marcharse es morir un poco.
2 Del francés: Morir es marcharse para siempre.
Admirable la imponente catolicidad de aquellos entierros descritos en este ejemplar de la revista (diciembre 2021): Otro fruto más de la Preciosísima Sangre de Nuestro Señor Jesucristo. Y lección de seriedad la que nos da la madre de nuestro Primer Fundador: La misma Sra. Dña. Lucilia que posando su angelical mano sobre la frente de su padre hizo a éste recuperarse de la que pudo ser su “primera muerte”, se vio privada de despedirle en la que fue la “segunda” y definitiva… ¿Pero cuál fue su reacción? Creció. Pasó a tener presentes los males inesperados que pudiesen sobrevenirle, segura de que siempre le reportarían mayores progresos espirituales. Para nosotros esto parece imposible, ¡pues nos falta confianza!…
Antonio María Blanco Colao
Asturias – España