Dado que el hombre está compuesto de cuerpo y alma, lo que suceda en su físico repercutirá en su vida espiritual y viceversa. Es importante saber sublimar, de forma concomitante, ambas realidades.

 

La piedad católica ha ido reuniendo en torno a Jesús eucarístico las manifestaciones artísticas más sublimes. Magníficas construcciones, vitrales, músicas o esplendores litúrgicos de toda clase surgieron a lo largo de los siglos para glorificar y alabar, tanto como posible en esta tierra de exilio, la augustísima y real presencia del Rey de reyes entre los hombres en el Sacramento del Altar.

Ahora bien, madre y maestra del sentido común y de la sabiduría, la Iglesia nunca se ha preocupado menos por adornar para Dios los santuarios vivos de las almas de sus hijos.

¡Somos templos de la Santísima Trinidad!

Todo bautizado se convierte en templo de Dios, según la promesa del Redentor: «El que me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él» (Jn 14, 23). Por lo tanto, mucho más que los ornamentos inanimados que circundan los altares, e incluso el sagrario que contiene la sagrada hostia, vale el alma humana que, albergando en sí a la propia Trinidad, con Ella se relaciona constantemente.

Sagrario del oratorio de Nuestra Señora de Fátima, Nova Friburgo (Brasil)

En vista de esta realidad, la doctrina católica enseña que la perfección moral del hombre debe corresponder o incluso superar la belleza del arte sacro; y, en consecuencia, su vida práctica y material debe estar siempre envuelta en dignidad, en atención al Divino Huésped del alma.

Relación entre vida corporal y espiritual

En los fundamentos de ese deber, no obstante, se ha de considerar una razón más sutil, de índole ontológica: puesto que el hombre está compuesto de cuerpo y alma —realidades indisociables, cuya separación conduce a nuestra naturaleza a un estado de violencia—, aquellas cosas que suceden en su vida corporal repercuten en su vida espiritual y viceversa.

Un grande y prolongado sufrimiento moral, por ejemplo, a menudo causan molestias en el organismo, como alteraciones del sueño o de la alimentación. Por otra parte, una rutina demasiadamente agitada puede inducir a una persona a la acedia espiritual.

De donde se concluye que, en sentido contrario, esa relación físico- anímica puede auxiliar de muchas maneras el progreso espiritual de las almas, cuando es bien aprovechada.

Porte y conducta moral

Un ejemplo muy esclarecedor para la generación actual es el porte corporal.

Cada vez es más raro encontrarse con personas que sepan mantenerse erguidas al andar, al conversar o incluso al sentarse. En nuestros días se adoptan, so pretexto de comodidad, posiciones más cercanas a lo irracional… Ahora bien, un simple análisis de conducta muestra que ante las dificultades de la vida, la reacción de la gente suele ser de una irracionalidad análoga a su postura: se encojen, ceden a la pereza y hasta el completo desistimiento. Así como se hunden en un puf a la mínima señal de cansancio, así se desmontan de cara a las luchas que se les presentan.

¿No son estas, entonces, actitudes conexas?

¿Cómo hacerse grande de alma?

Lo mismo también se puede aplicar en sentido positivo. El Prof. Plinio Corrêa de Oliveira,1 en una conferencia pronunciada en la década de 1990, da una explicación interesante al respecto tomando como modelo el período histórico del «Antiguo Régimen».2

Carlos I, por Anthony van Dyck – Museo del Louvre, París

Cuenta que en aquel tiempo se les exigía a las personas con cierta educación que caminaran con la cabeza levantada y erguidas, en señal de afirmación de su propia dignidad. Las familias, para transmitirles tal costumbre a sus hijos adolescentes, le ataban a la cabeza, con cuerdas, una pequeña pila de libros. Andaban de un lado a otro dentro de casa conversando entre sí, con esa carga. Como resultado, se veían obligados a mantener la cabeza siembre erguida y cuando le retiraban el peso continuaba en esa posición. De ahí la postura altiva, digna y esplendorosa de las figuras de aquella época. Eran verdaderos monumentos de distinción.

Análogamente, dice el Dr. Plinio, para que un hombre se haga grande de alma es necesario que cargue la «pila de libros» que la Providencia «ata» sobre su cabeza: las incomodidades, las preocupaciones, los sufrimientos y los reveses tan comunes al estado de prueba.

Obligarse a estar siempre con buena postura es, por tanto, un excelente estímulo para tener ufanía de cara a las durezas de la vida. El alma adquiere otro porte. Cuando aparece un obstáculo, está más dispuesta a enfrentarlo de cabeza en alto y pecho abierto.

Por consiguiente, al igual que el hombre mundano demuestra la molicie de su carácter en lo relajado de su presentación, el católico afirma su coraje de alma en la altivez de su postura.

¡Ánimo, fuerza y resolución!

Querido lector, estas líneas le invitan, pues, a que se llene de entusiasmo ante su altísima condición de templo de Dios y de sus desafiantes deberes de católico militante. Mantenga siempre viva en su interior la certeza de que, en todo, «vencemos de sobra gracias a aquel que nos ha amado» (Rom 8, 37). Trate de sublimar de manera constantemente creciente su modo de vivir y verá cómo su alma, amparada de esta forma, se convertirá en amiga de los ángeles y consorte de los bienaventurados del Cielo.

Si, a pesar de todo, las adversidades ahora le pesan demasiado y la flaqueza le domina, recurra sin dudarlo al cariño transformante de la Virgen Clementísima y confíe que Ella enseguida le dará fuerzas, como diciéndole: «Hijo mío, ¡adelante! Como madre entiendo las dificultades que tienes de soportar esas contrariedades, que son tu pesada carga personal. Ahora bien, comprende la dignidad de sufrir todo eso por amor a Nuestro Señor Jesucristo y a la Santa Iglesia. Alza la cabeza y dale gracias a Dios. Yo misma seré tu sustento. 

 

Notas

1 CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. Conferencia. São Paulo, 6/6/1990.
2 Término que usaron originalmente los agitadores girondinos y jacobinos para designar, de manera peyorativa, el sistema de gobierno monárquico de los Valois y de los Borbones, precedente a la Revolución francesa de 1789. Aquella época se caracterizaba por el esplendor de las ceremonias en la vida de la corte y por el orden armónico y jerárquico reinante en la sociedad.

 

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