Un albísimo paisaje rodeaba la pequeña ciudad de Höhenlagen: montes elevados y cubiertos de nieve, cuando iluminados por el sol, reflejaban la luz como si fuera la aparición de miríadas de ángeles. Muchos se preguntaban si ésa no era la entrada al Paraíso… Una montaña destacaba sobre las demás: era el Himmelspitze. Su cima ni siquiera se podía vislumbrar, pues se erguía más allá de las nubes.
En ese pueblo vivía Wilhelm. Desde el primer atisbo de razón se había familiarizado con las alturas. Su entretenimiento desde pequeño consistía en hacer pícnics o contemplar el amanecer desde sitios altos. Aunque eran muchos los beneficios, la región también comportaba varios peligros. Y uno de ellos acompañó el desarrollo de Wilhelm, para desembocar en un trágico acontecimiento. ¿Quieres conocer su historia?
Siempre sacaba buenas notas en la escuela, porque estaba dotado de una gran inteligencia. Augusta, su madre, en extremo satisfecha, decidió una vez recompensarlo con una visita a la mejor confitería de la ciudad, donde el niño podría deleitarse a su gusto. Wilhelm caminaba por la tienda, entusiasmado con lo que veía, y Augusta lo seguía, analizando lo que más le estaba gustando para luego comprárselo. Después de unas vueltas y de haber elegido los pasteles, llegó el momento de pagar. Mientras tanto, Wilhelm continuaba admirando lo que encontraba en los escaparates. De repente, se topó con algo nuevo: una tarta ricamente decorada con chocolate, estrellitas de mazapán, fruta confitada y chantilly. ¡Tenía pinta de estar deliciosa! Entonces fue corriendo a pedir que la añadieran a la compra, pero el vendedor le dijo:
—Ya está reservada para otro cliente.
Wilhelm no quedó satisfecho con la explicación y se quedó cerca, esperando un «buen momento». «Al menos me gustaría probar un poquito», pensaba para sí. Entonces, al darse cuenta de que nadie prestaba atención, pasó el dedo por la tarta y tomó un bocado. En ese mismo instante, de la cima del Himmelsspitze se desprendió una piedrecita del tamaño de un botón y empezó a rodar ladera abajo, acumulando nieve a su alrededor a medida que se deslizaba…
Pasó el tiempo. Wilhelm cumplió 15 años. Un día en el colegio, el profesor anunció:
—Hoy tendremos un examen sorpresa de inglés. Con eso descubriremos los puntos débiles en la asimilación de la materia, para hacer un repaso en la siguiente clase. Así aprenderéis correctamente.
—¿Se puede usar el lápiz, profesor? —preguntó alguien.
—Ni hablar. El examen hay que responderlo con bolígrafo, ¡siempre!
Durante la evaluación, Wilhelm vio a uno de sus compañeros con un atractivo bolígrafo: su exterior era de un verde intenso y tenía detalles en bronce.
—¡Qué boli tan bonito, Erwin! ¿Dónde lo has comprado?
—No lo sé… Me lo regaló mi hermana cuando volvió de Francia.
—Chicos —les advirtió el maestro—, ahora no es el momento de hablar.
Y cada uno regresó a su propio examen. Wilhelm, que era muy capaz, lo terminó rápidamente, sin demostrar inseguridad en ninguna pregunta. Le entregó su hoja al maestro, se sentó de nuevo y se quedó observando el bolígrafo de su compañero, que luchaba por acabar la evaluación. Reflexionaba: «¡Mmm…! Fíjate, ¡si es de esa súper marca! Erwin realmente no entiende nada; ¡ése no es un bolígrafo para un examen! Ni siquiera sabe lo que está usando».
Al finalizar la clase, el profesor dijo:
—Ya podéis entregarme el examen e iros al recreo.
Cuando Erwin estaba saliendo, Wilhelm se le acercó:
—¿Qué tal lo has hecho?
—Creo que voy a aprobar por los pelos… Necesito tomar agua, estaba muy nervioso.
Wilhelm bajó al patio con él, se tomó un vaso de zumo y, a escondidas, volvió al aula. Abrió el estuche de Erwin y le robó el bolígrafo, guardándolo en el fondo de su mochila. Luego regresó al recreo, tratando de que no se le notara nada. Simultáneamente al acto pecaminoso, aquella misma piedrecita que se había desprendido del Himmelsspitze cubierta de nieve rodaba más deprisa y crecía en tamaño.
En otra ocasión, el joven cruzaba por un mercadillo para acortar camino y pasó por delante de dos ancianitas, que estaban sentadas charlando, y que ya se despedían para volver a sus casas. Una de ellas se olvidó una bolsita con algunas monedas de oro en el banco de madera. Sin que nadie se diera cuenta, cogió el saquito y se lo quedó. Y aquella bola de nieve, a la que ya no podemos llamar «bolita», se hacía más grande y aceleraba su marcha.
A medida que Wilhelm avanzaba en edad, el vicio del hurto echó raíces aún más profundas en su alma. Se convirtió en un ladrón muy ágil, robaba enormes cantidades de dinero y siempre escapaba ileso, sin que nadie sospechara siquiera de él. Con lo que había conseguido se construyó una lujosa vivienda en la ladera del Himmelsspitze.
Una noche, tumbado en su cama, planeaba el robo para el día siguiente. Había descubierto que en la capilla privada del obispo había objetos de un valor incalculable, y soñaba con venderlos en otra ciudad para aumentar su fortuna. De repente, oyó un ruido extraño y amenazador. A cada segundo el sonido se hacía más fuerte y parecía acercarse. Se levantó inmediatamente y fue hasta la ventana para averiguar de qué se trataba: una enorme bola de nieve bajaba de la montaña a muchos kilómetros por hora hacia donde él estaba. Por su tamaño, la casa quedaría reducida a escombros.
A esa altura, los habitantes de Höhenlagen habían salido de sus casas para observar cómo se desarrollaría el triste acontecimiento. Todos rezaban, muchos gritaban, otros le aconsejaban a Wilhelm que abandonara la casa cuanto antes; pero él no reaccionaba, estaba estático y con los ojos desorbitados.
Sin embargo, más veloz que la destrucción causada por la fuerza de gravedad era la gracia haciendo su última llamada. Como un relámpago, la conciencia del ladrón le advirtió de que ése era el castigo por sus crímenes; la nieve podría sepultarlo en el fuego eterno si no se arrepentía.
Pálido, hizo la señal de la cruz con sus manos temblorosas y las juntó, diciendo una oración. En ese momento —¡oh, milagro!— cuando la muerte estaba a diez metros de engullirlo, la Santísima Virgen, toda resplandeciente, intervino. Con los brazos extendidos y el Corazón visible en su pecho, su figura irradiaba una intensa luz que licuó la nieve y secó el agua del hielo derretido. En unos instantes, ¡el peligro había desaparecido!
Profundamente conmovido, Wilhelm salió de su criminal residencia en busca de sus conciudadanos. El pueblo acudió enseguida a su encuentro y él, arrodillándose ante todos, confesó sus pecados en voz alta y llorando. ¿Cómo iban a rechazar a quien Nuestra Señora amó hasta el punto de librarlo de la muerte y convertirlo? La actitud de los habitantes de Höhenlagen fue de compasión y caridad.
Al devolver todo lo que había robado y donar sus bienes a los necesitados, el antiguo ladrón se convirtió en un hombre nuevo. Y allí, al pie del Himmelsspitze, empezó a levantarse un nuevo monte: la vida de virtud que Wilhelm abrazó a partir de entonces.
Tengamos presente que cuando cedemos a cualquier error, por pequeño que parezca, éste progresará en nosotros hasta alcanzar proporciones inmensas, al igual que la pequeña piedra se transformó en una amenazadora bola de nieve. Nada podrá detener este terrible proceso, excepto la misericordia de María ante Dios, nuestro Señor. ◊