En la fría noche de Navidad, la Virgen envolvió con ternura maternal al Niño Jesús en pañales. De manera similar, a lo largo de los siglos, la Santa Madre Iglesia se ha esforzado por revestir dignamente a sus hijos y ministros que sirven en el altar del Señor.
Sin embargo, ¿sería la estética la única razón de ser de los paramentos utilizados en la liturgia?
Conocedora de la contingencia de la naturaleza humana, que alcanza las realidades sobrenaturales a través de las sensibles (cf. Suma Teológica, III, q. 60, a. 4), la Iglesia ha tenido a bien elegir para sus sacerdotes ciertas vestiduras, a fin de que, por medio de ellas, se persuadieran de la grandeza de su ministerio. Y Santo Tomás nos ofrece varios ejemplos al respecto (cf. Supl., q. 40, a. 7).
Para representar la fortaleza necesaria para el desempeño de las funciones litúrgicas, un tejido rectangular de lino, el amito, cubre los hombros y el cuello del clérigo, a modo de casquete. El alba, una túnica larga y blanca, se extiende desde los hombros hasta los tobillos: simboliza la pureza sacerdotal. El cíngulo, un cordón robusto con borlas en los extremos, ciñe el alba a la cintura, expresando la represión de la carne.
Mientras los sacerdotes tienen plena autoridad en la distribución de los sacramentos, los diáconos sólo participan de ella. Esta realidad se refleja en la estola, una prenda alargada y del mismo color que la casulla, usada de forma diferente por ambos ministros: los primeros la llevan sobre los dos hombros y estos últimos únicamente sobre el hombro izquierdo.
La dalmática —vestimenta holgada pero recogida, utilizada por los diáconos— indica la largueza con la que deben dispensar los sacramentos, siempre con actitud de servicio, por eso se ajusta por los dos lados. El sacerdote, a su vez, se reviste de la casulla, signo de caridad, pues consagra la Eucaristía, el sacramento del amor.

Ceremonia de ordenación presbiteral en la basílica de Nuestra Señora del Rosario, Caieiras (Brasil), en 2019
No obstante, el simbolismo de los paramentos alcanza su ápice en aquel que posee la plenitud sacerdotal: el obispo. La mitra hace referencia a la ciencia de ambos Testamentos, evidenciado por sus dos puntas. El báculo, similar a un cayado, representa el celo pastoral: la curvatura en la parte superior indica la tarea de reunir a los extraviados, el asta muestra el sustento a los más débiles y su extremidad recuerda el estímulo que se debe dar a los más rezagados.
A la vista de tal distinción, podríamos preguntarnos: ¿es necesario que estos ornamentos sacros, ya de por sí tan significativos, sean también preciosos? ¿No contradice esto la modestia propia de los ministros de Dios?
En realidad, observa el Doctor Angélico, la finalidad de los paramentos no es la gloria personal del ministro. Más bien, sirven para distinguirlo de los demás fieles, resaltando «la excelencia de su ministerio o del culto divino» (cf. II-II, q. 169, a. 1 ad 2). En resumen, las vestiduras litúrgicas, elegidas con sabiduría por la Santa Iglesia, tienen como objetivo indicar la idoneidad que deben poseer los ministros para celebrar adecuadamente los divinos misterios (cf. Supl., q. 40, a. 7).
Así pues, Santo Tomás afirma que quien desprecia los honores debidos a aquello que es digno de honor merece vituperio (cf. II-II, q. 129, a. 1, ad 3). Ahora bien, ¿hay algo en la tierra más digno de honor que la Eucaristía? En efecto, si alguien, movido por cualquier tipo de negligencia, se acercara indignamente al sagrado banquete, bien podría oír esta grave reprensión del Señor: «Amigo, ¿cómo has entrado aquí sin el vestido de boda?» (Mt 22, 12). ◊

