Uno de los sitios preferidos de Lucilia para sus ejercicios de piedad, dirigidos a la Madre de Dios, era el convento de la Luz, de São Paulo. Cobijo de bendiciones y de gracias, nunca había dejado de recibir sus visitas desde que, siendo aún muy niña, había llegado de Pirassununga, su ciudad natal. En ese lugar era donde lo sobrenatural más le tocaba el alma.
Las «píldoras» de fray Galvão
Quien se dirigiese en carruaje desde el barrio de los Campos Elíseos hasta el convento, como era entonces el caso de Lucilia —siempre en compañía de su madre, Dña. Gabriela— en menos de diez minutos vería erguirse, un poco más allá del jardín de la Luz, el edificio blanco de las religiosas concepcionistas.
El fundador del convento, San Antonio de Santa Ana Galvão, había sido un hombre de virtud eminente. Cuentan las crónicas que un día fueron a pedirle oraciones por un joven que sufría terribles dolores provocados por cálculos en la vesícula. Iluminado por una súbita inspiración, el fraile tomó una pluma y escribió tres veces en una tira de papel este versículo del oficio de la Santísima Virgen: Post partum Virgo, inviolata permansisti; Dei Genitrix intercede pro nobis —Después del parto, oh Virgen, permaneciste intacta; Madre de Dios, intercede por nosotros. Hizo con él una minúscula bolita y ordenó que se la diesen al enfermo para que se la tragara. Tras ingerirla, el chico se sintió curado casi instantáneamente, y desde entonces se hicieron famosas las «píldoras» o «papelitos» de fray Galvão, que continuaron siendo repartidos por las monjas después de la muerte del taumaturgo, obrando curaciones y conversiones, hasta nuestros días.
Confiada en la poderosa intercesión de fray Galvão para curar las dolencias del hígado y de la vesícula, que molestaban cada vez más a su hija, Dña. Gabriela, de regreso a casa, no dejaba nunca de llevarse una reserva de dichos «papelitos». La joven Lucilia los tomaba todos los días, después de rezar la novena a fray Galvão, pidiéndole que la curase o, al menos, atenuase su enfermedad. Durante toda su vida continuó recurriendo al entonces siervo de Dios —y hoy, primer santo brasileño canonizado—, rogándole diversas gracias.
El oratorio de la Inmaculada Concepción
Con respecto a la devoción mariana de Dña. Lucilia, cabe mencionar otro pequeño recuerdo relacionado con una imagen de la Inmaculada Concepción que la acompañó hasta sus últimos días.
Desde aquellos añorados tiempos de Pirassununga, Dña. Lucilia conservará un gusto especial en rezar delante de una imagen de la Inmaculada Concepción perteneciente a su familia. Jamás se separará de ella, conservándola en su dormitorio, en las sucesivas casas en las que vivió tras el fallecimiento de su madre. Entre otras razones estaba la de haber sido esa imagen objeto de particular devoción de Dña. Gabriela.
Esculpida en madera, había sido traída de Portugal a mediados del siglo xix, mostrando a un mismo tiempo la auténtica piedad y la sensibilidad artística del escultor. A fin de exponerla más dignamente a la veneración de todos, el Dr. Antonio, padre de Dña. Lucilia, decidió colocarla en un oratorio apropiado. Y allí mismo, en Pirassununga, encargó la tarea a un carpintero que trabajaba junto con su hermana. Curiosamente, ambos eran sordomudos, pero, en contrapartida, fueron dotados por Dios de un extraordinario talento para tallar la madera, hasta el punto de fabricar muebles de estilo dignos de figurar en los mejores salones.
No dejaba de ser singular cómo personas tan humildes, sin mayor cultura ni contacto con los grandes centros urbanos, tenían tanta sensibilidad artística.
El sencillo oratorio era un ejemplo de ello. Años después, un anticuario le ofrecería una suma considerable. Sin embargo, para ella, un objeto que su añorado padre había encargado y al que le unían tantos recuerdos, no tenía precio.
«Protégeme con tu inagotable bondad»
Profundamente católicos, los padres de la joven Lucilia procuraron transmitir a sus hijos el precioso don de la fe, recibido en el bautismo y heredado de sus mayores.
Ejemplo de esto es una oración al Espíritu Santo, encontrada entre los papeles que Dña. Lucilia dejó. En ella no reconocemos su artística letra. ¿Quién la habrá escrito? Un rasgo decidido, aunque delicado, nos lleva enseguida a distinguir, en sus trazos, la caligrafía de Dña. Gabriela.
La oración había sido compuesta por el Dr. Antonio, y Dña. Lucilia la guardó durante toda su vida como entrañable recuerdo de la solicitud paterna.
Copiada de puño y letra por Dña. Gabriela, a fin de que su hija la rezara frecuentemente, es un luminoso reflejo del ambiente de candor y piedad que envolvía a la familia de los Ribeiro dos Santos.
«Espíritu Divino, Creador del universo, presente en el Hombre Hijo de María Virgen para salvar a la humanidad, guiándola por el camino de la virtud y de la perfección hacia la paz perpetua en el seno de Dios; tú que estás en todas partes, manifestando tu infinito poder, humildemente te pido, perdona mis culpas, ilumina y fortifica mi espíritu en todos los actos de mi vida, para que mis acciones estén siempre de acuerdo con los eternos preceptos de Jesús, y pueda, practicando el bien y teniendo sincero arrepentimiento de mis pecados, purificar mi alma, haciéndola merecedora de tu Reino. Protégeme con tu inagotable bondad en Jesús para que los impulsos malos no me suplanten ni ofusquen la razón, y pueda gozar en la mansión de los justos de la eterna vida prometida por Jesús a sus hijos. Amén».
El Sagrado Corazón de Jesús, devoción de toda una vida
Pero para cada cual la Providencia tiene sus vías. Y aunque Dña. Lucilia conservaba durante toda su larga existencia una gran devoción al Espíritu Santo —fruto, seguramente, de la solicitud de sus padres— desde muy joven se dejó embriagar por las suaves llamadas del Sagrado Corazón de Jesús, a quien tomó como modelo.
En Él estaba la fuente del enorme afecto que desbordaba en sus relaciones con los demás. Afecto compuesto de alegría, de esperanza, que contenía en sí un grado de amistad, de perdón y de bondad tan entrañados y generosos que sería difícil concebirlos iguales.
Dirigida así su atención hacia el Sagrado Corazón de Jesús y Nuestra Señora de la Peña, su madrina, la juventud de Lucilia íntegra transcurrió al abrigo de aquel aristocrático y bendito hogar. ◊
Extraído, con pequeñas adaptaciones, de:
Doña Lucilia. Città del Vaticano-Lima: LEV;
Heraldos del Evangelio, 2013, pp. 91-95.