En los jardines de la Academia, cómodamente sentados y reflexivos, maestro y discípulo parecen estar meditando todavía: Sócrates, con la mano apoyada en la barbilla, se prepara para dar a luz un nuevo concepto; a su lado, Platón, con oído atento, espera pacientemente. Sin embargo, los turistas se suceden, los días pasan y los sabios no pronuncian ninguna novedad: la piedra en la que fueron tallados es incapaz de hacerlo; son meras estatuas, insensibles a los siglos y a la inclemencia del tiempo.
Como ellos, no es pequeño el número de los que entraron en la historia por el pórtico de la sabiduría humana, guiados por una inteligencia brillante o un talento inusual, y su recuerdo quedó inmortalizado en libros y monumentos.
Quizá en esa lista de ilustres figuras debiera incluirse el nombre de Plinio Corrêa de Oliveira… Como se ha mostrado de sobra en un artículo anterior, su capacidad natural se prestaba a ello, lo cual era evidente para quienes lo conocieron de cerca. Un día, de hecho, un obispo muy cercano le aconsejó que se retirara de las absorbentes labores apostólicas y de la dirección de almas para dedicarse de manera exclusiva a la escritura, a fin de dejar debidamente registrado su pensamiento. «Nosotros vamos a morir —concluía—, pero los libros atraviesan los siglos».
Sin duda, los pensadores enriquecen la filosofía y la ciencia, inspirando escuelas y ocupando bibliotecas, y en ese sentido aquel prelado tenía razón. No obstante, algo les falta: el recuerdo de sus obras es perenne, pero sin vida, como las esculturas de Sócrates y Platón de la histórica Atenas… Con ellos muere su genialidad; sólo restan para su consulta las letras inanimadas que constituyen todo su legado, entregadas a menudo al polvo del olvido.
Ahora bien, la grandiosa misión del Dr. Plinio no se limitaba al oficio del sabio tal y como el mundo lo concibe (cf. 1 Cor 3, 19-20). La Providencia había adornado su alma con un conocimiento superior: su sabiduría era de orden sobrenatural, y trascendía con creces los favores del entendimiento terrenal. Elevada a la categoría de don del Espíritu Santo, propicia la aprehensión de todas las realidades —de Dios y de las criaturas— desde una perspectiva divina y tiende a disponerlo todo según esta privilegiada visión.
Así pues, los inmensos tesoros nacidos de su contemplación del orden del universo, el Dr. Plinio no los perpetuaría únicamente en papeles y folletos, sino que los transmitiría a sus discípulos. A éstos, sobre todo, los invitaría a seguirlo más allá, imitando sus caminos y compartiendo sus objetivos.
En efecto, la mayor preocupación del Dr. Plinio a lo largo de su vida no fue su acción pública ni su producción intelectual, aunque ambas fueran proficuas facetas de su existencia, sino su empeño por congregar a un puñado de seguidores dispuestos a adherirse incondicionalmente al bien. Ungiendo sus almas con su profetismo, el Dr. Plinio sería para ellos un padre y ellos serían sus hijos.
Primeros intentos
Ya en los albores de su combate, cuando casi había cumplido su primera década de vida, destaca su actitud abnegada y generosa hacia los demás. Al enfrentarse en su entorno escolar a la Revolución y discernir la maldad que ésta contiene, no quiso cerrarse en la serenidad de su inocencia y descansar en su propia rectitud, sino que decidió ayudar a sus compañeros e impedir que, inconsciente o débilmente, fueran arrastrados por las olas mundanas. Así, junto con la epopeya contrarrevolucionaria que atravesaría su vida, nacía también su apostolado.
Siendo aún un joven universitario y líder católico, vio florecer las primicias de su celo: pequeños núcleos de seguidores se formaron a su alrededor. ¡Qué afortunados habrían sido estos primeros combatientes si, abiertos al profetismo y la fidelidad del Dr. Plinio, hubieran correspondido plenamente a tal dádiva, dejándose guiar por él contra viento y marea!
Pero, por desgracia, sacudidos por la cruel persecución —a veces ostensible, a veces silenciosa— que se desató contra su maestro, algunos lo traicionaron, otros lo responsabilizaron de los fracasos sufridos; todos, en fin, se volcaron en nimiedades, convirtiéndolas en objeto de disensiones internas que el Dr. Plinio se veía obligado a solucionar, agotando gran parte de las energías que podría haber aplicado a combates mucho más gloriosos a sus propios ojos…
Sin embargo, en medio de los desmentidos e incertidumbres, la acción delicada de la Providencia revelaría paso a paso su elevada misión. Su actuación junto a sus compañeros traspasaría los límites de una mera figura pública católica y adquiriría su verdadera dimensión.
Su connubio con la Contra-Revolución
Aunque previera que un grandioso futuro lo esperaba, el Dr. Plinio se preguntaba con humildad si no habría alguien a quien debiera seguir. Como un vasallo en busca de su señor, visitó a eminentes figuras ultramontanas del Viejo Continente, pero la conducta moral inconsistente y la actitud nostálgica y carente de iniciativa de éstas frustraron sus últimas esperanzas…
De esa dolorosa constatación brotó la certeza del llamamiento impar con el que había sido agraciado: «Me daba cuenta de que una tradición casi milenaria estaba expirando, pero no moría por completo porque habitaba en mí, y a partir de mí tendría su renacimiento. Se produjo entonces una especie de unión entre esa vocación y yo mucho más profunda que antes; un verdadero intercambio de voluntad con la Contra-Revolución, como opuesta a todo el mal hecho y que llevaba en sí los gérmenes para destruir ese mal y hacer lo contrario, por la cual como que pasé a ser idéntico a ella».1
El alma del Dr. Plinio, como un cofre donde coexistían las sublimidades del pasado y la promesa de esplendores futuros, estaba lista para dar a luz a los hijos e hijas que, a lo largo de las décadas y de los siglos, serían herederos de su espíritu y de su lucha. Quizá el sufrimiento causado por el aislamiento y por la incomprensión haya sido el valioso rescate que, en favor de las nuevas generaciones, pagó a la Santísima Virgen.

El Dr. Plinio con Mons. João a mediados de la década de 1960
De hecho, tras años estériles y tormentosos, como por un milagro el Grupo2 cobró nueva vida con los jóvenes que desde entonces no han dejado de llegar. Entre ellos, sin duda, el fruto más bendito de la fecundidad espiritual del Dr. Plinio fue Mons. João, futuro fundador de los Heraldos del Evangelio.
Acogida paternal de una generación quebrantada
Un observador contemporáneo se admiraría, probablemente, si pudiera contemplar los momentos de convivencia entre el Dr. Plinio y sus discípulos más jóvenes. Aunque absorto en ocupaciones de gran calado, en defensa de la causa católica y de la civilización cristiana, nunca le faltaba tiempo para aconsejar a uno, animar a otro y conversar con todos, en una relación en la que se armonizaban la seriedad y la benevolencia, el respeto y la intimidad.
Con los primeros de esa generación, que aún no estaban preparados para participar en las conferencias impartidas al conjunto, aprovechaba un breve comentario sobre el santo conmemorado ese día para transmitirles las más variadas enseñanzas. Estas charlas informales cobraron tal importancia que, con el paso de los años, se convirtieron en uno de los puntos de referencia de la formación impartida por el Dr. Plinio y sustituyeron a las reuniones plenarias, trascendiendo con creces su contenido inicial.
El crecimiento de la obra trajo consigo un aumento de actividades para el Dr. Plinio y la consiguiente reducción de su tiempo disponible. Pero no dudó en destinar algunos momentos de su apretada agenda para convivir con aquellos que daban sus primeros pasos en la vocación contrarrevolucionaria.
Por ejemplo, daba entrañables palabriñas (charlas breves) en las que grupos de chicos —ya fueran estudiantes antes de irse a clase, ya jovencísimos discípulos procedentes de distintas regiones de Brasil y del extranjero— exponían con total confianza sus dificultades para vencer las batallas de la virtud en edad tan delicada, sus incipientes inquietudes doctrinarias o su curiosidad por la historia de aquel padre que los acogía con tanta afabilidad. El Dr. Plinio atendía a todos y solía concluir ese encuentro saludando personalmente a cada uno, momento inolvidable en el que no faltaban intercambios de palabras y consejos rápidos, pero muy profundos, pues estaban iluminados por el carisma de discernimiento de los espíritus con el que había sido enriquecido por la Providencia.
¿Y qué decir del té de la tarde —parte de sus hábitos desde su infancia—, durante el cual, rodeado de hijos un poco más veteranos, aprovechaba para responder a preguntas muy diversas, lo que dio como resultado un caudal de enseñanzas que hasta hoy es sumamente provechoso para las generaciones que se han sucedido?
Esta conmovedora dedicación, de la que sólo hemos dado unas mínimas pinceladas, no eran manifestaciones irreflexivas de afabilidad circunstancial. ¡Al contrario! Más que instruir las mentes, la Revolución forjó una forma de ser —descuidada, vulgar y desenfrenada— con la que arrastró al mundo. En sentido opuesto, el Dr. Plinio aprovechaba cada ocasión para, con paciencia y maestría, hacer de sus discípulos símbolos vivos de la Contra-Revolución, de modo que sus acciones posteriores invitaran constantemente al bien de la humanidad pródiga y constituyeran una base para la implantación del Reino de María.

El Dr. Plinio saludando a uno de sus hijos espirituales el 31 de enero de 1993
La fecunda semilla de una nueva forma de vida comunitaria
No obstante, para que alcanzaran tal identidad con la causa era preciso que, alejándose del bullicio mundano, se dejaran moldear por la atmósfera sobrenatural. Años antes, en un viaje a Europa, el Dr. Plinio había constatado el efecto beneficioso que tenía en sus acompañantes el haber pasado largos períodos de oración en el convento franciscano Eremo delle Carceri. Al discernir en este hecho una señal de la Providencia, tiempo después establecería los denominados éremos, residencias donde sus discípulos, llevando una vida comunitaria volcada en la contemplación, el ceremonial y el trabajo intelectual, buscarían traducir en modos de ser los principios de la Contra-Revolución, como explicó el Dr. Plinio al trazar la misión de la comunidad que debía ser el modelo para las demás: «Éste es el éremo de la doctrina convertida en hechos, de la sabiduría puesta en personas, en acción, en estilo de vida, en realidades concretas, palpables y tangibles. He aquí el motor del barco: presentar la sabiduría en términos prácticos, vivenciales, por los cuales la persona suba hasta la doctrina».3
Sin embargo, para plasmar un tipo humano, además del ambiente se necesitaba un atuendo: inspirado en el que ya usaban como terciarios de la orden del Carmen, fue ideado un nuevo hábito. Al contemplarlo, el Dr. Plinio manifestó su satisfacción: «[Los escapularios] expresan con entera plenitud el espíritu del cual hemos de ser portadores». Y concluía: «Por primera vez en mi vida, voy a usar una prenda con la que me siento expresado».4
Canto gregoriano, silencio, oración, disciplina; todo contribuía a restaurar en las almas marcadas por el ritmo revolucionario el equilibrio, la paz y la compostura. Así, poco a poco, el Dr. Plinio introdujo a esos jóvenes en una vida de ceremonial, en la que la sacralidad era la maestra.
«Soy yo quien os ha engendrado para Cristo»
El Dr. Plinio les comunicaba el espíritu de la Contra-Revolución del que estaba llena su alma, les enseñaba a dar pasos seguros en la virtud, los confortaba en la lucha y los amparaba en las caídas: era, en el más elevado de los aspectos, un padre. Podía repetir con propiedad las palabras del Apóstol: «Soy yo quien os ha engendrado para Cristo» (1 Cor 4, 15).
La relación que se establecía por la filiación espiritual se basaba en una profunda bienquerencia, que salía del corazón paterno y encontraba eco en sus seguidores: «Hijos míos, algo en vuestras relaciones conmigo […] me recuerda mis relaciones con mi madre. […] Se trata de la repetición de mi historia, en la realización de aquel proverbio que dice que quien ha sido buen hijo será un padre afortunado».5
Si, cuando es correspondido, el afecto paterno ya es admirable, quizá su belleza más profunda sólo se manifieste ante la ingratitud. En una conversación, el Dr. Plinio reveló: «Al ver a un miembro del Grupo, incluso cuando desperdicia una porción de la vocación que no se ha extinguido en él, lo quiero mucho y siento esa dilección. Esto no supone reciprocidad. Lo propio del amor paterno es ser tal que casi elimina la reciprocidad. De manera que, al recibir las peores ingratitudes, actúa como si no pasara nada».6
Y no se trataba de meras palabras. En relación con aquellos que estaban estrechamente unidos a él, siempre que existiera arrepentimiento verdadero y propósito de enmienda, estaba dispuesto a pasar por alto las mayores infidelidades, fijando su mirada en el llamamiento que la Providencia había depositado en esa persona y dejando atrás el resto.
Una paternidad por encima del tiempo
Tener al Dr. Plinio como padre no fue un privilegio exclusivo de las generaciones que tuvieron la dicha de convivir con él. Regida por las leyes del espíritu, su paternidad no está sujeta a las limitaciones de la naturaleza ni a los dictados del tiempo.

Misa en la basílica de Nuestra Señora del Rosario, Caieiras. En el destacado, el Dr. Plinio el 14 de diciembre de 1994
De hecho, si alguien se enorgulleciera de pertenecer, en centésimo grado, a la descendencia de un gran personaje, las leyes de la materia no le permitirían considerarse directamente su hijo, pues siglos y generaciones lo separarían. No obstante, desde la eternidad, el Dr. Plinio sigue engendrando hijos e hijas espirituales, a quienes transmite su espíritu y conduce por los caminos de la Contra-Revolución.
Así pues, a lo largo de los años, el vínculo que nos une a él no se diluye, no se distancia. Hoy, tres décadas después de su partida, el mismo afecto sube a él desde los corazones que, sin haberlo conocido físicamente, pero poseyendo su espíritu y prolongando su legado, pueden con toda propiedad llamarlo padre. ◊
Notas
1 Corrêa de Oliveira, Plinio. Charla. São Paulo, 12/12/1985.
2 Manera como pasó a ser llamado internamente el movimiento fundado por el Dr. Plinio.
3 Corrêa de Oliveira, Plinio. Charla. São Paulo, 6/3/1972.
4 Corrêa de Oliveira, Plinio. Charla. São Paulo, 13/9/1971.
5 Corrêa de Oliveira, Plinio. Reunión. São Paulo, 23/10/1980.
6 Corrêa de Oliveira, Plinio. Reunión. São Paulo, 4/4/1988.