¿Y si alguien dijera que la Eucaristía no sólo es una perpetuación de la Encarnación, sino también una prolongación de la acción de la Santísima Virgen en la tierra? Sería un poco osado, ¿no?
A primera vista, la afirmación parece, de hecho, bordear audazmente ciertos límites de la ortodoxia… Pero osadía y herejía no son sinónimos.
Es más, este pensamiento, defendido por un Siervo de Dios1 del siglo xx, fue respaldado y explicitado por el magisterio de la Iglesia en la encíclica Ecclesia de Eucharistia: «En el “memorial” del Calvario [la misa] está presente todo lo que Cristo ha llevado a cabo en su pasión y muerte. Por tanto, no falta lo que Cristo ha realizado también con su Madre para beneficio nuestro. En efecto, le confía al discípulo predilecto y, en él, le entrega a cada uno de nosotros: “¡He aquí a tu hijo!”. Igualmente dice también a todos nosotros: “¡He aquí a tu madre!” (cf. Jn 19, 26.27). Vivir en la Eucaristía el memorial de la muerte de Cristo implica también recibir continuamente este don. Significa tomar con nosotros —a ejemplo de Juan— a quien una vez nos fue entregada como Madre. Significa asumir, al mismo tiempo, el compromiso de conformarnos a Cristo, aprendiendo de su Madre y dejándonos acompañar por ella. María está presente con la Iglesia, y como Madre de la Iglesia, en todas nuestras celebraciones eucarísticas. Así como Iglesia y Eucaristía son un binomio inseparable, lo mismo se puede decir del binomio María y Eucaristía».2
Esta fundada proposición da lugar a hermosas y fructíferas meditaciones sobre la unión entre Nuestra Señora y su divino Hijo en el sacramento del altar.
Guardiana de la mesa regia de Jesús
Según ha discernido la piedad católica a lo largo de los siglos, existen varias analogías entre la encarnación y la transubstanciación. Si por el consentimiento y la palabra de la Virgen el Verbo divino se hizo hombre, también por otra palabra humana, la del sacerdote, cada día se renueva para nosotros una como que segunda encarnación en todos los altares. Si cinco palabras atrajeron a Dios al mundo por primera vez —«Fiat mihi secundum verbum tuum» (Lc 1, 38)—, igualmente cinco palabras, pronunciadas por el sacerdote —Hoc est enim corpus meum—, lo traen de vuelta a la tierra.
Por otra parte, si en la pequeña Nazaret el Salvador se ocultó en las entrañas purísimas de su Madre, una vez más Él se oculta bajo las especies eucarísticas en los altares. En este sentido, Nuestra Señora anticipó la fe eucarística de la Iglesia al ofrecer su seno virginal para la encarnación del Verbo de Dios.3
La que ofreció su seno virginal para la encarnación del Verbo de Dios es constituida guardiana, ordenadora y protectora de la mesa regia de Jesús
El vínculo divino entre María y el sacramento del altar fue profetizado incluso en el Cantar de los Cantares: «Posuerunt me custodem in vineis —Me pusieron a guardar las viñas» (Cant 1, 6), queriendo decir que la Virgen fue constituida guardiana, ordenadora y protectora de la mesa regia de Jesús.4 Indiscutiblemente inspirada por la gracia, aunque al principio incomprendida y hasta perseguida, aparece en este contexto la proclamación hecha por San Pedro Julián Eymard en 1868, al darle el título de Nuestra Señora del Santísimo Sacramento.
Una «reliquia» de María
Hubo también autores que afirmaron que la Eucaristía era una «reliquia» de María. De hecho, llamamos reliquia a lo que queda de los cuerpos de los santos, a algo que les perteneció o a lo que estuvo en contacto con ellos. Al considerar la unión entre madre e hijo, vemos que este último tiene un cuerpo físico formado por la madre, con su propia sangre, como producto de su sustancia. Es innegable que acaba convirtiéndose en una especie de «reliquia» de aquella que lo engendró.5
Y la veracidad de este pensamiento se sublima cuando se aplica a la altísima unión entre María y Jesús. Según enseña la teología, la Virgen Santísima, por la maternidad divina, fue honrada con la afinidad y consanguinidad con Dios,6 además de haber cooperado físicamente en la constitución del sagrado cuerpo de su Hijo —caro Christi, caro Mariæ. Ahora bien, si la Eucaristía contiene la presencia real y física de Nuestro Señor Jesucristo velada bajo las sagradas especies, puede ser considerada, en este sentido, una «reliquia» de su Madre virginal.
Se trata de una idea muy original, que invita al alma a una redoblada devoción eucarística.
De su fíat, la Redención y la santa misa
Sólo María dio al mundo al único Sacerdote, de quien los demás no son más que ministros: el Verbo encarnado, que se hace presente en el altar
Si, por tanto, con vistas a la Redención se obró la Encarnación, mediante la celebración eucarística ambas se renuevan en los altares. En efecto, la Providencia decidió condicionar el cumplimiento de sus más altos designios al «sí» de una doncella, ya que, «si María no hubiese pronunciado su “fíat”, la Iglesia no poseería: ni Cristo, ni sacerdocio, ni sacrificio, ni sacramento».7 Sólo Ella dio al mundo al único Sacerdote, de quien los demás no son más que ministros, el Verbo encarnado que se hace presente en el altar.8

Así pues, íntimamente asociada a la obra de la Redención, Nuestra Señora concede a la liturgia el pináculo de su esplendor y uno de los principales fundamentos de su institución: la inefable convivencia del hombre con Dios en la santa misa. Por consiguiente, no sin razón, la sublime y misteriosa presencia de María puede contemplarse en diversos aspectos de las ceremonias de la Iglesia.
Símbolos de realidades invisibles, algunos objetos litúrgicos de los que la Iglesia se sirve para funciones sagradas representan la augusta misión de la Madre de Dios junto a su Hijo. Por ejemplo, la tradición cristiana la compara con «un altar de oro puro sobre el cual se ofreció la gran Víctima».9 El crucifijo también la recuerda: la Santísima Virgen fue como que la primera cruz sobre la que el Hombre-Dios se extendió para el holocausto. Incluso se puede ver en Ella el candelabro místico que llevó al mundo la verdadera Luz, Jesucristo. Y en los paramentos que revisten al sacerdote está representada la vestidura sacerdotal del Salvador: su humanidad santísima, recibida de María.10
La presencia de Nuestra Señora se hace aún muy viva cuando se recorren algunas partes de la misa. Al besar el altar y dirigirse a los fieles, pronunciando el Dominus vobiscum, el sacerdote repite la salutación angélica: «Dominus tecum» (Lc 1, 28). A continuación, al rezar el confíteor, el ministro inclina la cabeza ante lo más santo del Cielo y de la tierra, al invocar el nombre de María, refugio y abogada de los pecadores. Durante el ofertorio, al colocar en silencio las intenciones sobre el altar, el fiel recuerda la secreta ofrenda que el Redentor hizo de sí mismo en las purísimas entrañas de su Madre. Y cuando el celebrante añade la gota de agua en el cáliz, como símbolo de la unión entre la naturaleza divina y la humana, recuerda a aquella por quien se realizó este misterio.11
Misa con María
Al narrarles a sus hijos espirituales en una conferencia las gracias sensibles que había recibido durante una misa celebrada en la casa madre de los Heraldos del Evangelio, Mons. João12 les indicó un medio sencillo y eficaz de acercarse más a la Santísima Virgen y de participar fructíferamente en la Eucaristía.

Celebrando ante un expresivo cuadro de la Madre del Buen Consejo, se alegraba de estar delante de Ella y de su divino Hijo, lo que propició un filial diálogo interior con ambos. Al decir sursum corda (arriba los corazones), por ejemplo, aplicó la exhortación a María, imaginando cuál sería su respuesta: «Pero, hijo mío, es imposible más alto…». Así, el santo sacrificio fue percibido por él como una verdadera convivencia con la Virgen, que lo introducía, de manera inefable, en la convivencia con el propio Dios.
Para asistir bien a misa basta buscar en cada movimiento del ceremonial litúrgico la presencia de María, madre y nutricia del pan de vida
He aquí una solución muy accesible para los que se preguntan cómo asistir bien a misa: basta con buscar en cada movimiento del ceremonial litúrgico, en cada canto o en cada palabra, la presencia de María Santísima, madre y nutricia del pan de vida,13 porque su corazón es un incensario de amor eucarístico, cuyos latidos se unen a la adoración de los fieles en un perfume de agradable olor que sube hasta el Cielo.
Finalmente, como recomendaba el Dr. Plinio,14 deseemos no sólo recostar nuestra cabeza sobre el Corazón Inmaculado de nuestra Madre celestial, como otrora San Juan Evangelista sobre el pecho del Señor, sino poder establecer allí nuestra morada, para que, auscultando las palpitaciones de su Corazón, vivamos de esos secretos de amor a Jesús sacramentado. ◊
Notas
1 Cf. De Lombaerde, DNSS, Julio María. Maria e a Eucaristia. Estudo doutrinal de um título e uma doutrina: Nossa Senhora do Santíssimo Sacramento. Manhumirim: O Lutador, 1937, p. 13. El P. Julio María nació en Waereghen (Bélgica), el 8 de enero de 1878. Sintiendo la vocación sacerdotal, ingresó en la Congregación de la Sagrada Familia, fundada por el P. Berthir para acoger vocaciones tardías. Fue ordenado el 13 de enero de 1908 y, en 1912, enviado a la Amazonia brasileña, donde trabajó durante quince años como misionero. En Macapá, fundó la Congregación de las Hermanas del Inmaculado Corazón de María, aprobada por el papa Benedicto XV. En 1928, se trasladó a Minas Gerais, donde fundó la Congregación de las Misioneras de Nuestra Señora del Santísimo Sacramento, así como las Hermanas Sacramentinas de Nuestra Señora. Escribió decenas de obras de carácter doctrinal, apologético y espiritual. Falleció el 24 de diciembre de 1944.
2 San Juan Pablo II. Ecclesia de Eucharistia, n.º 57.
3 Cf. Idem, n.º 55.
4 Cf. Lémann, Joseph. La Mère des chrétiens et la Reine de l’Église. 2.ª ed. Paris: Victor Lecoffre, 1900, p. 267.
5 Cf. Lombaerde, op. cit., pp. 221-223.
6 Cf. Merkelbach, OP, Benito Enrique. Mariología. Bilbao: Desclée de Brouwer, 1954, pp. 91-92.
7 Philipon, OP, Marie-Michel. Los sacramentos en la vida cristiana. 2.ª ed. Madrid: Palabra, 1979, p. 334.
8 Cf. Idem, ibidem.
9 Van Den Berghe, Oswald. Marie et le sacerdoce. Bruxelles-Paris: Haenen; Laroche, 1872, p. 126.
10 Cf. Lhoumeau, SMM, Antonin. La vie spirituelle à l’école de Saint Louis-Marie Grignion de Montfort. Bruges: Beyaert, 1954, pp. 442-443.
11 Cf. Idem, pp. 444-447.
12 Cf. Clá Dias, EP, João Scognamiglio. Conferencia. São Paulo, 28/5/2008.
13 Cf. San Agustín. «Sermo CLXXXIV», n.º 3. In: Obras completas. 2.ª ed. Madrid: BAC, 2005, t. xxiv, p. 6.
14 Cf. Corrêa de Oliveira, Plinio. «Coração de Maria, nossa esperança!». In: Legionário. São Paulo. Año XVI. N.º 555 (28 mar, 1943), p. 3.

