Al entrar en la calle recta que descubre la cúpula del Vaticano vi tranquilo, sentado sobre ella, otro ángel. Tenía en el brazo izquierdo un rollo de cadena muy larga: el anillo de un extremo estaba en el dedo de la mano derecha y el del otro cabo estaba en el Cielo en el dedo de Dios; y tenía en sus manos dos llaves de oro…
Sorprendido de verle en tanta paz, le dije:
—Centinela, ¿qué haces aquí?
—Yo soy el ángel que guarda frente los demonios el trono del sumo pontificado: de mí habla el capítulo 20 del Apocalipsis.
—¿Qué son esas cadenas? Y ¿qué esas llaves?
—Su destino es ligar y encadenar al Dragón y a sus príncipes tenebrosos para que no hagan más de lo que conviene a los designios de Dios sobre su Iglesia.
— ¿Cómo tienes arrolladas tus cadenas? ¿Por qué no las despliegas y ligas los demonios? ¿Acaso no ves que el Príncipe de las tinieblas, libre y desencadenado, circuye Roma? ¿No oyes que pide le sea entregada esta ciudad, que posee ya todas las capitales del mundo y ahora dice que le falta entronizarse en Roma…? ¿No oyes…?
—Sí. Veo lo que tú ves y oigo lo que tú oyes…
—¿Nos quieres abandonar en poder de los demonios y de los gobiernos políticos que han seducido? Levántate, extiende tus cadenas, liga y encarcela al Dragón. ¿Qué esperas…? […]
Así luché un largo rato con este ángel; y levantándose en pie, lleno de majestad y gloria, me dijo:
—¡Misionero!, ¿qué pides?
—O borra de mi frente el nombre de Dios, que he invocado, y con el nombre de Dios borra de mi alma el carácter de sacerdote, o bien no permitas más que la autoridad de Dios en los prelados sea ultrajada por los demonios.
Beato Francisco Palau y Quer
Comunicado a Pío IX, 18/12/1866
Arriba, la Basílica de San Pedro vista desde la avenida Trinità dei Monti.
En el destacado, el Beato Francisco Palau