La misión de Jesús fue una gran reconquista y por eso, en sus célebres Ejercicios Espirituales, San Ignacio de Loyola lo presenta haciendo un llamamiento a todos para que se alisten bajo su bandera.

Antes de escalar el Calvario, este jefe supremo fue tras «las ovejas descarriadas de Israel» (Mt 15, 24), exorcizó al mundo que yacía «en poder del Maligno» (1 Jn 5, 19) y, finalmente, se entregó a sí mismo para rescatarnos del dominio del Infierno (cf. Col 1, 13; 1 Tim 2, 6). Pero Cristo también quiere nuestra colaboración para vencer al caudillo de las tinieblas y ese fue el objetivo por el que instituyó la Iglesia, militante en esta tierra de exilio.

De niño, el Señor había sido llamado «signo de contradicción» (Lc 2, 34). Vino al mundo para dar testimonio de la verdad y todo el que es de la verdad escucha su voz (cf. Jn 18, 37), conforme al testimonio que el propio Redentor dio ante Poncio Pilato. Sin embargo, «los suyos no lo recibieron» (Jn 1, 11).

A lo largo del infame juicio, el mayor embuste jurídico de la Historia, el pretor romano, siguiendo los consejos de los sumos sacerdotes, escenificó una seudo redención de Cristo al ofrecer a Barrabás en rescate suyo. Asesino y ladrón, este insurgente era, en realidad, una especie de anticristo hasta por su nombre: Bar Abbâ —en arameo—, que significa «hijo del padre».

Una numerosa muchedumbre se hallaba reunida en aquel momento en torno a la tribuna. De entre los que gritaban por la puesta en libertad del delincuente se encontraban, tristemente, algunos de los curados por Jesús de su sordomudez. Otros, recuperados de su parálisis, deprecaban para su bienhechor el peor de los suplicios: «¡Crucifícalo!». No faltaban los indiferentes, que personificaban a los pusilánimes pronosticados por el divino Maestro: «El que no está conmigo está contra mí, y el que no recoge conmigo, desparrama» (Mt 12, 30).

Durante aquel motín anticristiano se fundó una especie de anti-Iglesia, en la cual el bien es rechazado y el crimen aprobado, el Inocente es condenado y el malvado canonizado por letanías de aclamaciones: ¡Barrabás! ¡Barrabás!…

En ese remedo de Iglesia, las reglas jurídicas son rotas en pro de la «misericordia» —«pobre» Barrabás…— y la autoridad, desprovista de cualquier santidad, es ungida por el «pecado mayor» (Jn 19, 11). Se invoca la sangre de Cristo no como reparación por las iniquidades, sino como trágica maldición: «¡Caiga su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos!» (Mt 27, 25).

Jesús fue crucificado entre dos ladrones. Como Buen Pastor, le ofreció la salvación a ambos: uno la aceptó; el otro, impenitente, la rechazó. Y para mostrar qué es lo que ocurrirá cuando los hombres pretendan expulsar a Cristo de la faz de la tierra, recuérdense los acontecimientos que se siguieron a la muerte del Salvador: el velo del Templo se rasgó, las rocas se resquebrajaron, terremotos se propagaron por el mundo y la oscuridad lo envolvió por completo.

Si sucesos telúricos como estos fueran permitidos de nuevo por la Providencia, que ante ellos podamos no solamente dar testimonio del «Hijo de Dios» (Mt 27, 54), como hizo el centurión del Evangelio, sino también desenmascarar a la falsa iglesia que quiere crucificar otra vez a Cristo. ¡Sus puertas infernales jamás prevalecerán! 

 

Cristo crucificado – Casa Lumen Prophetæ, Caieiras (Brasil)

 

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