Nacida para fundar y para gobernar

La Madre De Lestonnac reunía en grado inusual las cualidades físicas y morales que le parecían indispensables para llevar a cabo sus difíciles deberes.

A los 54 años, con la autoridad que da la experiencia, tenía el ascendente que ejercen siempre un exterior imponente y una fisonomía en la que la gravedad se alía sin esfuerzo a la gracia y se siente iluminada desde dentro por el esplendor de un alma poco común. Sobre ella decía una religiosa, que había recibido el velo de sus manos, que la hermosura corporal, escollo donde vienen a zozobrar la pureza y la humildad de tantas otras, era un rayo divino que infundía respeto e inspiraba una sagrada atracción a la virtud. Cuando sus hijas la veían en oración, cuando la oían hablar de cosas espirituales, todos sus sentidos, todas sus facultades se concentraban para verla, para oírla. Les parecía que esa belleza natural, que resplandecía extraordinariamente en su rostro, se había transformado en la de los bienaventurados para hablarles, manifestándose.

Pero eso no era más que un pálido reflejo de su belleza moral. Complaciente, afable, educada, era a la vez una mujer amable y fuerte. A una inteligencia superior, a un juicio recto, a un sentido práctico admirable, aunaba una voluntad enérgica, un corazón varonil. Nacida para fundar y para gobernar, era de una actividad infrecuente, de una penetración de espíritu que le permitía captar al momento la totalidad de una cuestión o de un asunto, valorar las ventajas, medir las dificultades, prever los resultados. He ahí el secreto humano de su prontitud en la decisión, de su constancia, insensible al desaliento, en la prosecución de empresas a menudo erizadas de obstáculos. Veía la meta y, segura de sí misma, caminaba hacia ella; y la gracia, que la hacía actuar, decuplicaba sus fuerzas.

COUZARD, Rémi.
«La Bienheureuse Jeanne de Lestonnac».
Paris: Lecoffre, 1904, pp. 70-71.

 

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